Guillermo Niño de Guzmán | El Comercio
Suelo monologar en voz alta, práctica que se ha vuelto recurrente a raíz del confinamiento motivado por la pandemia de COVID-19. Parece una extravagancia, pero prefiero pensar que se trata de un mecanismo de defensa, un esfuerzo por reafirmarme en un mundo cada vez más incierto y tambaleante. Además, es un procedimiento muy útil en mi oficio. Cuando escribo me gusta enunciar las frases. Necesito oír cómo se encabalga una palabra con otra, igual que en un poema, porque el relato, la crónica o el ensayo también exigen una cadencia, un ritmo preciso que acompaña y potencia la expresión. Sin duda, acertó quien dijo que la prosa no era más que nostalgia de la poesía.
El periodo de reclusión es una oportunidad única para leer aquellos libros que, por su extensión, uno pospone indefinidamente. Desde hace unos años, miro con culpa los cuatro volúmenes de Memorias de ultratumba de Chateaubriand, que tanto apreciaba el querido Ribeyro. Otra alternativa es Los Thibault, de Roger Martin du Gard, premio Nobel, cuyos ocho tomos empastados en cuero rojo compré en una librería de viejo de la calle Azángaro un cuarto de siglo atrás. Vargas Llosa recomendaba esta novela río llena de incidentes a quienes debían soportar una larga convalecencia y ya habían trajinado las remembranzas de Proust… Leer más