Desde la recuperación democrática en el año 1985, en Uruguay hemos tenido siete reformas curriculares:
- La Reforma del Ciclo Básico Único de Educación Media en 1986 (CBU)
- La reforma piloto de los Bachilleratos en 1993 (conocida como Microexperiencia)
- Otra vez el Ciclo Básico de Educación Media en 1996
- Otra vez la Educación Media Superior en 2003 (TEMS)
- Todos los niveles educativos, desde Inicial a Bachillerato, en 2006 (Plan 2006)
- El Marco Curricular de Referencia Nacional (MCRN) en 2017, que definió nuevos perfiles de egreso basados en competencias para Primaria y Media Básica, pero no llegó a avanzar hacia nuevos programas de estudio
- La Educación Básica Integral (EBI) basada en competencias, proceso en curso desde 2021 y que abarca todos los niveles de la educación preuniversitaria.
A lo anterior se debe agregar una cantidad parecida de reformas en los planes para la formación de docentes.
A partir de esta enumeración uno podría pensar que la educación tiene un gran dinamismo y que se va adaptando a los cambios sociales, culturales y tecnológicos. Sin embargo, no es así en absoluto. Conversando con adolescentes que están cursando la educación media puedo reconocer buena parte de los temas y ejercicios que me tocó estudiar hace más de 40 años. Con el agravante de que muchos de los temas en realidad ya no se “dan” y que la mayoría de los jóvenes ni entiende lo que les enseñan, ni quiere entenderlo. Los colegas me cuentan que necesitan recortar temas y conformarse con poco, porque de lo contrario se quedarían enseñando para dos o tres estudiantes. Desde los años 80 se suceden en los diseños curriculares las propuestas para generar espacios optativos y talleres, así como espacios de apoyo a los estudiantes con dificultades -”cursos de recuperación”, “compensación”, “tutorías”, “acompañamientos pedagógicos”- que nunca terminan de ser implementados ni de tener efectos concretos para los estudiantes.
El problema de fondo es que se reforma el plan de estudios pero no los formatos educativos -educación basada en grados y alumnos agrupados de manera fija por su edad, con procesos de certificación anuales basados en alguna forma de evaluación externa por parte del docente- ni los institucionales -docentes que trabajan en forma aislada, con muchos alumnos, sin tiempo para el trabajo fuera del aula, con muy limitado espacio para el intercambio con los pares y para la creación de nuevas propuestas-.
Lo anterior no significa que no existan cambios y experiencias innovadoras en la educación. Las hay: nuevas secuencias didácticas, talleres, trabajo en torno a proyectos, propuestas de aprendizaje de la lectura y la escritura, proyectos de ciencias, propuestas diversificadas inspiradas en el DUA, creación de entornos de aprendizaje virtual, por mencionar algunas. En la mayor parte de los casos estas experiencias son el resultado de iniciativas de inspectores y directores, de los equipos docentes, de programas como el Plan CEIBAL o de instituciones que tienen formatos alternativos como los Liceos de Tiempo Completo y Tiempo Extendido. Resalto con negrita: el origen principal de las innovaciones no está en el diseño curricular vigente sino en los equipos docentes y en los formatos institucionales alternativos.
Las reformas curriculares parten de la idea de que es necesario y posible establecer, en un conjunto de documentos, lo que todos los alumnos deben aprender y lo que todos los docentes deben enseñar, grado por grado. Se da por supuesto que todos los alumnos pueden aprender las mismas cosas en los mismos tiempos y que todos los docentes enseñarán lo que indique el diseño curricular y de la manera en que se les indique.
Ninguno de estos dos supuestos se verifica en la realidad. Son fruto de las ideas prevalecientes en el siglo XIX, en que se podía aspirar a seleccionar y ordenar el conocimiento relevante. Están emparentadas con la noción de enciclopedia, un compendio ordenado del saber acumulado por la humanidad. Parten además de uno de los ideales de la Revolución Francesa, la igualdad entre los seres humanos -todos tienen derecho a aprender lo mismo para tener igualdad de oportunidades- y de una visión simplista de la diversidad de los estudiantes en términos de subjetividades, motivaciones y maneras de aprender.
