Edición 62

Educando a distancia: el arte de lo posible

Las condiciones cambiaron, no podemos esperar lo mismo que en los tiempos previos a la pandemia, como si lograrlo fuera una cuestión de voluntad y supervisión.

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Luis Guerrero Ortiz | EDUCACCIÓN

En una de las tantas series cortas que puede encontrarse en Netflix, vi el caso de una niña que se veía obligada a participar a disgusto del cumpleaños de su hermana fallecida hacía buen tiempo, un evento que la madre celebraba ritualmente todos los años, con torta, regalos e invitados, desde que ella desapareció de sus vidas. En muchas películas –y también en la vida real- es posible apreciar escenas como éstas donde se pone de manifiesto en toda su crudeza, no un fenómeno de memoria amorosa sino de negación. Hay casos extremos, como los que todos pudimos apreciar en Psicosis, de Alfred Hitchcock, cuando Norman Bates asesina a su madre, con quien tenía un vínculo extremadamente fuerte, para después hacerse pasar por ella, al resultarle insoportable la idea de su desaparición.

Imposible no evocar estas escenas cuando observamos las presiones y apremios de los que somos muchas veces prisioneros –desde distintas esquinas del sistema educativo- para hacer funcionar la educación a distancia casi con las mismas expectativas de logro y cumplimiento que se tenían en la presencial. Como si no estuviéramos en medio de una crisis que le ha costado la vida a más de 700 mil personas en el mundo en apenas 12 semanas y que ha dejado sin trabajo a más de dos millones de personas, solo en Lima. Como si las casas de los estudiantes fueran la extensión natural de un aula común y sus padres maestros reservistas, capaces de enrolarse a la batalla por una orden superior.

Situándonos en la realidad

Hay siete hechos macizos que debemos grabarnos en la mente y el corazón:

Riesgo e incertidumbre. Toda la población, todas las familias y, por lo tanto, todos los niños y jóvenes de este país están afectados material y emocionalmente por la pandemia. Las rutinas se alteraron, las situaciones que se viven en las casas muestran un rango bastante amplio de dificultades, absolutamente indeseables y angustiantes, que van desde la ansiedad y el temor al contagio inminente, hasta la desesperación, el hambre, la pérdida o la violencia. Cerrar los ojos a este hecho no lo hará desaparecer. Imaginar que el referente común es la familia donde ambos padres están en casa, tienen la actitud esperada, y disponen del tiempo y la paciencia necesarias para acompañar a sus hijos en sus tareas en un ambiente libre de tensiones, es confundir deseos con realidades. Ese puede ser el caso de muchas familias y no de muchas otras. Las condiciones favorables para el estudio de los hijos en edad escolar no se universalizan con un ejercicio de imaginación.

Pérdida de control. La escuela y el aula son espacios controlados para ofrecer educación y propiciar aprendizajes. Los hogares y las familias no lo son. Lo que ocurra en las casas de los estudiantes está fuera del alcance del docente. Aún en el salón de clases, muchos maestros y maestras viven la fantasía de la homogeneidad y suponen equivocadamente que todos sus alumnos están parejos en aptitudes, necesidades e intereses. Ahora que no los ven, el trasfondo de sus diferencias se volvió el escenario directo de su actividad escolar. El uniforme ya no puede disimular tanta heterogeneidad. Y no está en nuestras manos cambiarlo. Todas las circunstancias que interfieren su desempeño, que les restan tiempo, energía, concentración, no las vemos ni podemos modificarlas. En este caso también, suponer que no existen, desear que no existan, no las hará desaparecer.

Aprendizajes solitarios. Ahora nuestros estudiantes tienen que aprender sin interacción social o con intercambios muy limitados por la distancia. Es decir, sin mayores oportunidades para el interaprendizaje continuo. Cuando se inicia la era del trabajo en equipo a fines del siglo XX, una escuela habituada a colocar a los estudiantes mirándose la nuca unos a otros recibió el mensaje con escepticismo. Hacer grupo era propiciar el diálogo, es decir, la bulla y la distracción, lo que relajaría la disciplina del aula. He sido testigo de docentes que, obligados por la presión, formaban grupos, pero les prohibían conversar. Hasta hace poco he visto aulas donde los grupos no tiene actividad propia, pues están todo el tiempo mirando hablar al profesor delante de la pizarra. Costó mucho aceptar que la interacción estimula el aprendizaje y que aprender es un fenómeno social. En las actuales circunstancias, esa condición está suspendida y el estudiante ya no puede cotejar sus dudas y sus avances con nadie, asumiendo que sus familiares no tienen por qué manejar el currículo escolar ni entender la lógica de todos los aprendizajes que demanda.

