Lars Stojnic Chávez | EDUCACCIÓN
I
En un tiempo marcado por el azote de la pandemia del COVID-19 y las consecuencias derivadas del intento por frenar los niveles de contagio (emergencia nacional, encierro y aislamiento social obligatorio), cada día son más y más evidentes diversos problemas que inciden directamente en el bienestar de muchas y muchos, así como en nuestras posibilidades de asegurar un desarrollo sostenible.
Así, además de aquellos de orden estructural, asociados al acceso a necesidades indispensables para la subsistencia, y que se vienen develando de la peor forma posible – (i.e. un sistema de salud pública históricamente relegado y hoy desbordado, que obliga a elegir “a quién salvar”; un sistema económico más al servicio de las ganancias de pocos que del bienestar de todas y todos; y una cotidianeidad injusta e inequitativa que conlleva a que amplios sectores de la población deban elegir entre proteger su salud y la de sus seres más queridos y sus posibilidades de supervivencia diaria), hay otros problemas, quizá menos urgentes pero no por eso menos importantes, que se han normalizado en nuestra convivencia socio-política y que inciden negativamente en las posibilidades de fortalecer nuestro, todavía precario, sistema democrático.
Uno que se ha vuelto a colocar en la palestra pública es la intención de diversos grupos de poder (influyentes política, económica, cultural y mediáticamente) por controlar el sistema educativo y su orientación pública, en favor de mantener el valor hegemónico de sus privilegios particulares.
Al igual que sucedió con respecto a otros temas – como en los últimos años sobre la incorporación del enfoque de género en el currículo nacional de educación básica regular o tiempo atrás con respecto a la inclusión de la perspectiva de la Comisión de la Verdad y reconciliación en el tratamiento de la etapa de Conflicto Armado Interno entre 1980 y el 2000 -, la reciente polémica desatada por la incorporación de la discriminación lingüística como uno de los temas abordados en la plataforma ‘Aprendo en Casa’[1] y su tratamiento como un problema cotidiano e nuestra sociedad, da cuenta de cómo la reproducción de esta y otras problemáticas estarían ancladas en diversas estructuras de poder y dominación cultural normalizadas en nuestra cotidianeidad[2].
Así mismo, da cuenta sobre cómo su reproducción estaría asociada a diversas características de nuestra cultura público-política – tristemente representadas en muchas disposiciones, comportamientos y manifestaciones públicas de dichos grupos de poder (como demuestran diversas declaraciones como las de Butters, De Althaus y Diez Canseco) – y que de manera explícita, y sin duda vergonzosa, buscan sostener dicho grupos de poder como parte de nuestro sistema educativo. En tal sentido, ahondar en la reacción de ‘escándalo’ de ciertos sectores acomodados y con influencia mediática y política, sería una oportunidad para discutir la reproducción de diversas problemáticas al interior del sistema educativo, fuertemente relacionadas con la dificultad de consolidar una convivencia democrática.
II
En primer lugar, pone evidencia el carácter político de la educación, como arena de formación de nuestras subjetividades públicas. Así, este tipo reacciones refuerza el sin sentido, de la lógica hiper mercantilista promovida diversos sectores de poder, que, por un lado, ha buscado por décadas reducir la importancia de la educación (básica como superior) a su rol productivo y profesionalizante. Y por otro lado, que le ha restado sistemáticamente importancia a la discusión pública sobre el sentido de la calidad educativa asociada a la apuesta por el desarrollo de la ciudadanía, como identidad fundamental de la democracia; esto, a pesar de la evidencia que da cuenta acerca de cómo, ni el acceso, ni mejorar en las pruebas de “calidad” que se enfocan sólo en áreas de conocimientos más ‘académico’, tendría mayor influencia en aportar a la disposición de las y los estudiantes hacia la democracia y sus principios básicos (Carrión, et.al, 2012; Stojnic y Carrillo, 2016).
Partiendo de reconocer que uno de los propósitos fundamentales de la democracia es la ampliación de las oportunidades de contestación democrática de las relaciones de poder en la esfera de lo público (Mouffe (1999) y Arendt [citada en Jiménez, 2013]), la institucionalidad educativa (sus contenidos, formas de organización y funcionamiento) es, sin duda alguna, un campo de disputa simbólica. Esto, en tanto, particularmente las instituciones escolares serían uno de los primeros, sino el primer, espacios sociales en que como individuos tenemos la posibilidad de experimentar la vivencia de lo público, tanto en términos de convivencia colectiva y comunitaria, así como con respecto a estructuras de poder, arreglos normativos, marcos institucionales, etc. (Stojnic, 2009).