Quiero entonces formular 4 argumentos en contra de las reformas curriculares como foco de la política educativa.
El primer argumento es que cada vez tiene menos sentido predefinir lo que todos los alumnos de un mismo grupo de edad deben alcanzar año por año y materia por materia, porque los conocimientos y las capacidades son infinitos y cambiantes, y porque los estudiantes son únicos y diferentes.
Cuando se crearon los sistemas educativos modernos era razonable proponerse definir un conjunto de conocimientos iguales para todos . Se partía de una visión simplificada de los estudiantes y su diversidad. Hoy necesitamos pensar en trayectorias educativas más flexibles, construidas a nivel territorial y adecuadas a cada realidad institucional y a las posibilidades y motivaciones de los estudiantes. Deberíamos atrevernos a despegarnos más claramente de la prescripción de lo que debe ser aprendido grado por grado -da lo mismo que se trate de contenidos o de competencias-. Deberíamos despegarnos también de los conceptos de aprobación o reprobación -ya sea por grados o por niveles-, así como de la concepción secuenciada del currículo -cada curso presupone que los alumnos aprendieron lo indicado para los cursos anteriores-. Todos los docentes sabemos que en general esto último no ocurre en la práctica, con lo cual siempre estamos ante el dilema de hacer como si todos supiesen, y enseñar para unos pocos, o asumir que la mayoría no sabe y volver atrás a trabajar conceptos de cursos anteriores.
Como señala Juan Grompone (2011, El Paradigma del Laberinto):
El principio de universalidad y de obligatoriedad de la educación primaria llevó de la mano a que la educación tradicional fuese modelada por la idea de fábrica. Se “fabricaban” ciudadanos como si fuese una línea de montaje:
- Todos se visten igual;
- Todos entran y salen a la misma hora;
- Todos estudian lo mismo;
- Al final se hace la verificación del “producto”.
El modelo de fábrica en la educación, igual que en la producción, pertenece al pasado. Hoy podemos aceptar que, por encima de la igualdad, es necesario reconocer la diversidad y debemos aceptar el paradigma del laberinto:
- Todos los seres humanos somos diferentes y tenemos intereses y aptitudes diferentes;
- Cada uno puede seguir un laberinto educativo según lo desee y a su velocidad más adecuada;
- Alcanzar la meta elegida es suficiente, no hay nada que “verificar” al final.
El sistema de fábrica aplicado a la educación posee un aspecto particularmente cruel e irracional: la edad a la cual se realiza el aprendizaje de cada tema es fijada por un rígido “programa”. Esta idea se sustenta en que es posible determinar la edad “perfecta” para aprender a leer, a comprender la raíz cuadrada, el concepto de masa o el cálculo diferencial. Creo que es una idea sumamente equivocada… el concepto de “programa” que fija edades precisas para adquirir cada conocimiento o habilidad es una peligrosa ilusión que tiene por resultado el fracaso de los estudiantes que están debajo de la media y el aburrimiento de los que la superan.
Me consta que se pueden formular varias objeciones a estas ideas. Imagino argumentos basados en la necesidad de dar coherencia a la formación, en el carácter acumulativo del conocimiento y en la preocupación por las desigualdades sociales y educativas. Analizaré estos problemas en un próximo posteo.
El segundo argumento se puede resumir con una frase coloquial: igual no nos vamos a poner de acuerdo.
