Jaime Rodríguez | VICE
Despierto en la misma silla, en un momento entre las tres y las cinco de la madrugada del 20 de marzo. No tengo miedo. El chico que conducía la ambulancia que me trajo aquí se ha despedido de mí haciendo chocar su puño contra el mío. Como en las películas. “Vas a salir de esta tío”, ha dicho. Tal vez son las seis. No sé la hora porque me queda 2% de batería en el móvil y no quiero encenderlo para que no se me apague si tengo algo importante que informar a Gabriela y Rocío. Las tomas de electricidad donde cargamos los teléfonos de la sala de espera de Urgencias del Hospital 12 de Octubre, en Madrid, se han vuelto un territorio en disputa. Lo mismo que las sillas, unidas unas a otras por gruesas barras de metal y ocupadas en su mayoría por ancianas y ancianos. Solos. Ellos parecen los más fuertes, los más estoicos. Veo los rostros angustiados y exhaustos de los más jóvenes y pienso que es normal que los mayores muestren más templanza. Es un pensamiento recurrente que me lleva a las guerras, los olvidados y los famélicos del mundo. Madrid no es una patera en medio del Mediterráneo. No vamos a morir. No tengo miedo. Yo mismo he visto cosas peores. Una vez mi viejo estuvo delirando durante cuatro días en una camilla, en el estacionamiento de un hospital en Lima, a la intemperie, porque no había habitaciones ni personal sanitario. Ni amor. “Aquí solamente somos muchos”, pienso. Estoy dispuesto a negar la violencia sin precedentes con la que el virus nos ha arrojado a este agujero de soledad y confusión con tal de no convertirme en una víctima… Leer más