No es un lugar para vivir: los Andes en el cine peruano

Print Friendly, PDF & Email

Mónica Delgado

En Sigo Siendo (2013), el reciente trabajo de Javier Corcuera, aparece un grupo de músicos en diversas zonas del país, donde van presentando en episodios que corresponden a las tras zonas geográficas más representativas, las motivaciones que los impulsa a seguir haciendo música en contextos adversos y diversos. Una maestra shipiba en medio de una laguna en plena selva, bailarines zapateadores costeños a ritmo de violines andinos, y unos arpistas y charanguistas que retornan a la tierra original en la sierra. El punto es que si bien se ha expresado que Sigo Siendo es un filme sobre el retorno, es más bien una película sobre un regreso y varias nostalgias, donde hay espacio para insertar diversas voces que ponen en evidencia talentos teniendo como telón de fondo parajes típicos de lo nacional. En una secuencia se ve a uno de los protagonistas volver al hogar materno en Ayacucho, para remediar el pasado y para confirmar que se trata de un lugar hostil, donde solo cabe esperar a la muerte. La anciana madre afirma en una escena que apenas la tierra da frutos y que estar allí es casi una resignación.

Como pasa en Sigo Siendo, lo rural en el cine peruano de ficción ha devenido con los años en un espacio paradigmático de lo estático, es decir el territorio donde los personajes no avanzan o se deterioran; el espacio que invita a la huida hacia una opción que refleje la modernidad y el progreso: la ciudad. Si bien los imaginarios rurales y andinos que se representan en una serie de filmes peruanos desde las década del 60 hasta la actualidad proponen un entorno sincrético cultural, como sucede en Kukuli (1961) de Luis Figueroa o en Madeinusa (2004) de Claudia Llosa, la dicotomía de rural-urbano siempre es permeable. No existen mundos cerrados. Sin embargo, pareciera que una premisa triunfara sobre las demás, a pesar de la sublimación por lo andino o por la crítica a las condiciones en las que se suele vivir allí: los Andes no son un lugar para vivir.

Por ejemplo, ¿qué han tratado de decir los cineastas de Kukuli (1960) y Madeinusa (2006) sobre lo rural? Ambas son cintas filmadas en la sierra peruana, en distintas épocas y contextos, con historias en entornos de campo claramente delimitados, mostrando a su manera un paisaje social a través de espacios autónomos y que de alguna manera producen imágenes, significados, ideologías, y por ende, representaciones que han ido calando un imaginario permanente de la sierra, donde sus habitantes no se pueden salir o evadir. Hay una concepción fílmica que repite una idea del Ande que no se desmitifica con el curso del tiempo.

El cine, como constructor de subjetividades y de realidades sociales, también ha configurado modos de ver y representar lo rural, desde el afuera (desde cineastas que viven en Lima sobre todo), para mostrar determinados escenarios, habitantes, fiestas y tradiciones selectos que se vuelven la parte por el todo. La toma de una montaña es igual a todo el Ande, así como un panorámico de un río da cuenta de toda la Amazonía. De esta manera, se han develado paisajes, pero también representaciones dominantes sobre la vida en el campo en diversas películas: si a comienzos del siglo XX el eje del poder lo tenían los latifundistas o hacendados (Los perros hambrientos, 1977), a inicios de este siglo, el cine peruano muestra ausencias y otros mecanismos de control: las autoridades electas, los terroristas, el Estado centralista.

En el cine peruano, lo rural se convierte en determinante para la fatalidad de las historias que se narran. Vivir en el campo no es solo motivo de nostalgia como en Sigo Siendo, en todo caso lo es para aquel que nunca vivió en ella: el estigma de la guerra interna vivida en los ochenta, la depredación de la vida natural, el narcotráfico, la supervivencia del agro en terrenos poco fértiles, los desastres naturales, impulsan a la migración o la desaparición. Los diversos filmes de ficción que mencionaremos más adelante señalan al Ande, por ejemplo, como lugar para exotizar, sí, de postal, pero también para hacerlo telón de fondo de relatos de imposibilidades.

