EDITORIAL
En la Odisea, la inolvidable novela de Homero, Penélope, esposa del rey de Ítaca, dado por muerto en la guerra de Troya, teje de día y desteje de noche un sudario para el funeral de su suegro, ritual que mantuvo a lo largo de veinte años. Ella había prometido casarse con uno de sus pretendientes solo cuando termine su tejido, pero deshacía continuamente lo avanzado no porque amaneciese cada día con una idea mejor, sino para evitar un matrimonio indeseable, pues tenía la esperanza de que su marido regresara algún día con vida.
En el umbral de un nuevo gobierno, sin embargo, las preocupaciones por la continuidad de los procesos más importantes que están en curso son inevitables. Por si acaso, esta misma inquietud nos recorre no solo con cada cambio de gobierno, sino con cada cambio de ministro. Como bien sabemos, los procesos en marcha suelen deshacerse no para retomarlos después, como Penélope, sino para hacer algo totalmente distinto, no siempre mejor, y, valgan verdades, algunas veces para hacer exactamente lo mismo, pero con otra gente y con otros nombres, para proyectar la apariencia de cambio. En la actual coyuntura política, tan agitada, inestable y violenta, donde el objetivo no pareciera ser vencer sino destruir al adversario, hay motivos para mantenerse aún más alerta.
No sorprende, por ejemplo, escuchar voces de desprecio por la actual política de salud, a pesar de haber puesto al país al borde de la vacunación universal antes de fin de año. Tampoco llamaría la atención escuchar voces parecidas por el trabajo del ministro Cuenca, a pesar de haber abierto el camino para el ansiado retorno a las clases presenciales, algo que, de no mediar un rebrote dramático, podría llevarnos a una reapertura total de las escuelas el 2022.
Estamos viviendo tiempos oscuros y peligrosos en el país, donde se está normalizando la fabricación de verdades a la medida de intereses de grupo y donde parece ya no ser necesario sustentar con hechos la validez de una afirmación para darla por cierta. Eso significaría que cualquier cosa que se haga o se intente hacer desde la política educativa, podría partir de un diagnóstico subjetivo, sesgado o falaz que justifique las decisiones más discutibles; como también podría ser descalificada con argumentos basados en memes, rumores o simples sospechas. En un juego de ganar o perder a como dé lugar, la verdad deja de importar, pues lo relevante es lo que logramos hacer creer a la gente para obtener ventajas.
Lo que nos toca en este escenario es perseverar en la necesidad de reformas que trasciendan intereses coyunturales y de corto plazo, reformas que apunten a la reconfiguración del sistema mismo, un modelo históricamente desfasado que ya no resiste reparaciones. Si la postpandemia nos debía llevar a una nueva manera de hacer las cosas en todos los ámbitos de la vida social, no podemos cometer el desatino de ponerla entre paréntesis para volver a lo de siempre o más atrás todavía, solo porque nos resulta más cómodo o por darle la contra al enemigo.
Rabindranath Tagore decía que la verdad no está de parte de quién grite más. Si todavía viviera, añadiría que tampoco está de parte del que más seduce o emociona con las palabras ni con las imágenes que le añade. Pero si todavía hay quienes piensan lo contrario y se dejan arrastrar de las narices por el embuste más evidente sin activar la cabeza, es porque la educación no ha hecho bien su trabajo. Qué duda cabe, corregir eso es una prioridad.
Lima, 12 de julio de 2021
Comité Editorial