Luis Guerrero Ortiz | EDUCACCIÓN
Aprovechando un largo viaje de su esposa, el marido se afanó en la redecoración de la casa para darle una sorpresa a su retorno. No solo limpió y reordenó todo de un modo distinto, sino que la pintó con esmero. El día que regresó, en efecto, desde el umbral de la puerta y con evidente asombro, los ojos de su esposa pasaron revista al nuevo panorama en 360 grados. De pronto se detuvieron en una esquina baja de la sala. En ese instante, su rostro se enrojeció y volteó a mirar a su esposo señalándole el lugar. Entonces gritó: ¡Has manchado la alfombra!
Estoy seguro que no nos llama la atención la naturalidad con la que nuestros ojos tienden a enfocarse siempre y sobre todo en los errores que cometen las personas, ni tampoco el desagrado, la irritación o el escándalo que nos causa descubrirlos. El caso relatado es real y nuestra obsesión con el error también. La crianza está moldeada de esa forma, los padres siempre están a la caza de los errores de sus hijos y, peor aún, están honestamente convencidos de que criar es corregir.
Una profesora compartió alguna vez, en el curso de un taller sobre manejo de conflictos, que cuando debía dejar solos en casa a sus tres hijos por alguna diligencia inevitable, les pegaba a todos con la correa ni bien regresaba. ¿Por qué nos pegas?, le decían. Porque sé lo que han hecho, les respondía siempre. Naturalmente, ella no tenía forma de saber si los niños habían hecho algo malo, pero quería hacerles creer que, aun estando ausente, ella siempre sabría que se habían portado mal. En otras palabras, estamos tan centrados en el error ajeno, que hasta lo presuponemos antes de que ocurra. Y, naturalmente, hemos crecido asumiendo con absoluta normalidad que a la detección (o presunción) del error le tiene que seguir una sanción, física o moral, pues así evitamos que se repita.
Luego, nos hemos hecho maestros y hemos seguido participando de esa misma cultura. Las razones son poderosas. En la historia de la educación, la sanción del error en el aprendizaje tiene raíces que se pierden en el tiempo y está tan naturalizada que no hacerlo nos causa una profunda inquietud, un desajuste, la mala consciencia del deber incumplido.
En los últimos treinta años, con las nuevas apuestas que hacen los sistemas educativos al entrar al siglo XXI, se ha empezado a hablar del error como oportunidad para aprender. No obstante, para ser sinceros, este principio no parece haber ganado muchos adeptos. Lo mismo ha ocurrido con otros principios, como el del protagonismo y la autonomía del estudiante en su trayectoria de aprendizaje. Lo que puede haber ocurrido es que nos han llegado como frases, permaneciendo invisibles los estudios y las teorías que fundamentan perspectivas como esas, tan radicalmente opuestas a nuestra forma habitual de pensar.
Los fundamentos
Howard Gardner, por ejemplo, a la luz de sus investigaciones sobre la inteligencia humana, discute la clásica teoría de Piaget que da por sentado el carácter lógico del razonamiento. Hay mucha evidencia científica que demuestra que las personas no procesamos la información con la frialdad, rigor y exactitud de una computadora; y que la ruta que seguimos normalmente es más heurística que lógica. Es decir, tanteamos, exploramos, ensayamos asociaciones e interpretaciones, estando biológicamente incapacitados para evitar que nuestras emociones influyan en nuestra forma de percibir y procesar nuestras experiencias. La consecuencia de esta constatación cae por su propio peso: el error es absolutamente natural al discernimiento humano.
Más aún. Humberto Maturana, desde el campo de la biología, va a sostener que los seres humanos no tenemos cómo distinguir el error sino hasta después de haberlo cometido y luego de haber analizado nuestros actos. Cuando una persona, niño o adulto, comete un error, cree que está haciendo algo válido y tanto así, que lo va a repetir una y otra vez hasta que tenga la oportunidad de reflexionar sobre sus acciones.
Saturnino de la Torre cita a Chomsky cuando dice que el lenguaje es mentalmente recreado por el niño por ensayo y error, trasladando el aprendizaje al terreno de un paradigma distinto al modelo conductista estimulo-respuesta-refuerzo (Equivocación/sanción-Acierto/recompensa). Es decir, cuando un sujeto aprende es porque realiza suposiciones, luego trata de comprobarlas, y finalmente las acepta o las rechaza y reformula. En este nuevo paradigma, el error ya no es visto como señal de fracaso sino como indicador de progreso en el desarrollo del conocimiento.
Como es fácil suponer, si aprender supone entonces un proceso de indagación, el resultado puede ser válido o erróneo. Si no llegamos a demostrar la validez de nuestras suposiciones iniciales, las reformulamos y exploramos otra ruta de investigación. De este modo, el error pasa a constituir parte inevitable del proceso y nos sirve de alerta para rectificar el camino. No hay culpa, escándalo ni sanción por no haber acertado a la primera. Ni a la segunda.
De la Torre dice que el error «es un inquilino permanente del proceso de aprendizaje, ya que tanto el conocimiento individual como el científico se adquiere por aproximaciones adaptativas». Contra lo que siempre hemos creído en el mundo escolar, no se aprende por observar, escuchar y repetir, sino por elaborar y experimentar desde nuestras ideas previas. Y como cada persona es distinta, independientemente de su edad, está siempre abierta la posibilidad de que no todos lleguen al mismo resultado y no coincidan con la expectativa de sus maestros.
En otras palabras, no se aprende constatando resultados sino analizando los procesos mentales y subjetivos que condujeron a esos resultados. En esos procesos el error es siempre una posibilidad y es por eso que su análisis favorece el desarrollo del pensamiento crítico, es una fuente de aprendizaje de estrategias de pensamiento.