Diversas películas peruanas han establecido desde comienzos de los años veinte una idea de lo rural frente a una polaridad: la urbe. La vida en el campo se enlaza con la concepción del paisaje visto como un valor adicional frente al crecimiento urbano, es un “plus” al que hay que mirar con ojo de nostalgia, frente al desierto limeño, sin montañas ni verdor. Lo rural, así, tiene la ventaja del paisaje, que se exotiza y se oferta. Pero también el cine ha ayudado a proponerlo como entorno mítico, donde las tradiciones ancestrales y sagradas aún tienen un espacio de supervivencia y lucimiento. Pero lo mencionado no resulta un problema si es que lo rural no terminara viéndose como caduco, listo para abandonar.

Climas (2014) de Enrica Pérez, que como en Sigo Siendo, también se divide a tres episodios que remiten a los espacios paradigmáticos de la geografía peruana, a pesar que la diversidad territorial real agota esta visión tripartida de costa, sierra y selva. Y en el episodio de la sierra se le agrega una cuota de “lo social” que no tienen los pasajes filmados en la selva o en la costa de Lima, ya que tienen un trasfondo más intimista sobre la condición del ser mujer, que es la intención central de la cineasta. Y esta cuota de lo social se refiere a un tema de envilecimiento que no tienen los dos climas mencionados: la llegada del hijo ladrón que irrumpe para trastocar la tranquilidad de la madre solitaria; frente al enamoramiento de una púber con su tío en Loreto, y el de la mujer de clase alta limeña, que perdió un hijo y se resiste a abandonar el luto. Nuevamente hay un condicionamiento desde los estereotipos marcados por el territorio: en la selva las mujeres son fogosas, en la costa más racionales y en la sierra, víctimas y madres mártires.

Esta mirada externa sobre el Ande como cobijo del mal tiene un ejemplo en Madeinusa, donde la protagonista se ve inmersa en una normalidad bizarra que un extraño saca a la luz, que implica incesto, linchamientos, y cultos extraños a vista de aquellos que no viven allí (el espectador por supuesto).

El Ande peruano no es el Sertao ni la selva amazónica, ni las estepas de la Patagonia, pero como estos territorios tiene elementos estables e instalados en el sentido común de mirarlo e interpretarlo. Lo rural es verosímil porque permanece dentro de la reiteración de lo conocido, es creíble mientras mantenga los códigos que hacen que el espectador, de las urbes sobre todo, afiance su idea de lo andino o serrano según lo que se le ha sido revelado como “real”.

Este gran imaginario de lo rural en la pantalla grande describe, en muchos casos, escenas de hombres y mujeres con trajes típicos o de uso cotidiano labrando la tierra, fiestas patronales destinadas a renovar los compromisos con el mundo natural, religioso o mítico; pueblos escondidos entre las montañas donde no hace falta expresar más la ausencia del Estado o donde las relaciones humanas de distinta índole pueden reflejarse en un espacio tanto de plenitud (paisajes insólitos, cerros imponentes, ríos en furia) como de aridez (punas desiertas, estepas sin fauna, caseríos divididos por miles de kilómetros).

En los microcosmos mostrados a través del ojo de la cámara de ascendencia urbana, la costa periférica, la sierra andina o la selva marginal peruana se convierten en una zona común con los mismos paradigmas y los mismos códigos de pobreza y exclusión, donde los personajes venidos de las ciudades (ya sea como terroristas, policías, turistas u osos raptores salidos del mito occidental) son los detonantes del drama, los que trastocarán el mundo, los que darán motor a lo que de por sí no tiene vida o decisión propia.

Pero el Ande, más allá de cumplir una función en la puesta en escena como escenario o ambientación, sin identificarlo solamente como un paisaje postal o decorativo, mantiene toda una serie de significaciones que el cine no hace más que destacar o repetir, ya sea para sublimarlo (Indigenismo, código paternalista, el mito del buen salvaje, la utopía del regreso al pasado incaico y comunal, por ejemplo) o para colocarlo dentro de un plano de lógica racional/ irracional frente a una tradición de leyes y saber occidentales (primitivismo, premodernidad, naturalismo).