Comunicación interferida. Aún en el mundo de las familias conectadas, hay diversas condiciones y contingencias que interfieren la fluidez de la comunicación entre docentes y alumnos. Sea que no haya un buen dominio de la tecnología, sea que la señal sea débil o fluctuante, sea que no haya aparatos suficientes o disponibles cuando se necesitan, el intercambio de mensajes entre maestros y estudiantes no tiene garantía de fluidez. Seamos sinceros, aún en la educación presencial, hacer del intercambio comunicativo constante una herramienta poderosa de aprendizaje era todavía un desafío, dada la inclinación pertinaz de muchos docentes por el monólogo y la enseñanza frontal. Ahora que los canales presentan dificultades o no tienen mecanismo de retorno, como la radio o la televisión, el problema se hace aún más patente. Este es un hecho que añade otra dificultad, que no es menor, dada la enorme importancia de la retroalimentación del docente. Reducir la comunicación a transmitir instrucciones y a verificar el cumplimiento de tareas asignadas es una tragedia para el aprendizaje.

Modalidad invasiva y no complementaria. En el actual contexto, la modalidad a distancia no disputa una parcela de las rutinas familiares semanales, la abarca toda, planteando demandas a los padres, muchas veces, más allá de sus posibilidades, como hemos señalado antes. La educación a distancia ha venido funcionando en el mundo desde hace décadas, pero sobre todo para la educación superior, dirigida a un público adulto con capacidad para autogestionar su aprendizaje con disciplina. Tengamos en cuenta estas cifras: diversas investigaciones hablan de una deserción en los estudios universitarios presenciales alrededor del 40% en América Latina, sabiéndose que este fenómeno suele ser de 10% a 20% mayor en los cursos a distancia. ¿Cuál podría ser la cifra en el caso de los niños? Aprendo en casa no es una oferta a distancia para los fines de semana sino para todos los días de la semana, ocupando no solo el breve tiempo de la emisión de cada programa sino el que supone la realización de las tareas asignadas, sumadas a las que encarga el docente de manera complementaria. Suponer que en todas las familias hay condiciones objetivas para sostener ese nivel de dedicación todos los días de cada mes, está en el terreno del deseo, de la aspiración, de la idealidad, no necesariamente de la realidad.

Desfase entre lenguajes y medios. La radio, la televisión y el aula virtual no son equivalentes del salón de clases y los lenguajes que le son propios difieren en gran medida de los empleados en la educación presencial. Este desfase impacta en la efectividad y las razones no son difíciles de entender. En el aula los alumnos nos tienen que escuchar así no quieran, aunque podrían quedarse mirándonos mientras su mente viaja por otros universos. La radio o la televisión pueden apagarse. La computadora puede abandonarse. El celular puede pasar a modo Facebook o dejarse sobre la mesa. Y no siempre estarán los padres como cancerberos para impedirlo. Necesitaríamos aprender las reglas de juego de la comunicación virtual y de los medios masivos, para enganchar y sostener el interés, y por lo tanto la atención, de nuestros estudiantes. Mientras nos convencemos de la necesidad de aprender ese lenguaje y buscamos la oportunidad para hacerlo, seguiremos empleando el mismo código lingüístico del aula, es decir, el único que conocemos, dificultando el impacto de nuestros mensajes.

La agencia está afectada. Los docentes siguen siendo los principales agentes educativos y, nos guste o no, en sus manos está la diferencia entre aprender algo o no aprender nada. Pero los docentes también están confinados en sus casas y deben trabajar atendiendo a la vez a sus propios hijos en edad escolar, con sus propios recursos y en condiciones no necesariamente óptimas, porque sus familias también están afectadas material y emocionalmente por la pandemia. Está demostrado el sobre esfuerzo que representa el trabajo remoto en sí mismo, más aún en el contexto actual. Nada de esto nos impide trabajar y hacerlo bien, pero hay un costo mayor en ese empeño que no podemos ignorar, exagerando las expectativas y demandas a su desempeño.

Foto: CNN en Español

¿Qué hacer y qué esperar en estas condiciones?

