Vanessa Rojas Arangoitia | GRADE
Daniela y Lupe, como muchas otras niñas peruanas, han experimentado diversas situaciones de violencia, pero, a pesar de ello, han concluido la educación básica a la edad promedio (16 años) y sin repetir ningún grado. Algunos dirían que, precisamente por haber accedido a los estudios y haberlos concluido a tiempo, la violencia que vivieron durante su infancia y adolescencia no afectó sus vidas. No obstante, a partir de las entrevistas realizadas a estas niñas, podemos ver de qué manera la violencia sí afecto sus percepciones acerca de su propia identidad de género.
Ambas han aprendido que su rol femenino es el tradicional; es decir, perciben, por ejemplo, que tienen menos libertad que sus pares varones. Ellas son conscientes del peligro que implica ser mujer y han hecho todo lo que ha estado en sus manos para superar, desde su condición de niñas y adolescentes, las situaciones de violencia física, psicológica y sexual que experimentaron. No obstante, esas acciones se han visto enmarcadas —y limitadas— por las normas sociales que toleran o justifican el uso de la violencia hacia la infancia, y que consideran que este fenómeno debe mantenerse y solucionarse en el entorno privado, lo cual, en verdad, limita las estrategias de protección de la infancia.
Ser niña: la relación entre violencia y las inequidades
Comprender lo que significa ser niña y el vínculo que existe entre esta condición y la violencia implica analizar el contexto en el que ellas viven. En el Perú, ser mujer está asociado con la probabilidad de sufrir violencia sexual. En el 2018, más de la mitad de los casos de violencia sexual reportados a la Defensoría del Pueblo correspondieron a niñas y adolescentes. Igualmente, entre el 2013 y el 2018, el Observatorio de Criminalidad del Ministerio Público reportó que el 93% de las víctimas de violencia sexual fueron mujeres, y que el 83,4% de esta cifra eran menores de edad.
En los hogares de Lupe y Daniela, ambas recibieron el mensaje de que debían ser “obedientes” si querían evitar ser golpeadas o convertirse en motivo de discusión. Esto refleja el machismo, que usa la violencia como práctica para controlar el comportamiento de las mujeres.
Mientras que, en el ámbito rural, Daniela estaba prohibida de andar sola por el campo por ser mujer y se le recomendaba mostrarse más tranquila que sus compañeros varones para evitar ser fuertemente castigada, en el ámbito urbano, la abuela de Lupe le aconsejaba que se “portara bien” en el salón y evitara ser traviesa como los varones, o la golpearían como a ellos. Ambas niñas comprendieron que el rol masculino está asociado a la fuerza —motivo por el cual los chicos pueden aguantar golpes más extremos—, mientras que el femenino, a la pasividad.
Lamentablemente, las experiencias de estas niñas no escapan de la violencia sexual. Así, Lupe fue víctima de ese tipo de violencia, y si bien sus padres le brindaron todo el apoyo para que se recuperara, no sentaron una denuncia formal porque pensaban que este tema debía mantenerse en el ámbito familiar, pero también porque desconfiaban del rol de las autoridades. Lejos de alertar a la escuela acerca de esta experiencia —para que Lupe pudiera contar con esa otra red de soporte—, sus padres optaron por silenciarla porque no creían que el centro educativo contara con las herramientas para ayudarla —por ejemplo, apoyo psicológico—, sino que, por el contrario, la revictimizarían. Este caso denota los insuficientes recursos de cuidado que tienen las familias de nivel socioeconómico bajo para enfrentar cambios importantes como el divorcio de los padres, el trabajo precario de los cuidadores, las enfermedades, etcétera.
El rol de la familia ante la violencia contra las niñas
Según el reporte de la Encuesta Nacional sobre Relaciones Sociales (ENARES) del 2015, a nivel nacional, el 73,3% de las niñas y niños de 9 a 11 años fueron víctimas de algún tipo de violencia —física o psicológica, o ambas— en su hogar o centro de cuidado en algún momento de sus vidas. En cuanto a los adolescentes encuestados, 81% reportaron haber sido víctimas de algún tipo de violencia —física o psicológica— en su hogar o centro de cuidado.