Todo currículo es una selección de los saberes, capacidades y valores que se considera que las nuevas generaciones deberían aprender. Esta selección está ordenada por las ideologías -las visiones sobre el ser humano y la sociedad-. Obviamente, el currículo refleja las visiones que tienen hegemonía en la sociedad. El problema es que vivimos en sociedades cada vez más fragmentadas, en las que ni el consenso ni la hegemonía son posibles. Apenas si tenemos algunos grandes acuerdos en torno al sistema democrático de gobierno -que las corrientes políticas de extrema derecha y extrema izquierda ponen en cuestión-. Pero tenemos grandes divergencias en torno al sistema económico, a los roles del estado y del mercado, a las identidades de género, al significado y jerarquización de los derechos humanos, a los modos de combatir la pobreza y la delincuencia, entre otras muchas. Estos debates solo se zanjan en períodos muy largos, de varias décadas. Piénsese en debates como el derecho al voto de las mujeres, a su incorporación al mercado de trabajo, a los roles paterno y materno, a la aceptación de la homosexualidad o la discriminación racial. Son temas que se discuten largamente en los parlamentos, en los encuentros familiares, en los medios y en las redes sociales. Y, por cierto, también en el ámbito educativo, a través de las reformas curriculares.
La discusión curricular es parte de esa lucha más amplia por hacer prevalecer ideas y formas de concebir al ser humano y a la sociedad. El debate curricular es importante, es uno de los escenarios en los que se dan las confrontaciones ideológicas y políticas. No digo pues que no haya que debatir el currículo. Digo que deberíamos plantear esa confrontación en otros plazos y por fuera de las políticas y cambios educativos de corto plazo. El problema es creer que logrando la aprobación de un nuevo diseño curricular se zanjarán las diferencias y que la enseñanza ocurrirá de acuerdo con lo aprobado en el currículo. En realidad la enseñanza y el aprendizaje van por otros carriles. La “victoria” curricular es apenas una victoria momentánea, fruto de la correlación de votos entre los grandes bloques político partidarios del momento. En las sociedades polarizadas en las que vivimos, estas victorias son transitorias. Pueden ser vistas como un avance en la lucha ideológica global, pero difícilmente como un paso significativo en la experiencia educativa de los estudiantes.
Esto da lugar a mi tercer argumento: la reforma curricular no va a durar lo suficiente como para tener efectos positivos en el aprendizaje de los estudiantes. La vida útil de todo diseño curricular es demasiado breve.
Los diseños curriculares se proponen delinear de una manera coherente el itinerario formativo de niñas, niños y adolescentes durante su tránsito por la educación obligatoria. Dependiendo de los países, esto implica una trayectoria acumulativa a lo largo de unos 12 a 15 años, desde la educación inicial hasta la educación media básica o superior. En el imaginario colectivo se supone que a partir de la entrada en vigor del nuevo currículo los estudiantes tendrán una experiencia educativa acorde al nuevo diseño y coherente a lo largo de los años, hasta alcanzar los perfiles de egreso de los distintos ciclos. Pero para que esto ocurra deberían darse dos condiciones: que los docentes modifiquen inmediatamente su manera de enseñar para adecuarla al nuevo currículo y que el diseño curricular no sufra modificaciones a lo largo de la vida escolar de los estudiantes. Ninguna de estas condiciones se cumple.
La formación de los nuevos docentes -en el hipotético caso de que la misma se modifique para adecuarla a las nuevas orientaciones curriculares- requiere de al menos cuatro años, más otros tantos para que aquellos se incorporen a la enseñanza activa y pasen la primera etapa de aprendizaje profesional en el trabajo. En el caso de los docentes que ya están trabajando, los reformadores suelen pensar que una vez diseñado el currículo se “capacitará” a los docentes y estos llevarán el nuevo currículo a sus aulas a partir del siguiente año lectivo. Esto no es más que una ilusión óptica o una manifestación de buenos deseos. Las “capacitaciones” no suelen ir mucho más allá de explicar la nueva terminología curricular -competencias, campos de conocimiento, – y las nuevas exigencias para la planificación. Esta última suele ser acatada en tanto exigencia administrativa: cada docente modifica su planificación para cumplir con la nueva terminología curricular, pero sigue haciendo básicamente lo mismo que hacía antes y enseñando las mismas cosas de la misma manera. En el mejor de los casos unos pocos docentes intentarán alguna experiencia innovadora en el marco del nuevo diseño.
