EDITORIAL
Hace algunos años, en un colegio público de Lima, todos los estudiantes de cuarto de secundaria sacaron 20 en un examen de geografía. El profesor del área se sentía satisfecho. Lo que no sabía es que sus exalumnos, por entonces ya en quinto grado, les habían pasado el examen resuelto con las respuestas correctas. ¿Cómo pudo ser eso posible? A diferencia de Cava, el personaje de la novela La Ciudad y los Perros, de Mario Vargas Llosa, que se introdujo subrepticiamente en la sala donde se guardaba celosamente el examen de química, ningún estudiante tuvo necesidad de robar las respuestas a este examen. El profesor tomaba la misma prueba todos los años. Pero lo más grave quizás iba más allá de eso, pues con ese tipo de prueba, aún el 20 lo dejaba ciego respecto a las verdaderas habilidades de sus alumnos para, por ejemplo, explicar las dinámicas y las transformaciones de nuestro espacio geográfico, para distinguir sus elementos naturales y sociales o para manejar distintas fuentes de información, como pide el currículo.
Para nadie es un secreto que el sistema de calificación numérico en las escuelas ha estado toda la vida asociado a una evaluación enfocada en el recuerdo y la repetición. Repasemos nuestra infancia. Nunca fue necesario que uno entienda. Nunca fue importante saber si uno estaba o no de acuerdo con lo que nos decía el maestro, si teníamos una idea distinta, una información que contradecía la que nos presentaban o alguna duda razonable. Lo único que verdaderamente importaba era que pusiéramos en el papel las mismas palabras que escuchamos en clase o que leímos en el libro escolar. Si lo hacíamos así, llevábamos un 20 a casa. No aprendíamos nada. Lo que retuvimos en la memoria para rendir la prueba, lo olvidaríamos pronto. Igual que los alumnos de aquel profesor de geografía. Pero, a decir verdad, ¿a quién le importaba eso? El 20 era suficiente motivo de orgullo familiar.
Pero había algo más. Si confundir el aprendizaje con el recuerdo ya era un grave error del que aún nos cuesta salir, un examen bien respondido a la medida del profesor podía ver rebajado su 20 a un 05. ¿De qué dependía? Lo sabemos bien porque lo hemos vivido en carne propia. No tener al día el cuaderno, 2 puntos menos. No haber hecho la tarea, 3 puntos menos. Tener varios errores ortográficos, 3 puntos menos. Llegar tarde varias veces, 2 puntos menos. Alegarle al profesor por alguna recriminación que nos pareció injusta, 5 puntos menos. Todos esos descuentos suman quince, restados de 20 nos da 05.
¿Reflejaba esa nota cuánto sabía el alumno del curso? Claro que no, no tenían ninguna relación con su rendimiento. ¿Estábamos advertidos del criterio que usaría el profesor para calificar? No, ni nosotros ni nadie. ¿Usaban todos los profesores el mismo criterio? No, cada quien manejaba los suyos. Peor aún, podían inventárselos sobre la marcha y podía usarlos con algunos, pero elegir otros distintos con otros alumnos. Y no vamos a hablar de los «descuentos» que podían sufrir los hijos de los padres de familia que habían hecho un reclamo al profesor y que le habían ocasionado un fuerte disgusto.
Esta forma de evaluar los aprendizajes pertenece al pasado y son numerosos los países que la han abandonado hace muchos años. En el Perú, dimos los primeros tímidos pasos en esa perspectiva a fines de la década de los noventa, introduciendo un sistema de calificación basado en letras y no en números para evaluar, ya no el recuerdo de frases y datos, sino competencias. Tímidos porque se temía que los profesores no estuvieran listos para cambiar su tradicional enfoque de la evaluación por un sistema distinto. Eran los albores de la reforma curricular que recorrió el planeta, ad portas del S. XXI.
A inicios del 2019, el Ministerio de Educación dio un paso más. Promulgó una Norma Técnica que reorientaba el proceso de evaluación de los aprendizajes en una perspectiva formativa, y que invitaba a poner el ojo en las habilidades de los estudiantes para hacer uso creativo de los conocimientos en la solución de problemas, antes que en su repetición mecánica e irreflexiva. Es decir, aterrizaba en orientaciones prácticas el enfoque formativo de la evaluación del actual currículo escolar. Hace unos días, se ha publicado en consulta una versión mejorada de esa misma norma, recogiendo la experiencia de aplicación del año pasado en voces de maestros, formadores, padres y autoridades de todo el país.
Esta propuesta derriba viejos mitos, por lo que no faltarán quienes se rasguen las vestiduras y saquen las pistolas para oponerse. Por ejemplo, plantea que la promoción de grado no dependa solo de la capacidad para leer y multiplicar del estudiante, sino de que pueda demostrar habilidad en otras áreas, por ejemplo, en las que tenga más interés. El mito que cae es la idea de que basta saber leer y hacer operaciones matemáticas para que nos vaya bien en la vida y de que todos tienen el deber moral de lograr el más alto nivel de logro en absolutamente todas las áreas del currículo, como si no existieran diferencias de aptitudes e intereses entre los seres humanos. Como diría León Gieco, la tradición escolar en evaluación es un monstruo grande y pisa fuerte. Pero ahora está herido. Si no aprovechamos la oportunidad y sumamos fuerzas a favor del cambio, quedaremos entrampados entre un currículo que mira al siglo XXI y un sistema de evaluación que le sigue coqueteando al siglo XIX.
Lima, 10 de febrero de 2020
COMITÉ EDITORIAL