Paul Barr Rosso | EDUCACCIÓN
La pandemia ha exacerbado muchas discusiones relacionadas con la educación en nuestro país. Hoy son más evidentes las brechas sociales, la falta de conectividad digital de muchos peruanos/as, los aspectos socioemocionales vinculados con el bienestar, entre otros temas. Yo me centraré en cómo hemos perdido conexión con la comunidad y la naturaleza en Lima (me refiero a mi ciudad para no escribir sobre realidades que no conozco lo suficiente).
El filósofo y escritor Tim Gill advierte sobre la reducción de los horizontes de la infancia en los espacios urbanos. Si recordamos cómo era la vida de un niño en Lima hace treinta años, era más probable que fuera más libre para explorar su barrio, meterse a la casa de los vecinos, trepar árboles y saltar obstáculos en los parques, rasparse las rodillas y volver a casa al atardecer.
Entre esos años 70 u 80 y la actualidad pasaron un par de cosas. Por una parte, la ciudad creció de una manera explosiva y desordenada. A la inseguridad (aunque hoy con expresiones distintas al terrorismo de los años 80) o al machismo (y la serie de problemas que trae consigo, como el acoso, los tocamientos indebidos y las violaciones), se le suma un ejército creciente de vehículos desbocados o la escasez o privatización de espacios públicos, por citar solo algunas de las manifestaciones que hacen que nuestras calles sean poco amables.
Por otra parte, muchos padres y madres, sobre todo en los estratos socioeconómicos medios y altos, asumieron un estilo de paternidad sobreprotector. Siempre lo he visto como un intento de evitar que las cosas malas sucedan. Así, tratan de evitar las caídas -que tan naturales son en la niñez- exagerando las medidas de protección, crean burbujas de asepsia o saturan la agenda de los pequeños con actividades extracurriculares cuidadosamente supervisadas por adultos. De pronto, muchos niños y niñas pasan de un espacio cerrado a otro, donde su libertad para decidir, actuar o ser está restringida.
Hemos perdido mucho. Sin darnos cuenta, hemos privado a nuestros pequeños ciudadanos/as de la posibilidad de explorar, de aprender a medir riesgos, de conocer el mundo. Como vi en un documental, más peligroso que caer de un árbol y torcerte un brazo es no aprender a treparlo. Al limitar estas experiencias, dejamos a los niños y niñas sin la posibilidad de desarrollar su cuerpo, su fuerza, su coordinación, su equilibrio; también los privamos de entender que la naturaleza no es un concepto abstracto sino una vivencia. Si los hacemos crecer en espacios impolutos, estamos impidiendo que su cuerpo (y su sistema inmunológico) se vuelva resiliente en la interacción con los millones de bacterias que habitan en nuestro ambiente. Si todos los juegos suceden bajo nuestra supervisión aprensiva, no les estamos dando la oportunidad para que desarrollen su capacidad de superar diferencias y llegar a acuerdos para que el juego pueda seguir[1].
Además, la falta de contacto con la naturaleza en nuestras vidas tiene una serie de implicancias para la salud física y mental. Hoy la obesidad, la diabetes, las alergias, las enfermedades autoinmunes, etc. son más comunes. También se suman los casos de ansiedad o depresión. Algunos afirman que se han convertido en una peligrosa epidemia y quizás lo peor es que estamos tratando de solucionarla con pastillas y diagnósticos, cuando lo que tenemos que cuestionar es nuestro estilo de vida y la forma en la que diseñamos los espacios en la ciudad.
El pedagogo italiano Loris Malaguzzi se refería al espacio como el tercer educador (los dos primeros son los padres y los profesores). El diseño importa y la forma en la que configuramos las instituciones educativas, los parques y las ciudades tiene impacto en las vidas y decisiones de miles de niños y niñas. Nos estamos jugando el futuro. Es mejor construir un espacio público que promueva el encuentro con la naturaleza o fomente el deporte y la cultura que “plantar” centros comerciales por doquier para vender azúcar, cachivaches y aspiraciones. Es distinto que el parque o la losa deportiva del barrio sea un espacio por el que velamos y donde nos reunimos hijos, padres y abuelos a que sea un lugar descuidado y peligroso que tenemos que evitar.
Debemos entender que la naturaleza sosiega, nos ayuda a enfocarnos y nos permite desarrollarnos; que la fusión con ella en una relación de descubrimiento y respeto es esencial para que la amemos y conservemos; que nuestra biodiversidad (flora, fauna, paisajes) es (o debería ser) parte de nuestra identidad y una fuente de orgullo; que las ciudades del futuro deben ser más “verdes”, no como un lujo sino como una necesidad.
Debemos, además, ser autocríticos y preguntarnos en qué medida estamos contribuyendo a generar confianza, valorar a los demás y preocuparnos por su bienestar para así crear una auténtica comunidad. En suma, qué estamos haciendo para que esta ciudad cambie su cara hostil y sea un espacio que sintamos seguro para nuestros niños y niñas.
Estamos a tiempo para evitar un futuro inerte y convulso. Quiero que mis dos hijos tengan ese capítulo de aventuras y anécdotas que yo mismo tuve. Quiero que sientan que viven en una comunidad bonita que los abraza y en la que pueden confiar o que gocen de la calma y satisfacción que da estar trepado en un árbol o en un cerro sintiendo la brisa y el orgullo de haber llegado hasta allí.
Lima, 5 de abril de 2021
Nota: Quizás muchas de las cosas que propongo en este artículo sean difíciles de imaginar en tiempos de pandemia y el consiguiente aislamiento que supone. Sin embargo, es ahora cuando más debemos pensar en el respeto de normas de convivencia donde prime el interés por lo colectivo y en la promoción de espacios públicos como una posibilidad para el reencuentro.
Nota
[1] Esto, como lo advierten Lukianoff y Haidt en su libro “The coddling of the american mind, es una de las bases para la democracia.