Edición 55

Innovaciones en educación: cambio de rumbo

Una convocatoria que no termina en un premio y una foto, sino que abre un proceso acompañado de maduración de experiencias pedagógicas promisorias, no tiene precedentes en el país

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Luis Guerrero Ortiz | EDUCACCIÓN

El 1° de octubre de 1908, el mundo pudo asombrarse con el primer automóvil producido en serie. Se trataba del Ford T, producido por la Ford Motor Company, que puso este tipo de vehículo –hasta entonces sumamente costoso por su compleja fabricación– al alcance de todos, y lo hizo al increíble precio de 800 dólares. Se considera a Henry Ford como un innovador por haber utilizado el concepto de la cadena de montaje en la fabricación de autos a gran escala. Sin embargo, lo que motivó a Ford a idear un sistema como este no fue su deseo de producir una innovación que revolucione la industria, sino simplemente el de resolver un problema: los productores de la zona rural en la Norteamérica de entonces tenían serias dificultades para movilizarse a las ciudades y los automóviles ofertados en el mercado eran inaccesibles para sus ingresos. El Ford T resolvió ese problema. Pero Henry Ford empezó sus intentos seis años antes, ensayando diversas formas de simplificar el modelo de automóvil para facilitar su fabricación.

Luis Pérez-Breva, director fundador del Programa de Innovación del prestigioso Massachusetts Institute of Technology (MIT), nos recuerda que las más destacadas innovaciones en el mundo productivo o social han sido fruto no de la intención expresamente innovadora de sus autores ni de una repentina visión iluminadora, sino simplemente de su afán por resolver un problema[1]. Por lo mismo, tampoco han sido resultado de un plan minuciosamente elaborado al cabo del cual obtuvieron la solución que ya tenían prevista desde el inicio, sino producto de variadas búsquedas e intuiciones, de un largo proceso de ensayo error. Examinemos brevemente estas afirmaciones, que son cosecha de la experiencia.

Las tres lecciones aprendidas

Una primera lección, de gran importancia, es que no se empieza a idear una solución con la anticipada pretensión de que sea original, disruptiva, única y sin precedentes, pues eso es algo que se juzga después, es decir, al final, cuando una de las soluciones ensayadas funciona y el problema se resuelve. Lo que es verdad es que hay una búsqueda de algo distinto a la manera de afrontarlo que se encuentra normalizada.

En el caso de Ford, el problema del transporte a través de vehículos motorizados estaba resuelto, porque ya estaban inventados y a la venta. Ford visualiza un nuevo problema: cómo hacerlos accesibles a gente que lo necesita como herramienta de trabajo, pero que no puede pagarlos. Eso exigía imaginar un auto más simple y una manera más fácil de producirlo. No lo animaba la preocupación de que su idea sea original, solo quería que fuese más sencilla. Y, de hecho, la noción de cadena de montaje no la crea él sino Frederick Taylor durante la segunda mitad del siglo XIX y ya la venía ensayando Ransom Olds a inicios del siglo XX. Ford toma el concepto, lo mejora y lo desarrolla logrando hacerla mucho más eficaz. Si él hubiese iniciado su búsqueda con la obligación de ser absolutamente original, no hubiera adoptado esta idea.

Modelo Ford T producido en serie. Foto: Ford Microcoches

Una segunda lección, consiste en enfocarse en el problema. Quien aspire a crear una solución distinta y mejor, necesita ante todo volverse un experto en el problema. No dice que deba serlo necesariamente antes de empezar la búsqueda de una solución, pero sí que debe ir profundizando en él conforme avanza en esa búsqueda y en el ensayo de las alternativas posibles. Lo común es que cuando la solución llega, el conocimiento del problema ha aumentado tanto que hasta puede formularse de una manera distinta o mucho más precisa.

En el caso de Henry Ford, su búsqueda de un auto de bajo costo más accesible a la mayoría de la gente estuvo plagada de múltiples ensayos fallidos. Su primer «cuatriciclo» no funcionó, los siguientes prototipos subsanaban errores anteriores, pero les aparecían defectos de otra naturaleza. Esas experiencias hicieron que Ford fuera conociendo mejor los detalles del problema que representaba construir un modelo eficiente, sencillo y barato. Para facilitar este proceso es que Pérez-Breva aconseja formular el problema inicial en base a tres criterios: primero, debe ser posible imaginar una o más soluciones posibles; segundo, debe poder describirse claramente qué exactamente es lo que la solución debe obtener como resultado; tercero, debe haber diferentes maneras de verificar si la solución funcionó o no. El planteamiento de Ford cumplía los tres requisitos.

Una tercera lección tiene que ver con lo que Pérez-Breva llama «linealidad». Él sostiene que ninguna innovación relevante ha sido producto de un proceso ordenado y lineal, sistemático y secuencial, al cabo de cuyos rigurosos pasos se obtiene el producto innovador.  Cada historia que está detrás de las innovaciones, sea en el campo productivo o social, es una historia de indagaciones y tanteos, de fracasos y reintentos tenaces, de ensayo y error.