En el caso de Lupe y Daniela, ambas familias aparecen como factores tanto de riesgo como de protección ante la violencia. Esto guarda relación con las creencias respecto a las prácticas de crianza, así como con los diferentes factores estresantes que afectan las dinámicas familiares: separaciones, crisis económicas, enfermedades, etcétera. Para el caso de las dos niñas entrevistadas en este estudio, ambas madres justifican haberlas castigado físicamente cuando eran pequeñas por considerarlo parte de su proceso de aprendizaje. Si bien las madres reconocen que ejercer la violencia no es algo positivo, señalan que esta puede utilizarse —aunque no con demasiada intensidad— como parte de las prácticas de crianza (Gage y Silvestre, 2010; Benavides y León, 2013; Aldana y otros, 2015; Oré y Diez Canseco, 2011; Spatz, 2014).
La madre de Lupe reconoce que tanto el haber sido víctima de violencia cuando era niña como su divorcio influyeron en el vínculo con su hija, y que, posiblemente, tuvieron relación con el hecho de que la agrediera físicamente. No obstante, señala que los consejos de su hermana —la tía de Lupe— le sirvieron para que dejar de golpearla. Por su parte, la madre de Daniela también declara que, a pesar de que corregía violentamente a sus hijas cuando eran niñas, el castigo era menos duro que el que ella había recibido en su infancia, pues había aprendido —gracias a su participación en el wawa wasi y en la organización de mujeres para la producción y venta de leche— que no es bueno pegarles fuerte a los hijos. En estos testimonios observamos que, si bien el factor de transmisión intergeneracional de la violencia se mantiene, hay otros elementos que pueden mitigarlo. Así, pues, mientras que en el entorno rural las agrupaciones comunitarias parecen estar cumpliendo un rol importante al cuestionar las prácticas de crianza violentas, en el ámbito urbano esa tarea la cumplen principalmente otras mujeres de la familia.
Las experiencias de violencia física que sufrieron Daniela y Lupe estuvieron asociadas al incumplimiento de los roles y las responsabilidades que les habían asignado. En el caso de Daniela, la niña rural, ella era castigada con mayor frecuencia que Lupe, pues las posibilidades de incumplimiento de sus responsabilidades eran mayores que las de su par urbana. Así, mientras Lupe solo debía cumplir con sus responsabilidades académicas, Daniela estaba obligada, además, a cuidar el ganado y ayudar en las labores domésticas.
El rol docente ante la violencia contra las niñas
En el ámbito escolar, la situación no parece ser muy distinta. El Sistema Especializado en Reporte de Casos sobre Violencia Escolar (SíseVe) del Ministerio de Educación indicó que, entre el 15 de setiembre del 2013 y el 31 de enero del 2019, el 54% de casos reportados a nivel nacional corresponden a violencia entre pares; y el 46%, a agresiones por parte del personal de la institución educativa (IE) contra los estudiantes.
En los casos de Lupe y Daniela, el docente es una figura ambivalente, que aparece como un factor de protección, pero también de riesgo. En esta última faceta, puede ser el perpetrador directo de la violencia, o identificar el riesgo, pero abstenerse de defender a las víctimas por temor a enfrentarse al conflicto.
En ambos casos, se muestra la ambigüedad del rol docente ante la violencia. En el de Daniela, ella fue golpeada por su docente de primer a quinto grado de primaria, razón por la cual estuvo a punto de desertar de la escuela. En el nivel institucional, la instancia educativa dejó que los padres “negociaran” con el docente el ejercicio de la violencia; así, si ellos estaban de acuerdo con el castigo, el docente tenía carta blanca para aplicarlo. Esta falta de claridad institucional ante la violencia se aprecia también en el caso de Lupe, cuando la profesora se da cuenta de que ella está afrontando violencia psicológica (bullying) por parte de sus compañeros de clase, pero no promueve la participación de los padres ni indaga más sobre la situación familiar con el fin de brindarle soporte. Desde la perspectiva institucional, la actitud ausente de los padres justifica que el docente no actúe o incluso ejerza violencia contra los o las estudiantes.
En la secundaria, la violencia experimentada por ambas adolescentes fue de carácter psicológico y era ejercida principalmente por los pares, quienes las excluyeron de diversas actividades. Tanto Lupe como Daniela buscaron la manera de responder al ataque, pero recibieron el mensaje de que lo mejor era no hacer caso de estas agresiones y, más bien, preocuparse por su rendimiento educativo, con lo cual se minimizaron y silenciaron sus denuncias, y se reforzó el rol tradicional de género.
Lima, 19 de julio de 2019
* Publicado originalmente por GRADE en su boletín Análisis & Propuestas | julio de 2019, N° 42. Reseña el estudio cualitativo de Vanessa Rojas, investigadora de GRADE, con información de Niños del Milenio. Disponible aquí.