Sebastián Pimentel / El Comercio
A diferencia de otras artes, el cine puede proyectar a escala masiva, y sin mayor crítica de por medio, las fantasías sociales de nuestro tiempo. Por supuesto que hay otro cine, el llamado independiente o de autor, que prefiere el análisis y el cuestionamiento de estas fantasías. Pues no nos engañemos: tanto los libros de la escritora británica Erika Leonard Mitchell, como las adaptaciones fílmicas de las que nos ocupamos en estas líneas pertenecen a la primera categoría.
Los arquetipos –conscientes o inconscientes– proyectados por la saga de Christian Grey y Anastasia Steele (Jamie Dornan y Dakota Johnson) son obvios. Ella es una virginal chica de clase media, estudiante de Literatura, que de pronto se vuelve la obsesión de un joven apuesto, egoísta, cínico y, sobre todo, multimillonario. Anastasia se convierte en la bella e inocente oportunidad de salvación del poderoso y perfecto caballero sadomasoquista. Y es que Christian Grey es dueño del mundo, pero tiene el alma perdida. Por lo tanto, debe salvarse, no sin antes hacer disfrutar de inimaginables placeres eróticos y sexuales a su redentora, la humilde Anastasia de buen corazón.
La fórmula parece nueva, pero es vieja: un amor imposible y mucho sexo. Lo novedoso está en el empaque brillante y glamoroso y, si se quiere, para una película comercial, en el abundante lucimiento de cuerpos semidesnudos que tienen como excusa una minúscula trama narrativa. Alguien podría decir que se trata de películas de mujeres hechas para mujeres: el punto de vista desde el que se cuenta la historia, en la novela y la película, es principalmente el de Anastasia.
Sin embargo, una defensa de estos filmes por su punto de vista femenino no va a llegar muy lejos. Sobre todo si se toma en cuenta de que “50 sombras más oscuras” está dirigida –a diferencia de la primera– por James Foley, el alguna vez prometedor realizador de “Glengarry Glen Ross” (1992). Más allá de una perspectiva de género, lo que tenemos en esta saga es un armazón ideológico bastante pacato y simplón, que se resume en que todo el asunto del ‘bondage’ es finalmente el motivo por el cual Grey no se puede enamorar, y por lo tanto es algo que debe superar.
A diferencia de propuestas como “La secretaria” (Steven Shainberg, 2002), por ejemplo –donde el deseo sadomasoquista se desmitifica desde el humor y la acuciosidad psicológica–, en “50 sombras más oscuras” solo tenemos la aburrida continuación de una telenovela cuya sofisticación no pasa del vestuario y la fotografía.
En esta gélida apología del erotismo sin sudor ni emociones verdaderas, donde Dakota Johnson y Jamie Dornan no pasan de ensayar las mismas miradas y los mismos tics todo el tiempo, no hay mucho más que decir. Si en la primera entrega Grey era un tipo hermético que se resistía a abandonar su distanciamiento emocional en pos del sometimiento sexual de Anastasia, en el segundo capítulo, vaya sorpresa, se enamora de ella, y ahora los dos deben luchar contra el oscuro pasado de él.
Como si no bastara que el romanticismo de Corín Tellado salga de su tumba para dar la aprobación final a este cuento rosa repleto de erotismo light, “50 sombras más oscuras” es también un manual del perfecto desastre narrativo. En este uso del cine, todo sobra: las villanas –reconocemos a Kim Basinger como antigua maestra pervertidora de Grey– aparecen y desaparecen en pocos segundos. Foley sabe que son meras excusas para una historia que apenas existe.
Título original: “Fifty Shades Darker”. Género: drama, romance. País: EE.UU., 2017. Director: James Foley. Actores: Dakota Johnson, Jamie Dornan, Kim Basinger.
Fuente: El Comercio / Lima, 12 de febrero de 2017