En tal sentido, que tantos y tantas “representantes” de la “opinión pública” de algunos de los sectores más privilegiados de nuestra sociedad se hayan sentido “ofendidos” (¿o amenazados?) por el abordaje de un tema como la discriminación lingüística, evidencia, por un lado, su reconocimiento de la educación como arena pública por excelencia (tanto en términos materiales, simbólicos y de ejercicio de poder). Y por otro lado, su interés por controlar, restringir y/o eliminar las posibilidades de que se disputen los sentidos comunes y estructuras reproducidos en ella; los cuáles incidirían en nuestras formas de interpretar la realidad, así como orientarían nuestras formas de interactuar y relacionarnos en la convivencia pública.
Así, lo sucedido abre una posibilidad para poner un mayor foco de atención en la discusión sobre la educación como medio de socialización fundamental para la formación de las subjetividades políticas y sobre la institucionalidad educativa como un ámbito de disputa pública en torno al tipo de ciudadanía que tanto el Estado y la sociedad busca fomentar (Stojnic, 2015 y 2017).
En segundo lugar, esta situación – más allá de la actitud y argumentos absurdos plasmados por los “críticos” del tratamiento en ‘Aprendo en Casa’ – pone en evidencia altos niveles de intolerancia política por parte de diversos sectores privilegiados de nuestro país y su indiferencia con respecto a que dicho rasgo de nuestra cultura pública se reproduzca cotidianamente.
La actitud política denominada ‘tolerancia política’ – entendida en la literatura especializada como la valoración de que todas y todos los ciudadanos, “especialmente aquellos con los que se difiere, puedan ejercer sus derechos y libertades políticas, y por tanto, participar en la arena pública -, se considera fundamental para la democracia (Thomassen 2007; Carrión, Zárate y Zechmeister, 2014). Por un lado, en tanto, estaría fuertemente asociada a mayores niveles de legitimidad ciudadana hacia la democracia, dimensión considerada fundamental para la sostenibilidad y perdurabilidad del sistema. Por otro lado, porque es una actitud indispensable para fomentar una convivencia pluralista (Mouffe, 1999), entendida no solo como la posibilidad de que diversas identidades tengan la oportunidad de “ser” en el ámbito de lo privado, sino además y principalmente garantizar el reconocimiento público de las subjetividades (tanto de los individuos, como de los grupos), como base para el ejercicio de nuestros derechos, libertades, dignidad y poder en la esfera pública (Stojnic, 2019).
En el caso peruano, la evidencia empírica recogida por los estudios LAPOP[3] da cuenta de muy bajos niveles de tolerancia política en nuestro país (promedio menor al 50% durante más de 10 años), así como de su tendencia a disminuir (pasó del 53.6% en el 2006, a 46.7% en el 2016) (Carrión, et.al., 2017). Estos bajos niveles de reconocimiento de la posibilidad de que un “otro” distinto – con intereses, demandas, posiciones o identidades no hegemónicas- participe efectivamente de la esfera de lo público, son lamentablemente consistentes con varios de los argumentos usados para cuestionar el abordaje del tema en cuestión por ‘Aprendo en Casa’: “…nunca debemos olvidar que las masacres senderistas y terroristas de los años ochenta nacieron del control comunista de la escuela pública”; ó “…se evidencia que en pleno Siglo XXI existan aún personas que quieren dividir y enfrentar a la sociedad peruana”.
Estos comentarios, que apelan a la estigmatización de lo distinto (incluso asociándolo a la violencia de grupos terroristas), debido a su orientación por cuestionar y/o disputar estructuras hegemónicas, dan cuenta de estrategias explícitamente dirigidas a la invisibilización y/o desprestigio del otro como sujeto legítimo para participar de lo público. En términos de lo desarrollado por Mouffe (1999) y Pease (2011), se apela a la invisibilización o eliminación del, o lo, considerado distinto (en términos de su presencia, voz o posibilidades de incidencia) de la esfera pública; categorizándolo como ‘enemigo’ y apelando a la posibilidad de “aparecer como dueño del fundamento de la sociedad y representante de la totalidad” (Mouffe, 1999: 19). Cuando, por el contrario, una verdadera democracia se sostendría en las posibilidades de fomentar que los conflictos – producto del pluralismo socio-político (en sus diversas manifestaciones) – surjan y se desplieguen pacífica y democráticamente, a partir del reconocimiento público de las diversas subjetividades que disputan distintos aspectos del poder público.