“A simple vista Chuspi[1] no me pareció ni mejor ni peor que tantos otros pueblitos perdidos que hay en la sierra. La misma tristeza, la misma miseria, el mismo estado de abandono que habíamos visto en todo el camino”. Estas frases extraídas del protagonista de la película La Boca del lobo, de 1988, dirigida por Francisco Lombardi, ambientada cinco años antes en plena guerra interna con Sendero Luminoso, provienen de un soldado, que realiza una misión especial en una zona declarada en emergencia. Si bien las frases denotan la percepción de un contexto específico durante la época del terrorismo, embargan un sentido de normalidad y homogenización: toda la sierra se parece, es igual, pero desde una perspectiva pesimista y de desolación, donde sólo hay valoración desde afuera de su atraso y languidez.

Las películas peruanas ambientadas en espacios rurales han surgido también en base a un juego de significados dicotómicos que en algunos casos se registra de modo implícito en el discurso de directores, críticos y espectadores: moderno/premoderno, ciudad/campo, abierto/cerrado, presente/pasado, culto/inculto, desarrollo/pobreza, masculino/ femenino, aspectos que rastrearemos como categorías a lo largo de esta investigación.

La herencia del Indigenismo literario, como constructor de un referente indígena a través de géneros occidentales como la novela, que “graficó” la oposición entre indios y blancos (terratenientes, latifundistas, gamonales), demandaba una vuelta a las raíces históricas y una revalorización de lo autóctono. Aunque también lo podemos ver como una “visión literaria urbana sobre un asunto rural”[2]. Para completar esta suerte de definición, tal como dijera Antonio Cornejo Polar “…esa búsqueda de la identidad diferencial, tenía que acudir a lo indígena como fuente de creación artística y de reflexión científica e ideológica…”[3]. En el cine, si bien esta recurrencia a lo indígena carece del proyecto social y cultural que propuso el Indigenismo en la primera mitad del siglo XX, los filmes surgidos a partir de la década del sesenta buscan o auscultan esta “identidad diferencial”, como el caso de Kukuli de la Escuela del Cusco, Kuntur wachana de Federico García o Madeinusa de Claudia Llosa pero con objetivos distintos.

Estos filmes sobre lo rural pueden tener diferentes concepciones ideológicas sobre el Ande, pero al final sus representaciones terminan siendo similares, aunque con motivos y características en diferentes niveles. Tanto Kukuli como Madeinusa manejan los mismos imaginarios (con nociones de dominados y dominadores, de atraso y primitivismo), aunque los adeptos del primer filme cuestionen al segundo, y a la inversa. Pero dentro de este proceso que abarca más de cincuenta años, el cine de temática rural se muestra como una utopía, una imposibilidad, tanto dentro de su argumento o fuera de él como proceso de producción, distribución y exhibición.

Si en los sesentas se planteaba que el Ande era un lugar de origen, la vuelta a una suerte de útero cultural, luego de los 2000 es el símbolo de lo que se debe terminar y fusionar en pos de una identidad más acorde con un proyecto universal o multicultural. El Ande por sí solo es una caja vacía.

Notas

[1] Poblado de Ayacucho, cuya fonética remite a Chuschi, uno de las primeras comunidades atacadas por Sendero Luminoso en 1980.

[2] KRISTAL, Efraín. Una visión urbana de los Andes. Génesis y desarrollo del Indigenismo en el Perú: 1848- 1930. Instituto de apoyo agrario. 1991. Pág 12.

[3] CORNEJO POLAR, Antonio. La novela indigenista. Editora Lasontay, Lima, Pág.16. 1994. Pág. 18.

Publicado en noviembre 28, 2014/ Revista digital de cine Desisfilm