Como he afirmado en otros textos, lo que propone un docente a sus alumnos es el resultado de muchos años de trabajo. Es como un vitral medieval: está compuesto por una infinidad de piezas engarzadas laboriosamente a lo largo de muchos años. La planificación de un curso se va transformando año a año en los pequeños detalles. La tarea docente es muy exigente porque requiere preparar nuevas actividades día a día y, en el caso de la educación media, para varios cursos diferentes. Por eso nadie puede hacer un curso completamente nuevo en poco tiempo. Esto suele ser difícil de comprender para el ciudadano medio y para los políticos. El docente es como un actor de teatro que tiene que elaborar y representar un nuevo guion cada día para el mismo público. El actor de teatro ensaya un solo guion y lo representa diariamente para un público que cambia cada día. El docente, en cambio, debe crear un nuevo guion cada día y representarlo, sin ensayo, para el mismo auditorio.
Se necesitarían como mínimo unos tres a cuatro años para empezar a ver algunos cambios consistentes en las aulas. Si pretendemos que todos los docentes de un sistema educativo desarrollen una práctica educativa acorde con el nuevo diseño curricular, a lo largo de todos sus cursos, necesitaríamos no menos de 10 años de trabajo colectivo sistemático. Recién a partir de ese momento los alumnos podrían tener una experiencia educativa consistente con lo que establece el currículo. Y deberían transcurrir al menos otros 6 años -el tiempo que le lleva a un alumno completar un nivel de enseñanza-, para que esa experiencia tenga un efecto nítido en su formación.
En resumen, una reforma curricular debería sostenerse por un período de entre 15 y 20 años, para empezar a tener efectos sobre las nuevas generaciones de estudiantes. Pero, dependiendo de la duración de los períodos electorales, a los dos o tres años de aprobado un nuevo diseño curricular habrá un cambio de gobierno, momento en que se iniciará un nuevo debate. Cuando hay dos períodos consecutivos de gobierno de un mismo partido, el diseño curricular puede durar unos años más -aunque no necesariamente-. Hasta mediados del siglo XX los diseños curriculares tuvieron una vida útil de unos 20 o 30 años. Desde allí para adelante no suelen durar mucho más de una década, en el mejor de los casos. Por eso ningún diseño curricular llega a implementarse completamente en la práctica y ningún estudiante transcurre su vida escolar dentro de un mismo diseño curricular. Lo más probable es que deba atravesar al menos dos reformas, con lo cual la pretensión de dar coherencia a los procesos formativos carece de sentido. Nadie completará su trayectoria educativa según lo previsto en un diseño curricular, cualquiera sea este.
Llego así a mi cuarto argumento: más allá de las intenciones, las reformas curriculares permanentes tienen efectos desestructuradores sobre la práctica docente. Y además contribuyen a aumentar el malestar docente.
Cuando los docentes están empezando a entender la nueva jerga curricular, ya viene otra, que requiere nuevas formas de enseñar, planificar y evaluar. Entre las principales fuentes de estrés laboral en la docencia están la sobrecarga de tareas administrativas, el tiempo que requiere corregir trabajos de los alumnos y formular calificaciones o reportes, la carga de responsabilidad por los logros en el aprendizaje de un alumnado heterogéneo y las exigencias de rápida adaptación a las reformas educativas.
En la práctica quedamos entrampados entre discursos contradictorios: atiendan a cada alumno y respeten la diversidad, pero que todos aprendan lo que está en el currículo; hagan evaluación formativa pero no olviden aprobar o reprobar a los alumnos; no importan las calificaciones pero aquí está la nueva escala; desarrollen el pensamiento crítico pero no dejen temas sin dar… y no bajen el nivel, pero que todos aprueben! Vivimos tironeados de todos lados por discursos contradictorios: el currículo, los padres, los medios, las autoridades. Con razón la mayoría de los docentes piensa: ¿pero por qué no me dejan trabajar un rato tranquilo?
En este punto me gustaría proponer un nuevo término para la política educativa: la “estabilidad curricular”.