Si a alguien le resulta chocante y poco práctica esta manera de enfocar el aprendizaje (siempre es más fácil y más rápido centrarse en el resultado), tendría que considerar que, en toda la historia del conocimiento, el progreso siempre ha tenido directa relación con el análisis de problemas y errores. Es bastante conocida la historia de Thomas Edison y su descubrimiento del filamento que hizo posible una bombilla incandescente de larga duración. Él realizó más de mil intentos fallidos, hasta que al fin encontró el filamento que funcionaba. Pero nunca tomó sus errores como fracasos. «Lo que descubrí, dijo alguna vez con ironía, son mil formas de cómo no hacer durar una bombilla».
Podríamos citar otra proeza de la ciencia, producto de una larga cadena de errores, ocurrida en 1996, esta vez en el campo la ingeniería genética: la oveja Dolly, el primer mamífero clonado de la historia. La hazaña fue posible después de 277 fusiones fallidas, cada una de las cuales dejó aprendizajes invalorables a los científicos. Más todavía: en el ámbito de la ingeniería aeroespacial, antes de que pueda llegar a la Luna un viaje tripulado en 1969, hubo 25 intentos fallidos de parte de Estados Unidos y la Unión Soviética. En la historia de la ciencia y de la propia humanidad, es la consciencia y la evaluación de los errores y los problemas los que nos han dejan las más valiosas lecciones para poder avanzar en el conocimiento.
Consecuencias para la enseñanza
En este contexto, el mensaje para los maestros es bastante claro. El uso del error como una oportunidad de aprendizaje nos indica que debemos permitir que los estudiantes aborden problemas, indaguen posibles soluciones y arriesguen un resultado en base a sus propias conclusiones, abandonando todo temor a eventuales equivocaciones y preparando más bien las condiciones para evaluar conjuntamente el proceso de principio a fin.
Analizábamos hace unos días con un grupo de docentes una actividad diseñada para niños de segundo grado que empieza planteando como problema el riesgo de disolución o relativización de nuestra identidad cultural y formula la siguiente pregunta: ¿De qué manera podemos promover las costumbres y tradiciones de mi comunidad? Acto seguido, les pide elaborar un catálogo de costumbres y tradiciones, y les indica, paso a paso, cómo deben elaborarlo.
Este es el típico caso de una propuesta didáctica especialmente diseñada para evitar que los estudiantes se equivoquen. Propone un problema, pero no espera a que los niños elaboren una explicación, sino que ya da por sentado que la causa es la falta de difusión de las tradiciones. Les plantea luego una pregunta que, se supone, debería dar lugar a una indagación, pero se apresura inmediatamente a responderla, indicándoles que deben hacer un catálogo. Tampoco les deja libertad para diseñarlo según su criterio, sino que también indica detalladamente cómo deben hacerlo.
La implementación del currículo pasa por tomar distancia de este mal hábito, asumiendo que a muchos les resultará doloroso soltar la cuerda a los estudiantes para que usen su propia cabeza e investiguen con libertad. No tiene nada de malo proponerles actividades estructuradas. Los experimentos científicos lo son, como también otras actividades diseñadas para tener un resultado predeterminado, como, por ejemplo, un lomo saltado, una cometa, el cultivo de una hortaliza o la crianza de un cuy. Ahí hay pasos conocidos e ineludibles que deben seguirse para garantizar el resultado esperado. El problema es que todas las actividades, incluso los proyectos, se diseñen de esa manera, como quien diseña una guía o un manual, donde ningún detalle puede quedar fuera y el papel del usuario sea simplemente el de seguir las instrucciones al pie de la letra.
Perder el miedo
Sófocles dijo que era normal cometer errores y que el verdadero problema era obstinarse en ellos. Goethe decía con ilustre sarcasmo que la única persona que podía librarse del error era la que no hacía nada. Anatole France declaraba con similar ironía que prefería los errores del entusiasmo a la indiferencia de la sabiduría. Tagore pensaba que, si cerrábamos las puertas al error, la verdad también se quedaría afuera.
Sin embargo, mal que le pese a esta apreciación lúcida sobre el valor del error en boca de personajes que han dejado huella en la historia del conocimiento, venimos de una tradición distinta, donde el error es casi una expresión de pecado, un horror, una vergüenza que debe evitarse, censurarse o escarmentarse para que jamás vuelva a surgir.
Hay errores en la vida de cada uno con consecuencias indeseables que hubiésemos preferido no cometer. Pero nadie se equivoca a sabiendas y peor que cometer un error es no saber aprender de ellos. En el caso de los estudiantes, hay una enorme distancia entre aprender a actuar de manera reflexiva y autónoma, y aprender a depender toda la vida de la verdad y la decisión de un adulto.
Steve Jobs decía que no hay manera de aprender e innovar sin cometer errores. Pues bien, el pánico al error es un error sobre el que los educadores necesitamos reflexionar y que estamos retados a abandonar.
Lima, 7 de setiembre de 2020
REFERENCIAS
Gardner, Howard (1987); La nueva ciencia de la mente. Historia de la revolución cognitiva, Bs. As., Editorial Paidós
Maturana, Humberto (2016), Nuevos Paradigmas en el Siglo XXI: Psicología, Educación y Ciencia. Santiago de Chile, EDIBERUM.
Saturnino de la Torre (2004). Aprender de los errores: El tratamiento didáctico de los errores como estrategias innovadoras. Buenos Aires, Editorial Magisterio del Río de La Plata.