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En los días pasados he podido acercarme a una dimensión de la educación que apenas conocía: los educadores de calle. No son los típicos docentes de aula, que enseñan a los niños, niñas o adolescentes en colegios urbanos o escuelas rurales, con sus materiales, planes de clase, actividades regulares. Estos están presentes en más de 20 ciudades del país, buscando y ubicando a niños o adolescentes que trabajan en mercados ayudando a sus padres, en la calle, vendiendo galletas, fruta o cualquier producto. Varios de estos niños incluso viven en la calle, expuestos a abusos, explotación sexual, a las drogas o el alcohol.
Muchos de estos educadores, en el marco del programa Yachay, llevan meses o años haciendo lo que hacen y la mayoría de los que he conocido hacen lo suyo por convicción personal, con una dedicación particular a prueba de todo.
La manera como trabajan los educadores de calle nos permiten destacar un elemento clave de la educación en nuestro país: la necesidad de que ésta se acomode a las circunstancias y necesidades de los niños y adolescentes y no al revés. Los educadores de calle salen a buscar a los niños o niñas donde ellos están. No trabajan entre cuatro paredes sino que, al igual que enfermeras o promotoras de salud, sobre todo en zonas rurales, tienen un trabajo “extramural” muy potente. Si bien, con el apoyo de gobiernos locales y otras organizaciones se han desarrollado lo que se llaman centros de referencia, es decir, lugares cercanos donde hay un espacio seguro para que los niños y niñas en situación de calle puedan ir para recibir servicios o realizar actividades, la mayor cantidad de tiempo están en donde deben estar: con los niños y niñas, conversando y atendiéndolos en las calles, visitando sus familias y viendo la manera de proteger sus derechos e insertarlos nuevamente en la educación formal, o apoyando a sus familias para que rompan el circulo de la pobreza que las hace creer que la única opción es hacer que sus hijos trabajen en vez de estudiar.
Lo que hacen los educadores de calle me convence de algo que todos los educadores deben tener: capacidades para conocer, reflexionar y actuar sobre la realidad de sus estudiantes. Esto implica salir de la escuela, conocer las familias de sus estudiantes, no en una reunión de padres a las que van pocos, sino en las propias casas, en los barrios. Saber qué les gusta y disgusta a ellos, su cultura, sus tradiciones, su manera de divertirse, de celebrar, su música, su arte, sus patrones de consumo, etc. Pero también, si es el caso, las condiciones de pobreza, las necesidades y las estrategias que tienen para enfrentarla. Puede ser complicado, en entornos urbanos complejos o en situaciones rurales dispersas. Pero no hay otra forma para que la educación, el trabajo curricular no quede en algo homogeneizador, una lección que se da a un grupo de chicos, que podría darse en la costa, sierra o selva, a orillas del mar o a 3,500 msnm. Esto implica una actitud particular que el docente debe tener o debe desarrollar desde su formación inicial.
Por ello el Marco del Buen Desempeño Docente (MBDD) señala que hay dos competencias clave que el maestro debe tener para ser un buen maestro: “Conoce y comprende las características de todos sus estudiantes y contextos…” (competencia 1) y “Establece relaciones de respeto, colaboración y corresponsabilidad con las familias, la comunidad y otras instituciones del Estado y la sociedad civil…” (competencia 7). Mirando en detalle las competencias y los desempeños formulados en el MBDD, creo que falta un poco más de énfasis en este asunto: ir hacia los espacios de los estudiantes y sus familias. Esto exige, por cierto, una nueva organización de la escuela. Y, además, que se valorice el tiempo que el maestro o maestra tendría que dedicar para visitar a las familias, y no solo el proceso de preparación de clases o el trabajo efectivo dentro del aula.
No basta que las escuelas tengan puertas abiertas hacia la comunidad, sino que la escuela vaya hacia la comunidad. No es suficiente que se hagan pasacalles o Días de Logro invitando a la comunidad. Es necesario que los maestros visiten las familias, participen en las actividades de la comunidad. Esto se da muchas veces con los maestros rurales, sobre todo aquellos y aquellas que viven en la comunidad e incluso hacen esfuerzos por aprender la lengua y costumbres, si es el caso. Pero no debería ser exigencia para la mal llamada Educación Intercultural Bilingüe, sino para TODAS las escuelas, todos y todas las maestras.
Artículo: Fernando Bolaños Galdos
Fotografía (c) MIMP