Esto no quiere decir que carezca de sentido formular un proyecto, sino que la primera piedra del proceso no es un plan sino una intuición y una búsqueda, seguida de una cadena de ensayos que nos permite ir aclarando en el camino tanto el problema que queremos resolver, como el tipo de solución que podemos construir. El proyecto viene después. Para decirlo en sus propias palabras, «dar a tu presentimiento la estructura de un problema te protege de caer en la trampa[2]… La caracterización de las innovaciones en función de los problemas que estas innovaciones resuelven hace que innovar se asemeje a un método de resolución de problemas, donde problema y solución se descubren como parte del proceso».

Eficacia, ante todo

El 16 de mayo de 1960, el físico Theodore Maiman logró por primera vez concentrar la luz de una lámpara de flash de alta potencia –una lámpara capaz de emitir un intenso destello luminoso mediante una descarga eléctrica de alto voltaje– en una varilla hecha de rubí. Para hacerlo, utilizó objetos que estaban a su alcance: los rubíes los compró en una joyería y los mandó tallar, el flash lo adquirió en una tienda de artículos fotográficos, y el procedimiento que empleó fue uno mecánico muy sencillo. De este modo, el doctor Maiman había inventado el láser, un rayo de luz amplificada portador de una extremadamente intensa concentración de energía. Su intención no fue innovar nada, sino demostrar que en esto, Einstein también tuvo razón.

Pérez-Breva sostiene que las innovaciones suelen considerarse tales a posteriori e incluso luego de un tiempo en que los interesados toman conocimiento de la solución y empiezan a aplicarla. Este es el caso. Años después de su creación, el láser se valoraría como una innovación por su extraordinaria utilidad en el campo de la medicina, la electrónica, la industria y la investigación científica. Recordemos que hasta en el cine, en la Guerra de las Galaxias, el arma más poderosa de los caballeros Jedi, capaz de partir al adversario por la mitad, eran las «espadas laser».

El primer láser de Maiman, desmontado entre sus manos, en una imagen de 1987. Se puede observar el flash en forma de espiral, y a la derecha, el cristal cilíndrico de rubí. Foto: Hughes Research Laboratories

En otras palabras, las innovaciones se valoran socialmente no por la novedad de los dispositivos que se crean ni por su diseño creativo ni por la cantidad de personas involucradas en su producción, sino porque resuelven problemas. Precisamente por eso, son consideradas como tales solo cuando la gente las emplea y comprueba que, en efecto, son una llave que abre puertas hasta entonces cerradas con candado.

Innovar en educación

Desde estas premisas, cabe preguntarse cuál es la mejor manera de abordar seriamente las innovaciones en educación. Como se ha dicho en oportunidades anteriores, nos hemos mal acostumbrado en el país a utilizar la palabra innovación como un adjetivo cariñoso para nombrar cualquier mejora llamativa y aparentemente novedosa en la práctica docente. Hemos creado así la falsa ilusión de que la innovación puede ser un fenómeno masivo y que podemos contar sin dificultad con una legión de cientos o miles de docentes innovadores, como no ocurre en ningún país del mundo, ni siquiera en los más desarrollados.

Hemos partido, además, por asumir que la innovación educativa es una idea predefinida, resultado directo de un proceso lineal de planificación sistemática que cumple determinados requisitos. Y que al cabo del proceso diseñado no solo tendríamos lista la innovación, sino que ya podríamos pasar enseguida a dar el paso de difundirla, institucionalizarla y generalizarla. Es decir, exactamente lo contrario de los que nos dice el experto del MIT, con fundamento en la historia y en la experiencia.

La virtud de los concursos organizados por el Ministerio de Educación y particularmente el FONDEP en los últimos diez años es que induce a los maestros a diseñar proyectos pedagógicos, una modalidad didáctica en general desusada en las escuelas, pese a ser la más recomendable para desarrollar competencias en los estudiantes. Si algo necesitamos institucionalizar es, precisamente, el trabajo por proyectos, en vez de absolutizar los micro talleres de 90 minutos que se han generalizado en el país como la única forma de enseñar y aprender.

No obstante, lo que Luis Pérez-Breva revela nos lleva a cuestionarnos si la producción de una innovación debe ser un objetivo definido de esos proyectos o si el foco de tales proyectos debiera ser más bien la solución de problemas. De problemas relacionados sobre todo a los desafíos que representa para los estudiantes desarrollar competencias, es decir, aprender a razonar, colaborar y tomar decisiones con autonomía mientras se hace uso de saberes específicos para afrontar retos. En ese esfuerzo, que puede estar salpicado de éxitos y fracasos, se puede ir aumentando nuestra comprensión de los problemas que supone lograr esta clase de aprendizaje y afinando las estrategias pedagógicas que nos permitan asegurar esos resultados en todos los estudiantes, teniendo en cuenta su diversidad.

Ese mismo esfuerzo puede producir soluciones eficaces que reflejen, sencillamente, la mayor habilidad ganada por el docente en el manejo de los procesos didácticos que corresponden a la pedagogía de proyectos, lo que situaría la experiencia en el terreno de las buenas prácticas y sería una gran noticia. O puede, de pronto, producir soluciones que se juzguen después como innovaciones, es decir, como alternativas disruptivas, más efectivas que los procesos conocidos para abordar los mismos problemas.

