Paul Barr Rosso | EDUCACCIÓN
No se trataba de usar la memoria como un cajón al que arrojamos cualquier cosa que pueda ser útil más adelante. Los senos, cosenos, y tangentes; las odiosas series de nombres de ríos o capitales de países que tuvimos que aprender para los exámenes de admisión y que jamás usamos. Todo eso fue un gran error. Al igual que las evaluaciones de opción múltiple, sus resultados y la manía de clasificar a seres humanos sobre la base de un pedacito de realidad, a costa de su felicidad o de negar la posibilidad de que utilicen su particular brillo para alumbrar su propio camino.
Contradictoriamente, la memoria, los resultados obtenidos gracias a ella y las clasificaciones de primeros y últimos eran –y en muchos casos aún son- lo que marcaba el éxito de la etapa escolar e incluso en la superior. No niego la importancia de tener una base de conocimientos comunes, pero esta se construye de una manera distinta para cada persona y está guiada por su motivación.
El interés y la pasión son herramientas muy potentes, el combustible que toda persona necesita para embarcarse en la ruta de aprendizaje autónomo y darle sentido al conocimiento. Quienes educamos -padres, madres, profesores, mentores, etc.- somos acompañantes o, en el mejor de los casos, guías. Pero cada aprendiz es -o debe ser- el protagonista. Esto no debería ser privilegio o suerte, pero hoy, aún hoy, lo es.
La educación no se trata de pasar información de una cabeza a otra, sino de emocionar, de generar interés y alimentar esa curiosidad natural con la que nacemos y que poco a poco se apaga cuando los adultos imponemos verdades absolutas, rechazamos preguntas, valoramos poco otras voces y hablamos sin escuchar. Los mejores educadores son los que, más bien, despiertan esas ganas de aprender en los demás. Ya sea con esa frase especial que vuelve a dibujar una sonrisa, con las preguntas que nos ayudan a descubrirnos o cuando nos alientan a dudar, pensar críticamente y preguntar. Enseñar es una vocación que se perfecciona al pensar en los demás.
Necesitamos aprender a pensar en los demás. Culturas fuertemente individualistas encuentran mucha mayor dificultad para lidiar con los retos que plantea el mundo actual. Basta con ver cómo afrontan los distintos países la Covid-19 para darse cuenta de que la comunidad, la confianza, los valores, la ciudadanía, son esenciales para arribar a la solución conjunta de los problemas que nos plantea el futuro no tan futuro. La pandemia es solo uno de los retos que tenemos al frente y podemos anticipar que las migraciones, el cambio climático o la forma en la que la tecnología coexistirá con nosotros demandarán que actuemos de manera colaborativa, creativa y a gran escala.
Pensar en los demás también implica darse cuenta de que no todos tenemos por qué seguir el mismo camino y que cada quien puede elaborar su propio discurso de éxito. Tener similitudes es importante, nos da esa fuerza que solo un grupo cohesionado consigue. Sin embargo, eso no nos debe hacer perder de vista las diferencias. Los sistemas educativos pueden ser excelentes productores de ovejas exitosas y fieles al rebaño y “fracasados” disruptivos sin espacio ni autoestima para desplegar su potencial. Es importante dar las oportunidades para que aparezcan esas voces únicas con sus aspiraciones y proyectos. Es nuestra obligación, la de todos los que trabajamos por la educación, diseñar esos espacios que permitan que esas individualidades encuentren un terreno fértil.
La Covid-19 nos ha enseñado que necesitamos más ciudadanía, valores y un proyecto común. Que no solo es importante formar médicos sino también enfermeros/as, investigadores, analistas de datos, buenos comunicadores, etc. Que la economía no funciona si no va de la mano con la salud y la educación y que estas son palabras arrojadas al viento si no nos compramos el reto de la equidad. Que para aprender es importante conocernos, saber qué nos motiva, ser críticos, encontrar nuestro propio camino y definición de éxito, y pensar en los demás. Que sin esto, las notas, los grados o el dinero poco hacen, a pesar de que por mucho tiempo así lo creímos.
Hoy vivimos un contexto en el que todos, todas, hemos encontrado dificultades para lidiar con el miedo, la ansiedad, la carencia o los retos que plantea llevar una vida a distancia y en el encierro o estar expuestos a la pobreza o la enfermedad. Nos hemos vuelto más luchadores y muchos hemos hecho el esfuerzo por seguir aprendiendo. En esta ruta difícil la productividad debe estar matizada con esas pausas necesarias para encontrar nuestro propio equilibrio, para ver por nuestra salud mental, por atender nuestras emociones. Es importante empezar por felicitarnos y reconocer nuestros logros y los del resto. No serán los mismos que en épocas “normales” y los debemos ver con esa perspectiva, sin pensar en años perdidos, culpables o repitencias, sino más bien en temas por aprender y proyectos por lograr.
La pandemia implica el riesgo de que las diferencias se acentúen o que los esquemas de lo presencial –y sus defectos– se trasladen a lo virtual. También supone una oportunidad para el ejercicio de la flexibilidad y adaptación en tiempo real al cambio, para la inmersión en entornos digitales, para descubrir pasiones y aficiones, para desarrollar nuestra resiliencia o conseguir superar nuestra propia ansiedad, para aprender de manera autónoma, para reflexionar sobre nuestra cuota de responsabilidad y aporte al mundo y a esta sociedad. Para estar juntos y superar esto juntos, entendiendo que cada quien aporta algo distinto y que la suma es la que permite que las cosas se hagan. Ahora lo vemos.
Lima, 7 de setiembre de 2020