Sería algo parecido a la confianza macroeconómica. Así como en la economía se necesitan reglas de juego claras y estabilidad de las políticas para que haya inversiones, de la misma manera los docentes necesitamos “estabilidad curricular” para poder innovar, construir y afianzar nuevas maneras de enseñar. Sin estabilidad macroeconómica no hay inversión. Sin estabilidad curricular los docentes nos limitamos a sobrevivir en un mar de incertidumbres, cumpliendo con requisitos administrativos cambiantes en términos de planificaciones y evaluaciones, pero sin modificar sustancialmente nuestra forma de enseñar. Los “agentes económicos” necesitan estabilidad macroeconómica. Los “agentes educativos” necesitamos estabilidad curricular. No nos ayuda que cada cinco años llegue alguien con fabulosas y nuevas ideas curriculares, así como no le hace bien a la economía que los gobiernos cambien de un día para otro las reglas de juego. Son necesarios pequeños cambios sustantivos, pero en un marco de continuidad.
¿Qué deberíamos hacer entonces? Como el posteo ya se hizo demasiado largo, enuncio cuatro propuestas para desarrollarlas dentro de unas semanas.
- Evitar los discursos grandilocuentes, las promesas de grandes cambios educativos y los relatos de transformación educativa total. Evitar una gran reforma curricular con cada cambio de gobierno e intentar sustraer todo lo posible la educación de los vaivenes partidarios. Sobre todo, apostar a una política educativa modesta, que no va a tener grandes resultados visibles en un período de gobierno. Y que no va a resolver el problema de las desigualdades sociales mientras no cambien otras cosas en la sociedad.
- Poner el grueso de la energía -tiempo y dinero- en mejorar la situación y las prácticas de enseñanza de los docentes. Invertir en crear mejores condiciones de trabajo, que incluyen tiempo remunerado para la preparación de cursos y la retroalimentación a las tareas y actividades de los alumnos, así como espacios regulares para trabajar en equipos orientados a revisar y mejorar colectivamente las propuestas de enseñanza. Construir profesionalismo colaborativo. Esta debería ser la principal apuesta de la política educativa, sin esperar resultados espectaculares. Enfocarse en las prácticas más que en los resultados. El objetivo principal debe ser mejorar la calidad de la experiencia educativa de los estudiantes, los resultados vendrán por añadidura en el mediano y largo plazo. Poner el foco de la comunicación a la sociedad en mostrar nuevas experiencias docentes y producciones de los estudiantes, en lugar de indicadores cuantitativos.
- Abrir el currículo a la diversidad. Pensar el currículo como una expresión de los acuerdos básicos en una sociedad democrática, abriendo espacios para miradas plurales, diversas e inclusivas. Los grandes debates ideológicos, económicos y éticos no se pueden resolver en el currículo. Deben tener cabida en las propuestas educativas, en un marco de pluralismo y respeto por la diversidad. Deberíamos pensar en un currículo más modesto, con foco en aquello que todos -o casi todos- estamos de acuerdo en promover dentro de una sociedad democrática. Deberíamos además abandonar la pretensión de establecer trayectorias educativas únicas e iguales para todos los estudiantes.
- Superar la polarización entre contenidos y competencias. Si bien aparecen en la discusión pública como enfoques opuestos, cada uno de ellos alberga diversidad de perspectivas. No todos quienes defienden el enfoque de competencias lo hacen desde una postura neoliberal -y además es legítimo que algunos lo hagan desde esa postura-. No todos quienes defienden la importancia de los contenidos lo hacen desde una perspectiva conservadora o memorística-y además es legítimo que algunos lo hagan desde esa postura-. Creo que podría resultar mucho más movilizador e integrador proponer como categorías centrales para la política educativa las de aprendizaje superficial y aprendizaje profundo, por un lado, y las de motivación externa y motivación interna, por otro. Más allá de si están aprendiendo contenidos o competencias -por lo general ambos-, lo más importante es que los estudiantes estén logrando comprender los temas que estudian -aprendizaje profundo- y encuentren en la propuesta educativa actividades en las que se involucran y los motivan. La motivación interna y la comprensión profunda son los dos propósitos más importantes que debería buscar la política educativa.
Fuente: https://www.pedroravela.com/post/4-argumentos-en-contra-de-las-reformas-curriculares-y-4-propuestas-para-la-pol%C3%ADtica-educativa