En esa perspectiva, el FONDEP ha dado un paso adelante que no puede pasar inadvertido. En su reciente Concurso Nacional de Proyectos de Innovación Educativa, han sido seleccionados cincuenta proyectos no necesariamente innovadores en sentido estricto, pero que están bien concebidos y cuyo potencial pedagógico podría abrir más adelante las puertas a la innovación, al menos en algunos casos. Esta selección ha obedecido a la intención expresa de acompañar estas experiencias, de ponerlas en contacto entre sí para facilitar el interaprendizaje, de someterlas a juicio de expertos y de retroalimentarlas continuamente a fin de ayudarlas a evolucionar. En este proceso, equivocarse estará permitido, lo que estará prohibido es no aprender de los errores. El resultado, luego de un tiempo, puede ser una innovación o puede ser un proyecto pedagógico modelo, magistralmente conducido.

El reconocimiento de una buena práctica necesita ser el punto de inicio y no el de culminación del esfuerzo por mejorar y aún del esfuerzo por llegar más lejos. Foto: UGEL 2

Esto es nuevo. Una convocatoria que no termina en un premio, una felicitación y una foto o un desembolso ciego de recursos, sino que abre más bien un proceso de desarrollo y maduración de experiencias, y que conforma además una comunidad de buenas prácticas, no tiene precedentes en el país. Ese es el camino: identificar buenas prácticas, fomentar buenas prácticas, conectar buenas prácticas, acompañar buenas prácticas, difundir buenas prácticas.

Lo que necesitamos ahora es ir modificando el mal hábito de obsequiar el apelativo de innovadora a cualquier práctica que represente un avance objetivo en el afán de superación profesional de los docentes. También necesitamos vencer la tentación de montar al corto plazo una vitrina con decenas de miles de maestros supuestamente innovadores, pues una burbuja como esa reventará con estruendo cuando se les pida rendir cuentas con evidencias de sus aparentes innovaciones.

Pavarotti fue un tenor maravilloso, interpretando canciones que él jamás compuso. Neil Armstrong pasó a la historia como el primer hombre que pisó la luna, conduciendo de ida y vuelta una asombrosa nave espacial que él no diseñó. Ringo Starr fue considerado uno de los mejores bateristas de todos los tiempos sin que hubiera compuesto una sola de las canciones que llevaran a la fama a Los Beatles, sino hasta después de ocho años de formada la banda. Varias tiendas de moda en Barcelona le deben su éxito a la forma de vestir de las chicas que se pasean por la emblemática Rambla, pues sus diseñadores suelen sentarse a observarlas para imitar después los estilos más originales.

Quizás debamos repetir cien veces: no se requiere ser un innovador para ser un maestro extraordinario, y no ser innovador no es un demérito.

Tener una comunidad de buenas prácticas constantemente acompañada y asistida ya sería un paso fabuloso en el objetivo de fortalecer la profesionalidad de la docencia, por lo que sería muy productivo asociar esta iniciativa a las políticas nacionales de formación docente. De paso, sería el mejor caldo de cultivo de posibles innovaciones.

Como dice Pérez-Breva, las innovaciones suelen reconocerse como tales después de haberse creado y probado, sin que el esfuerzo de sus autores haya sido guiado por la intención de producirlas, sino solo de resolver un problema. Además, después de muchos ensayos, donde el error constituyó una estupenda fuente de aprendizajes y el requisito necesario para que las soluciones inicialmente ideadas puedan evolucionar. Por ese camino estamos empezando a andar como país, nos toca ahora mantenernos firmes en la ruta.

Lima, 06 de enero de 2019

NOTAS

[1] Pérez-Breva, Luis (2018), Innovar: Un manifiesto de acción. Barcelona, Editorial Deusto.
[2] La trampa de creer que la innovación es algo predefinido y que al cabo de una secuencia lineal de pasos estará lista y que, además, será igual a como la concebimos antes de empezar.

Luis Guerrero Ortiz
Docente, graduado en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), con estudios completos de maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado de Chile, y posgrados en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL), Periodismo Narrativo y Escritura Creativa (Escuela de Periodismo Portátil de Buenos Aires). Ha sido profesor principal en el Instituto para la Calidad de la PUCP y consultor de UNESCO en políticas de formación docente. Socio fundador de ENACCION y de Foro Educativo. Ha sido consultor de GRADE (Proyecto FORGE) y asesor pedagógico en el Ministerio de Educación (Despacho del Ministro) entre el 2001-2002 y el 2010-2013. Ha sido asesor en la Oficina de Educación de UNICEF y el Consejo Nacional de Educación; profesor principal de la Escuela de Directores y Gestión Educativa de IPAE; ha sido docente de posgrado en la Universidad Católica y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Es miembro del Consejo Consultivo de Enseña Perú. Escribe ficción en su blog El río de Parménides.