Ninguno de estos siete hechos ni la suma de todos ellos es excusa para bajar los brazos y elegir no hacer nada o hacer lo mínimo necesario. De lo que se trata es de aceptar que las condiciones cambiaron, que no podemos seguir trabajando como si pudiéramos obtener lo mismo que en los tiempos previos a la pandemia y como si lograrlo fuera solo una cuestión de voluntad y supervisión. Negar los hechos y confundir la realidad con los deseos nos lleva a presionar a las familias y a los estudiantes para obtener más resultados de los que todos y cada uno está en posibilidad de lograr; lleva al sistema mismo a presionar a docentes y funcionarios para lograr impactos equivalentes a los posibles por medios presenciales. Nos lleva a todos a proyectar una falsa sensación de «normalidad» en las condiciones de aprendizaje de los estudiantes, envueltos en un optimismo falaz.

El Estado hace lo que le toca. La actual estrategia de educación a distancia es importante y necesaria. Detrás hay una multitud de esfuerzos encomiables por producirla y sostenerla, más allá de todas las limitaciones alegadas en forma y contenido. El ministro Benavides acaba de declarar que el 2020 «es un año escolar diferente pero no un año perdido, pues la estrategia “Aprendo en casa” está incorporando progresivamente nuevos contenidos y temas para complementar todas las áreas del Currículo Nacional». Eso es verdad y es correcto, el Estado ha reaccionado bien y rápido para garantizar un derecho, esfuerzo que completan el compromiso de los docentes por dar lo mejor de sí mismos, sin atenuantes, en favor de nuestros estudiantes, buscando compensar de la mejor forma posible cualquier dificultad, como de hecho está ocurriendo en muchas regiones del país.

El sistema debe modular sus expectativas. De lo que se trata es de modular nuestras expectativas y de hacerlo en base a un conocimiento preciso de las posibilidades de cada grupo de estudiantes y de sus familias. Cada director debería hacer el esfuerzo de mapear con sus docentes las condiciones objetivas de los alumnos que atienden, así como de su estado emocional y de su propia percepción sobre las situaciones que está viviendo en casa. Plantear demandas a ciegas y esperar resultados, es caminar en línea recta a la frustración, el disgusto, la censura o la descalificación mutua entre padres, docentes y funcionarios. Si pido como diez y espero un diez de respuesta, sin haber hecho antes un reconocimiento de terreno, y termino obteniendo siete, tres, cinco o nada, voy a desencadenar un vendaval de culpas, quejas y acusaciones. Y vamos a destruir la confianza mutua.

Aprender a pensar es un derecho irrenunciable. Lo que también está a nuestro alcance es defender una educación dirigida a formar personas pensantes, autónomas y con capacidad de decisión, capaces de afrontar problemas con creatividad y sentido crítico. Esta calidad de educación es un derecho de nuestros estudiantes y lo transgredimos de forma imperdonable cuando las oportunidades de aprendizaje que les ofrecemos se obstinan en enfocarse en la adquisición y exposición de datos o conocimientos. El retorno a una educación centrada en información es una tentación al alcance de la mano en la que están cayendo muchos docentes y no solo en nuestro país. Es más sencillo proponerles actividades que se resuelven indagando por respuestas ya escritas en los textos escolares o en Internet, confundiendo la búsqueda, copiado y reproducción de información con una investigación.

Aprender la lección y actuar en consecuencia. En medio de una pandemia sin precedentes, necesitamos abrir los ojos y aceptar que ha sido la acción humana y no un murciélago lo que nos ha llevado a esta crisis. Si los que tenemos la responsabilidad de formar a las generaciones más jóvenes insistimos en hacerlo como nos educaron a nosotros, estamos preparando las condiciones para la destrucción del planeta. Aceptémoslo: una generación formada para repetir todo lo que los adultos que los educan saben del mundo, no será capaz de transformarlo, va a seguir provocando nuevas crisis planetarias y acabará sucumbiendo ante ellas. Incluyendo a sus mayores..

Lima, 10 de agosto de 2020

Luis Guerrero Ortiz
Docente, graduado en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), con estudios completos de maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado de Chile, y posgrados en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL), Periodismo Narrativo y Escritura Creativa (Escuela de Periodismo Portátil de Buenos Aires). Ha sido profesor principal en el Instituto para la Calidad de la PUCP y consultor de UNESCO en políticas de formación docente. Socio fundador de ENACCION y de Foro Educativo. Ha sido consultor de GRADE (Proyecto FORGE) y asesor pedagógico en el Ministerio de Educación (Despacho del Ministro) entre el 2001-2002 y el 2010-2013. Ha sido asesor en la Oficina de Educación de UNICEF y el Consejo Nacional de Educación; profesor principal de la Escuela de Directores y Gestión Educativa de IPAE; ha sido docente de posgrado en la Universidad Católica y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Es miembro del Consejo Consultivo de Enseña Perú. Escribe ficción en su blog El río de Parménides.