Luis Guerrero Ortiz | EDUCACCIÓN
Mientras más lo pienso, más me parece que el recurrido concepto «implementación curricular», asumido sin mayor reflexión, nos puede estar induciendo al error. Cuando hablamos de implementar el currículo, partimos espontáneamente de la premisa de que puede (y debe) aplicarse en toda su extensión. Hemos pensado en la gradualidad, sí, pero no en término de aspectos más accesibles a las posibilidades de los docentes en una primera etapa, sino de cobertura: empezar con inicial, continuar con primaria y terminar con secundaria. Detengámonos por un momento a revisar tal premisa.
Hay preguntas que quizás nunca nos hemos hecho, no al menos abiertamente, pero a tres años de su promulgación, ¿es realista creer que nuestros docentes pueden poner en práctica absolutamente todo el currículo en el nivel deseable de desempeño pedagógico? ¿En plazo corto? ¿Hemos imaginado acaso cuáles podrían ser los primeros pasos? ¿Hemos estimado qué demandas del currículo podrían serles más difíciles de manejar y cuáles más fáciles?
Antes de intentar responder, es bueno recordar dos cosas.
La primera: La reforma curricular que se inicia a mediados de los años 90 nació con la pretensión de que el docente haga todo lo correcto desde el saque para enseñar los nuevos contenidos, que eran competencias y ya no datos ni conceptos. Es verdad que, por entonces, la fórmula que se imaginó era extremadamente simple: planificación curricular, métodos activos y materiales educativos. Demás está decir que esa triada nunca funcionó pues la gran mayoría de docentes continuó con la enseñanza frontal y memorista. Esto no fue obstáculo para la subsistencia de una legión de fanáticos de ese mismo credo. Se volvió sentido común en amplios sectores que la implementación del currículo era algo simple: planificación curricular, didácticas activas y cuadernos de trabajo para el alumno.
La segunda: El DCN instaló a lo largo de una década el mal hábito de fragmentar la competencia en tres partes y enseñarlas por separado, sesgándose en los hechos, obviamente, hacia la parte de los contenidos, que siempre fue nuestra zona de confort. Esta manera de manejar el currículo calzaba perfectamente con la costumbre de fragmentar y dosificar a la que nos acostumbró el currículo por objetivos. Y, de hecho, el DCN fue manejado por muchos docentes como si se tratara de un currículo por objetivos, donde las competencias eran solo objetivos generales orientadores, y donde lo concreto que se programaba y enseñaba eran los contenidos. Todos contentos.
El Currículo Nacional del 2016 nace con la intención de corregir esos equívocos.
Sin duda, con el Currículo Nacional las competencias vuelven a ser ya no la simple suma de saberes (conocimientos, capacidades y actitudes), sino la habilidad para afrontar y resolver toda clase de situaciones haciendo uso de esos saberes. Las didácticas dejaron de ser simples recetas que se aplican de manera ciega para ver si el azar nos da una mano y provoca algún aprendizaje, para convertirse en procesos necesitados de ser hábilmente conducidos por el docente, capaces de hacer reflexionar a los estudiantes e inducirlos a producir ideas. Pero eso contravenía las costumbres y cambiaba radicalmente el libreto de la enseñanza. ¿Iba ser fácil desaprender una manera distorsionada de hacer las cosas en el aula y adoptar otra literalmente opuesta?
La ansiedad por encontrar una respuesta efectiva a esa pegunta nos hizo dar un traspiés. Si las Rutas de Aprendizaje aportaron ideas prácticas para aumentar el repertorio didáctico de los docentes, lo que fue bien recibido por ellos, la angustia por aumentar la velocidad del cambio nos llevó a producir en cantidades industriales recetarios de clases ya hechas, listas para aplicar. Y, por supuesto, los agentes del sistema multiplicaron esfuerzos por todo el país para controlar el uso estricto y literal de estas sesiones, calcen o no con las necesidades de los estudiantes en sus distintas realidades, tengan o no los docentes las capacidades pedagógicas para conducir el tipo de procesos que se describían allí. Por suerte, este virus pudo contenerse, aunque sus secuelas siguen siendo visibles.
Ahora estamos en otro escenario. El Monitoreo de Prácticas Escolares, implementado desde hace pocos años por la Oficina de Seguimiento y Evaluación Estratégica (OSEE) del Ministerio de Educación, ha dado notoriedad a cuatro prácticas simples pero decisivas para la enseñanza que hoy se demanda a las escuelas: las que incentivan el razonamiento de los estudiantes, las que ofrecen retroalimentación a sus aciertos y errores, las que los invitan a participar de la clase y las que hacen buen manejo del comportamiento en el aula. Gracias a los datos que ha podido recoger de las aulas en diversas regiones del país, ahora sabemos que la mayoría de docentes, lamentablemente, no está en eso.
Un camino de mil millas empieza son un solo paso
¿Es todo lo que necesitan saber hacer los docentes para implementar todo el currículo? Obviamente no. La exigencia es más alta. Repasemos si no las nueve competencias del Marco de Buen Desempeño Docente. ¿Son suficientemente útiles como primeros pasos hacia un modelo de enseñanza orientado al desarrollo de competencias? En lo personal, no tengo ninguna duda que sí, aunque no será fácil mover a la mayoría hacia este primer peldaño.
Me explico. Desarrollar competencias requiere necesariamente el uso de didácticas de carácter inductivo e interactivo, sea cual fuere su secuencia y su correspondencia a una u otra área curricular. Esto requiere de un docente capaz de inducir reflexión a partir de una experiencia real, que sea además retadora para los estudiantes, que les provoque pensar posibles explicaciones y alternativas. Allí entra el pensamiento crítico. Pero ese proceso es sobre todo grupal, por lo que deben aprender a escucharse, a proponer y a colaborar entre sí más allá de sus diferencias. Allí entra el manejo del comportamiento y la participación. Este proceso, necesita, además, la mediación del profesor, pues los estudiantes necesitan ayuda para mirarse a sí mismos y reflexionar sobre su propio quehacer para detectar aciertos y errores. Allí entra la retroalimentación.
