Fernando Llanos Masciotti | EDUCACCIÓN
Saco la carga de lapicero Bic y meto un papelito al tubito para dispararle al enemigo tres carpetas más adelante, a la izquierda. Tarde: me cae uno en la nuca y muero. Y ensalivado, además. O sea, veneno. Así que tengo que morir echando espuma por la boca. Atrás juegan chapita al hoyo y al fondo, están discutiendo las chicas populares por, quizás, quién es la más popular o quién es más amiga de quién.
La profesora no ha venido y todos hacemos una bulla de los mil demonios. Como debe ser cuando tienes nueve, diez años. “¡La directora!”, grita alguien. Cruza el patio. Imponente y firme, como si se deslizara, pero rauda. Todos guardan silencio absolutamente zen. Nos paramos. Saludamos.
¿Cómo está tu abuelito?, pregunta. Y es a mí. Bien, señorita. Ya salió del hospital. Muchos le temen, pero también la adoran. ¿Y tu mamá, Claudia? Mañana llega de viaje, señorita. Como que te sientes importante de que vaya a tu salón. No se aparece así nomás la señorita Irma. Es la directora del mejor colegito de Santa Beatriz y del mundo. Nos saca a leer. Disfruta escuchándonos. Se pasa la hora. A veces leemos mal, pero no importa. Ya leerán mejor, dice. Pareciera que estamos frente a un gurú, un ser iluminado o algo así. No se molesta nunca. Pareciera incluso que le gustara que las profesoras falten. Ese par de veces al año que entra a tu salón son días especiales.
Los otros son los días de actuación o de entrega de medallas. Mi colegio lo echaron abajo hace algunos años y en el 2013, moría la señorita Irma en un albergue para ancianos. Una sola vez en mi vida gané esa medalla en algún trimestre por buenas notas o algo así. La daban un viernes y había que devolverla el lunes. Así que ya se imaginan. Hasta en el baño.
Hoy día se la quiero poner a mi mejor profesora de primaria, por esas cuantas veces que entró a mi salón y a mi vida.
Lima, 19 de julio de 2019