En tal sentido, lo sucedido se convierte en una oportunidad para ahondar la discusión sobre el potencial del sistema educativo para el fortalecimiento de subjetividades ciudadanas orientadas, tanto, hacia el respeto y valoración de la diversidad y hacia el reconocimiento de estas como base de una convivencia realmente democrática, como, para la sostenibilidad y perdurabilidad de la democracia como sistema socio-político. Esto, en tanto, uno de los grandes desafíos de sociedades en proceso de consolidación de sus sistemas democráticos, como evidencian diversas investigaciones asociadas al campo de los estudios políticos (Gibson 1996 y 2007) que demuestran que altos niveles de intolerancia política incidirían en socavar la aspiración democrática, sería ampliar el espectro de tolerancia política de su ciudadanía.
De manera particular, es una oportunidad interesante también para realzar la discusión en torno a cómo esta actitud no surgiría “naturalmente” durante la experiencia educativa – menos aún en cotidianeidades en que la experiencia democrática se experimenta fuertemente asociada a lo procedimental y no a lo vivencial – sino que dependería de la orientación de los procesos educativos a los que las personas se ven expuestas (ya sea curricular o extracurricularmente) (Van Doorn, 2014 y Stojnic & Román, 2016), así como de los niveles de permeabilidad de la organización y funcionamiento de las instituciones educativas con respecto a la apuesta democrática (Peffley y Rohrschneider, 2003; Marquart-Pyatt y Paxton, 2007).
En tercer lugar, lo sucedido pone en evidencia la activación de lo que Guillermo Nugent ha denominado el “orden tutelar”, rasgo histórico y estructurante de nuestra convivencia cotidiana y por tanto, de muchas instituciones sociales y políticas.
Evidencia diversa (Sandoval, 2004; Stojnic, 2009 y Nugent, 2010) da cuenta de cómo históricamente las instituciones escolares – en tanto instituciones sociales, permeadas por las estructuras y vivencia macro social y política – habrían reproducido una cotidianeidad e institucionalidad caracterizadas por: i) estructuras de poder distantes y restrictivas para las y los estudiantes; ii) una aplicación de la autoridad asociado, en muchos casos, a aspectos particulares del contexto o de quien ocupa los cargos, por encima de marcos y arreglos formales; iii) en que una moralidad particular se ‘normaliza’ e impone sobre la pluralidad de visiones, creencias y aproximaciones a la vida social; y, iv) en que el ‘disciplinamiento’ subjetivo se superpondría sobre la autonomía.
En tal sentido, lo sucedido es una expresión de la resistencia de ciertos grupos de poder ante la posibilidad de que la relación de tutelaje (en términos de acceso al poder y reconocimiento público), históricamente reproducida a través de diversos mecanismos sociales, se pueda resquebrajar. De ahí que los “defensores del buen castellano” apelasen en sus comentarios, como se evidencia en la siguiente cita, a supuestos “poderes superiores”, así como a “evidentes” diferencias según la procedencia y tipo de educación: “¿Acaso el idioma castellano (o español) no es una lengua estandarizada por la Real Academia Española?…[y] claro que se habla un español, culto, ilustrado, universitario [en distintas ciudades del país]”.
La defensa acérrima por sostener el carácter “natural” de hegemonías sociales y culturales – asociadas a grupos con ciertas identidades sustantivas, trayectorias y privilegios particulares -, así como el ataque desmedido, absurdo e ignorante (“…tiene un claro objetivo: desatar el resentimiento social de la mayoría de niños de origen andino contra los sectores sociales citadinos. Una verdadera brutalidad comunista desde cualquier punto de vista.”), daría cuenta, por un lado, de un intento (antes normalizado y hoy burdo) por mantener estáticas estructuras de jerarquía y dominación de poder, tanto material como simbólicas.
Por otro lado, de cómo estas voces representan el rechazo visceral por parte de un sector político y social, hacia la posible visibilización de los mecanismos que reproducen una cultura pública con rasgos autoritarios y hacia la posibilidad de que se rompan los marcos institucionales orientados a la formación de sujetos con bajos niveles de empoderamiento y compromiso público. Es decir, su rechazo a que por el contrario, desde el sistema educativo se aporte a que las y los estudiantes desarrollen su sentido analítico y juicio crítico, mayores niveles de empatía y disposición al reconocimiento positivo de las diferencias subjetivas y puedan reconocer que como ciudadanía es posible disputar pública y democráticamente aquellas estructuras y grupos de poder que buscan invisibilizar y mantener la reproducción cotidiana de diversas formas de discriminación.
