EDITORIAL
«La otra noche te esperé bajo la lluvia dos horas, mil horas, como un perro». Los Abuelos de la Nada, este popular grupo de rock argentino que tuvo originalmente entre sus filas a Andrés Calamaro, hizo popular esta canción en la pasada década del 80. Mil horas es aproximadamente mes y medio. Nadie podría esperar a nadie parado en ninguna esquina durante 45 días completos, menos bajo la lluvia. Pero, naturalmente, lo que la letra quiere decir no es eso, sino que la espera se hizo larga y molesta. En doce meses habrá cambio de gobierno en el Perú. Doce meses suman algo más de ocho mil horas y, como ya es común, el clima electoral vendrá con lluvia, con lluvia ácida. A nosotros sí nos tocará esperar todas esas horas bajo la lluvia, sin eufemismos. No cabe duda, será una espera molesta y húmeda, sembrada de rayos y truenos.
Doce meses puede resultar mucho cuando la expectativa es transitar de una vez por todas a un periodo mejor que el precedente, pero puede resultar poco cuando lo que queremos es dejar solucionados viejos problemas, a sabiendas que no tendremos cielo ni camino despejado para hacerlo en paz. Por lo demás, las deudas pendientes en educación son tan grandes que nunca será fácil decidir prioridades. Cualquier cosa que se ponga en segunda línea va a ser siempre motivo de duros cuestionamientos. Lo cierto es que el tiempo se agota y no se puede resolver todo lo pendiente al mismo tiempo ni con la misma fuerza. Preguntémonos entonces, ¿qué podría ser aquello que no nos perdonaríamos haber dejado en el tintero? Podríamos arriesgarnos a decir, por ejemplo, amorticemos ante todo nuestra deuda de equidad.
Primero, aseguremos condiciones básicas de funcionamiento a los Servicios Educativos rurales, para que el retorno a la presencialidad –el día en que por fin suceda– las encuentre con agua segura, instalaciones, dormitorios y cocinas en buen estado, conectividad y alguna fuente accesible de energía. Segundo, certifiquemos las competencias de los docentes que vayan a la escuela rural para que tengan una especialización genuina en aulas multigrado, que reciban una bonificación significativa y cuenten con vivienda, además de otras condiciones de bienestar indispensables para evitar que se desplacen ritualmente a las ciudades en sus días laborables. Tercero, abramos la oportunidad de profesionalizar a quienes están ejerciendo la docencia en comunidades indígenas y en su propia lengua, pero que urge nivelar en su formación. Cuarto, convirtamos la evaluación formativa en el factor que permita que en cada grado se atienda a los niños a partir del nivel de logro alcanzado en el grado anterior, sin la sombra de la repitencia, y preparemos bien a los docentes en esa perspectiva. Quinto, garanticemos que las Tablets lleguen a toda la población focalizada, incluidos sus docentes, y que estén rodeadas de todos los factores, humanos y materiales, que aseguren un punto de no retorno en materia de calidad de aprendizajes. Sexto, recojamos y sistematicemos las mejores prácticas regionales en materia de atención efectiva a las poblaciones vulnerables de su territorio, para que todo el país pueda aprender de ellas, y asegurémosles el presupuesto que les de sostenibilidad.
Esta es una vieja deuda con la equidad y cualquier cosa que se haga para atenuarla en los doce meses que nos quedan, de seguro quedará corta, pero no debe postergarse más. En términos de costo beneficio, ya sabemos que la inversión en estas medidas beneficiaría solo al 30% de la población escolar, pero lo importante es que les restituirá un derecho que no puede ser regateado en nombre de otras necesidades apremiantes.
Por lo demás, en las difíciles condiciones actuales derivadas de la pandemia, bastante ganaríamos posicionando la evaluación formativa en toda la educación básica y dejando muy sentada una premisa que en 30 años no logra grabarse a fuego: los niños piensan y la adolescencia no es una enfermedad. El prejuicio sigue siendo una barrera formidable para una educación que, desde fines del siglo XX, viene apostando por el protagonismo del estudiante y por aprendizajes reflexivos, situados en contextos reales. Si solo eso, apenas eso, podemos dejar instalado como un mantra en todos los espacios donde ofrecemos educación, habríamos dado un paso gigantesco como país.
Juan Manuel Serrat dijo una vez, a propósito de su último disco llamado «Antología personal», que el título de ese álbum le causaba gracia, porque todas las antologías siempre son personalísimas. No hay dos antologías iguales, pues nadie hace una selección de “lo mejor” de sus producciones con criterios objetivos. Y aunque una priorización de políticas necesita una cuota alta de objetividad, las decisiones que se adoptan en última instancia suelen rebajársela en una buena medida. Digo esto porque, ciertamente, hay más urgencias. En esta edición encontrarán varias antologías personales para el disco de las políticas al 2021. Y aunque hay mucho por discutir al respecto, el 28 de julio habrá anuncios en educación. Esa otra antología ya debe estar en los estudios oficiales de grabación. Hagamos fuerza por la inclusión de, cuando menos, algunos de nuestros temas. Y para que su melodía dure las ocho mil horas completas.
Lima, 6 de julio de 2020
COMITÉ EDITORIAL