Si elegimos empezar o recomenzar por esas cuatro prácticas, tendríamos que considerar dos cosas:
En primer lugar, el terreno no estará libre de obstáculos. Para instalar el hábito de propiciar el pensamiento crítico en el aula, tendremos que derrotar el hábito de propiciar el pensamiento convergente, la repetición irreflexiva, el estímulo a la condescendencia. Para instalar un clima que propicie el involucramiento activo de los estudiantes, tendremos que derrotar el hábito de propiciar más bien la dependencia obediente del adulto. Para instalar el hábito de una retroalimentación formativa a los esfuerzos de los alumnos, tendremos que derrotar el hábito de una evaluación punitiva, cuyos criterios son un misterio indescifrable que solo habita en la cabeza de cada profesor. No se trata, como en el pasado, de ignorar que estos saberes previos existen y de construir sobre ellos una perspectiva distinta, pues la experiencia ya nos ha demostrado que esa es una mezcla mortal para el estudiante.
En segundo lugar, las cosas no son todo o nada. Es verdad, esas cuatro prácticas son insuficientes para implementar todo el currículo en el marco de sus orientaciones pedagógicas. Pero si nos detenemos a pensar en los prerrequisitos de cada una, nos vamos a dar cuenta que llegar a hacer eso, eso no más, no será fácil para quienes han estado habituados por años a hacer lo contrario. Para estimular el pensamiento crítico, por ejemplo, el docente tiene que aprender a utilizar la pregunta como una herramienta pedagógica desde una perspectiva mayéutica. Tiene, además, que aprender a gestionar las respuestas de sus estudiantes para propiciar diálogo y debate en conexión con la clase. Tiene que mostrar paciencia, empatía, asertividad. Tiene que subordinar el tiempo previsto en su programación, a la calidad de la reflexión que logra suscitar en el aula.
La paciencia es árbol de raíz amarga pero de frutos dulces (proverbio persa)
¿Podemos hacérselo más difícil al docente? Claro que sí. Agreguemos a la frase «pensamiento crítico» el adjetivo de «complejo» y, además, «creativo». Tanto el pensamiento complejo como el creativo, muy necesarios sin duda, suponen exigencias adicionales a las habilidades docentes. Si queremos embotarlo y aturdirlo, pidámosle todo eso junto. Si queremos ayudarlo a avanzar a su zona de desarrollo próximo sin empujarlo, veamos primero qué tiene previamente consolidado y qué no.
Volvamos a las preguntas del inicio: ¿es realista creer que nuestros docentes pueden poner en práctica absolutamente todo el currículo en el nivel deseable de desempeño pedagógico? ¿En cuánto tiempo? ¿Hemos imaginado cuáles podrían ser los primeros pasos? ¿Hemos estimado qué demandas del currículo podrían serles más difíciles de manejar y cuáles más fáciles?
El currículo es un objeto complejo y exigente, como debe de ser, pues su función es jalar hacia arriba las expectativas de logro de los estudiantes y ponerlas a la altura de lo que la época demanda. Si lo analizamos, veremos que la brecha entre las prácticas que se requieren para enseñarlo y las prácticas realmente existentes no solo son grandes, sino que tienen distintas dimensiones según la naturaleza de cada área y competencia.
Es el caso, por ejemplo, de la evaluación formativa. Activarla va más allá de sustituir la escala de calificación numérica por la literal. Es cambiar el foco de la evaluación de contenidos a habilidades, es aprender a observar y juzgar los progresos de cada alumno en el contexto de sus antecedentes, es saber dar retroalimentación a tiempo y de manera empática. Nada de eso se nos enseñó en los años que nos formamos como maestros, pero tenemos que aprenderlo ahora. Y hay quienes tienen toda la apertura necesaria para hacerlo, mientras hay otros que no tienen ninguna. Es por eso que resulta inútil insistir en estrategias de implementación homogéneas, como si el piso de inicio estuviera parejo y el camino despejado.
¿Cuán extendidas y cuán enraizadas están en cada escuela y territorio las prácticas contrarias a las cuatro que podríamos priorizar? ¿Cuán presentes ya están esas cuatro prácticas y en qué medida? Sin esas respuestas, no podremos saber la magnitud de los obstáculos a superar ni la dimensión de nuestros puntos de apoyo. Recordemos que las prácticas que deben ser desaprendidas hunden raíces en antiguos hábitos y creencias, cuyo eventual abandono suscita temores e inseguridades, más aún en contextos donde los directivos de su escuela no tienen liderazgo en el terreno pedagógico ni están realmente comprometidos con el aprendizaje. Peor aún en contextos donde las UGEL presionan en sentido contrario, basándose en malas interpretaciones de las demandas curriculares o en sus propias convicciones, más allá de lo que en verdad se necesite para propiciar competencias en los estudiantes.
La prisa es enemiga de cualquier afán por poner seriamente en práctica un currículo como el que tenemos. Lo es también la ilusión de poder hacer avanzar a un país entero hacia las mismas metas en el mismo plazo, más aún en el plazo más corto posible. En un pasaje de la célebre película dirigida por John Avildsen, Daniel San le reprochó al maestro Miyagi haberlo comprometido a un torno con un rival mejor preparado que él, argumentando que de Karate solo sabía aún pocas cosas. La respuesta de su Sensei fue muy sencilla: Pero lo poco que sabes, lo sabes bien.
Lima, 10 de febrero de 2020