III
Entre mediados de febrero, en que se evidenció que la propagación del COVID-19 a nivel mundial era incontenible, y mediados de marzo, cuando se decretó el primer estado de emergencia en nuestro país, algunas voces destacaron su creencia sobre como esta era la oportunidad de que como especie (la humanidad) y como sociedad (peruana) resurgiéramos de esta crisis como mejores personas, más solidarios, empáticos, comprometidos con el cuidado de lo colectivo y compartido, etc. Sin embargo, la reacción absurda – pero explícitamente orientada a sostener estructuras simbólicas de dominación pública – contra la incorporación de temas como la discriminación lingüística en la apuesta virtual de ‘Aprendo en Casa’, es evidencia de que las crisis no producen mutaciones genéticas, ni actitudinales, ni tampoco “naturalmente” transforman los marcos que estructuran y orientan nuestras convicciones, creencias, acciones y formas de relación pública. Y esto es así, para la ciudadanía en su conjunto, ya sean más o menos privilegiados, o más o menos integrantes de grupos de poder.
Ahora bien, lo que sí nos deja esta situación es la posibilidad de ahondar en la discusión, por un lado, sobre el rol de la educación (como sistema público, así como el rol de las instituciones escolares y superiores) en favor de la ampliación del bienestar de la ciudadanía, entendido este en términos de oportunidades efectivas de todas y todos para ejercer nuestras libertades, derechos, dignidad y poder en la esfera de lo público. Y por otro lado, sobre el rol de los grupos de poder en nuestra sociedad con respecto a la consolidación de apuestas fundamentales, como la democracia.
Respecto a esto último, diversos autores (Rose, et.al, 1998; Diamond, 1999; Hagopian y Mainwaring, 2001; Dargeant, 2009) destacan que en sociedades en proceso de fortalecimiento de sus sistemas democráticos – clasificación pertinente para el Perú –, tanto como fomentar la adhesión afectiva y pública de la ciudadanía hacia el sistema democrático, sus arreglos institucionales y principios, garantizar el aumento de mayores niveles de legitimidad democrática, requerirá indispensablemente un mayor compromiso democrático de los grupos con mayor poder. Esto, en tanto, el que dichos grupos mantengan su adhesión a rasgos autoritarios, o considerados contrarios a la vivencia democrática, incidiría en procesos de retroceso democrático.
En tal sentido, es importante seguir discutiendo estos temas, así como, destacar los diversos esfuerzos que desde el sector público se han fomentado en los últimos años en favor de una formación ciudadana (como por ejemplo, el desarrollo de materiales escolares como las rutas de aprendizaje, la incorporación de enfoques fundamentales en el Currículo Nacional de Educación Básica 2016 y ahora la apuesta por destacar esta área del currículo en ‘Aprendo en Casa’) y fortalecer dicha apuesta explícita e institucionalmente. Una apuesta fundamental en un contexto como el peruano, en que la fragilidad institucional y cotidiana de la democracia vuelve indispensable el esfuerzo estatal y social por aportar al desarrollo la dimensión subjetiva de la ciudadanía; particularmente fomentando el desarrollo de “aquellas competencias individuales y a la institucionalización de formas de interacción y relación social” que promuevan una ciudadanía participativa y comprometida con la esfera de lo público, con el reconocimiento del valor de la democracia como sistema político (Stojnic, 2017: 131-132) y con sentido crítico y disposición hacia el reconocimiento públicas de las diversas identidades subjetivas como fundamento de la convivencia democrática y del ejercicio efectivo de la ciudadanía, como identidad democrática.
Lima, 8 de junio de 2020
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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NOTAS
[1] Para quinto de secundaria, como parte del área Desarrollo personal, ciudadanía y cívica.
[2] Para revisar el contexto pueden revisar los siguientes links: https://elmontonero.pe/educacion/aprendo-comunismo-en-casa; http://utero.pe/2020/05/13/aprendo-en-casa-ha-activado-el-blankitovirus-por-una-leccion-basica-de-clases-sociales-video/; y https://virginiazavala.lamula.pe/2020/05/13/castellanos-en-el-peru/virginiazavalac/
[3] Estudio realizado en todo América, bajo el liderazgo de la Universidad Vanderbilt y que en el Perú viene siendo desarrollado, desde el año 2006, cada dos años. Par mayor información, ver: https://www.vanderbilt.edu/lapop/peru.php