Gustavo Rodríguez | Jugo de Caigua
En 1522 un joven vasco de 27 años llamado Pascual de Andagoya fue el primer occidental en escuchar la existencia de un reino que más tarde se llamaría el Perú. Fueron dos palabras sencillas, el oro y la plata –que aparentemente allí abundaban–, las que detonaron proezas de conquista que terminaron por cambiar la historia del mundo.
Andagoya no pudo culminar su sueño de descubrir tales territorios para su gloria, pero un par de años después tres españoles sí se asociaron en Panamá para lograrlo. En toda escuela peruana los niños saben los nombres, al menos a mí se me quedaron grabados: Francisco Pizarro, Diego de Almagro y Hernando de Luque.
Aquella vez, esa manera curiosa de descubrir reinos, como quien hace una chancha para repartirse un chocolate, llamó un poco mi atención, pero no fue hasta estas últimas elecciones –siempre he sido algo lento– que la locura imperante en ellas acabó por tener sentido: el Perú nació como una empresa. Una empresa épica, por supuesto, con sangre, dolor y canto de poetas, pero con un claro objetivo de usufructo. No es gratuito, dicho sea de paso, que una de las acepciones de la palabra empresa sea la palabra aventura.
El Perú que conocemos, producto del mestizaje, no nació con los ideales de un asentamiento con valores igualitarios, sino con la misión de engrosar las rentas de estos empresarios aventureros y de un reino europeo que debía costear sus guerras.
¿Qué puede esperarse, al largo plazo, de un país que fue concebido como emisor de remesas?
Como ya lo anticipé, lo hemos visto siglos después en esta campaña electoral: ciudadanos que han disfrazado con valores democráticos sus legítimas aspiraciones de seguir disfrutando su comodidad financiera. Si piensa que exagero, ampliemos el mapa. O leamos a Conrad y sintamos the horror, the horror. Hasta el siglo XX, las potencias occidentales tenían normalizado el pacto de tratar a sus colonias como proveedoras de insumos. Varios de los actuales países pobres fueron organizados como empresas que debían rendir dividendos y son conocidos los excesos cometidos en ellos. El caso del Congo belga es uno de los más espeluznantes: 23 años de genocidio en una colonia personal del rey Leopoldo II. (Sin ir muy lejos, a nivel subnacional, la sociedad peruana dejó establecerse durante la era del caucho una empresa genocida en las selvas del Putumayo, pero esa es otra historia). En el caso del Congo o de la actual Haití, lo que se produjo fue una colonización en plan de explotación pura y dura, pero sabemos que eso no se aplicó exactamente en Perú: cuando aquellos conquistadores empresarios llegaron, también trajeron su ilusión de formar aquí familia y descendencia.
Fuimos una colonia que empezó buscando réditos económicos y que en el camino buscó convertirse en una sociedad que no fuera solo comercial. Sin embargo, ha sido imposible que el motivo primigenio no terminara imperando a la larga. Una cosa es una sociedad que se funda con instituciones que buscan la equidad entre iguales y otra es aquella que en su partida de nacimiento tiene como objeto la explotación de recursos.
En estas semanas electorales, por ejemplo, el Perú se vio dividido en dos mitades: una que tiende a creer más en el modelo económico que liberó nuestra economía durante los últimos 30 años, y otra que tiende a pensar que tal modelo debe ser cambiado desde los grados más leves hasta los más radicales. Soy consciente de que esta es una descripción básica que no contempla las sofisticaciones de otros relatos, pero intuyo que es la madre de todos ellos: la dignidad de los ciudadanos depende de qué tan cercanos se sienten del reparto de la riqueza. No faltaron entre los defensores del statu quo económico quienes enarbolaron banderas que se alejaban de lo monetario, pero sospecho que era para disfrazarlo. Keiko Fujimori, quien tan solo el año pasado fuera la política más desprestigiada entre muchos que hoy la defienden –la misma que fuera zarandeada antes de la primera vuelta en un programa de farándula para solaz de casi todo el país–, se convirtó de pronto, milagrosamente, en símbolo de democracia y libertad, conceptos muy grandes que, como he dicho, a mi entender encubrían la protección de algo más metálico; un disfraz narrativo que me recuerda cómo la propagación del cristianismo fue también una manera de justificar la explotación de estas tierras. La razón obvia de este súbito despertar democrático la tenemos en su contendor: un profesor improvisado que provoca miedo porque parece no saber nada de economía, pero también un representante histórico de quienes en esa empresa llamada Perú suelen ser la mano de obra y no la cabeza dirigente. Las demostraciones están para quien quiera verlas.
Unos días antes de esta segunda vuelta visité el valle de Mala, al sur de Lima. Walter, el encargado de la chacra que me hospedó, me contó que en el fundo vecino el terrateniente había reunido a sus trabajadores y les había advertido que si Keiko Fujimori perdía, que se fueran buscando un trabajo: él vendería todo y volvería a España. Ese mismo día, mi amigo Juan Pablo me contó que unos proveedores suyos en Ate se habían organizado para colocar carteles de “Se vende” en sus negocios para atemorizar a sus contactos comerciales y vecinos.
Aquellas fueron las últimas de muchas prácticas que cualquier peruano ha podido observar en estas semanas: letreros que alertaban contra el comunismo donados por empresarios, chats de señoras adineradas en los que se compartían consejos para alinear a sus trabajadoras, recomendaciones en Linkedin para incentivar económicamente el voto por Fujimori, y hasta bonos salariales en caso de que perdiera Pedro Castillo; toda una retórica y métodos en donde el culto al dinero ha desterrado la necesidad de instituciones más sólidas. La cereza del pastel la colocaron recién los más poderosos estudios de abogados de Lima, todos al servicio de las más grandes corporaciones, cuando parte de su personal se ha unido para buscar anular votos en las zonas más pobres del país, en las que obviamente se ha votado más por Pedro Castillo.
No son pocos ni menores los errores que se cometen cuando confundimos el manejo del país con el manejo de una empresa: el mito de que un presidente debe ser un buen gerente, obviando la sensibilidad política y social, fue pulverizado en Perú por Kuczynski y por Piñera en Chile. La razón principal reside en que una empresa no tiene porque ser democrática. Participativa, sí; pero no democrática. Un país viable no se levanta por las mañanas para que una cúpula de accionistas se lleve las regalías: debe producir oportunidades y justicia para que todos sus miembros mejoren sus vidas de acuerdo a sus capacidades.
Esta contradicción es palpable cuando nuestros círculos de poder exigen igualdad de condiciones para que sus empresas compitan, pero no muestran la misma firmeza para exigir igualdad de condiciones para que nuestros compatriotas también compitan. Algo que, por supuesto, a los tres socios de la conquista tampoco les quitaba el sueño en su momento.