Leonardo Barbuy | EDUCACCIÓN
Hace algunos años me pregunté: “¿cuál es esa noción, palabra o idea fundamental a partir de la cual podemos reflexionar sobre las nuevas educaciones y crianzas, debatir ideas o diseñar propuestas?”
Pensé principalmente en adjetivos que acompañen la palabra educación o aprendizaje. Apareció “libre” y me pareció un término muy complejo, abierto, tal vez inalcanzable o quizá demasiado empleado en contextos muy distintos. Llegué a “vivo” y sentí que era muy general o polisémico. Consideré “genuino” y me sonó utópico o poético demás. Recordé “auto-dirigido” y lo encontré rígido y estrecho. Sentí que cualquier término traería consigo su propio marco y su desborde y que ninguno podría ser satisfactorio por completo. Debía elegir uno lo suficientemente pertinente para poder avanzar y a partir de ello, incluso, someter dicho término frente a sus propios límites. Así que seguí buscando, hasta que apareció lo que necesitaba: “autónomo”.
En este artículo hablaremos sobre autonomía. Intentaremos re-enfocar principalmente su relación con la crianza y el aprendizaje. Vamos a hurgar alrededor de estas tres palabras buscando interpelar nuestros presupuestos y, si es posible, invitar a reconsiderar nuestras acciones.
Antes de empezar directamente, hagamos un mapeo rápido del terreno sobre el cual observaremos y analizaremos un poco este vínculo.
Trascendiendo la vieja disputa teórica entre naturaleza y crianza (“nature vs. nurture”), nos situamos reconociendo por un lado las determinaciones biológicas del cuerpo humano y por otro las implicancias sistémicas en su crecimiento. Es decir, atendemos aquello que hace que un cuerpo humano sea humano, y también lo que le ocurre a este cuerpo al crecer mientras interactúa con otros cuerpos en diferentes sistemas de relaciones (su casa, las casas de otras personas cercanas, la escuela, el parque, la ciudad, las leyes, las costumbres, el clima, el ecosistema, etc.).
Por ejemplo, un proceso biológico como el control de esfínteres, además de ser importante para no mojar los pantalones, lo es como pre-determinante fisiológica para la contención emocional. Sin embargo, esta pre-determinación puede activarse de una forma u otra según cómo interactúen distintos factores sistémicos: el lenguaje adulto usado para comunicar al criar, la dinámica relacional de mamá y papá, la tranquilidad o tensión con la que se acompañan o evitan momentos de contención y límites, o incluso el mobiliario y los objetos en casa, entre otros.
Este ejemplo ilustra esa interdependencia entre lo predispuesto biológicamente y lo dispuesto sistémicamente. Relación que aquí definiremos como lo biosistémico.
Ya planteado, entonces, de forma general nuestro terreno biosistémico, podemos entrar a elaborar de forma más directa algunas ideas sobre autonomía.
En principio, no hay manera de no darle un lugar a la autonomía. Como tampoco es posible, desde ese lugar dado, que no exista una relación entre autonomía, crianza y aprendizaje. Lo interesante está en lograr saber qué lugares tienen y por qué.
Según cómo determinemos -consciente o inconscientemente-, como adultos, el lugar de la autonomía en la crianza y el aprendizaje para un niño, niña o adolescente, este definirá cómo será su relación con múltiples aspectos de su crecimiento, aprendizajes sociales, recursos emocionales e incluso con los conocimientos más comunes y formales.
El lugar que le demos a la autonomía en el crecimiento de una persona determinará gran parte de su forma de concebirse y concebir su vínculo con la existencia. Definirá su relación con el lenguaje, la escritura, la lectura y todo lo que se filtra y posibilita a partir de ella. Afectará su forma de desarrollar el pensamiento lógico-matemático y cómo organiza de manera abstracta el mundo a partir de sus relaciones. Condicionará su forma de concebir la temporalidad, la espacialidad, su capacidad de situarse ecológicamente, su interés científico, su riqueza óptico-visual, sonoro-auditiva, químico-olfato-gustativa, etc. Le dará marco a cómo se enfoca lo propio, las facultades del sí mismo, lo legítimo de la voluntad personal, etc.
Por autonomía entendemos “las reglas de lo propio”, “la ley del yo” o “el gobierno del sí mismo”. Hemos llegado a estas definiciones al descomponer la palabra: “autos” como “sí mismo” o “lo propio” y “nomos” como “ley”, “regla” o “gobierno”. Y no por ello esto implica algo despótico, solitario, en abandono o egoísta.
El yo, el sí mismo, es propio de su existencia biológica y de su devenir sistémico. No puede constituirse como una entidad separada o autosuficiente. Entonces, cuando hablamos del sí mismo implicamos también su dimensión relacional. Es así que la definición de autonomía como “gobierno de uno mismo” involucra también el concebir a los otros y las otras como parte de ese sí mismo, esa dimensión de lo propio.
Esa implicancia relacional en el sí mismo no es estable, es relativa a las vivencias biosistémicas, a la memoria de los afectos, a las relaciones emocionales, al registro del cuidado o del descuido en el cuerpo, al valor que terminan teniendo las presencias efectivas de las personas con las que hemos crecido y nuestras predisposiciones innatas.
Por crianza comprendemos los procesos cotidianos de cuidado fundamental de la preservación de la vida, el acompañamiento del autoconocimiento, de la adaptación y participación sociocultural de un ser humano desde el nacimiento, mientras crece y hasta alcanzar la adultez.
Aprendizaje es aquel proceso por el cual una persona termina adquiriendo, atrapando, recibiendo, conservando algo no material para sí. Ese algo es esencialmente variable: una forma de hablar, un significado, un estructura, un motivo, una pregunta, un gesto, el valor de lo triste, la indiferencia de un acto, un dato histórico, etc. Y normalmente aquello que se aprende, ya como adquisición, no se conserva tal cual. Lo adquirido muta y se trastoca por otros aprendizajes. El devenir de lo que somos y conservamos es permanentemente cambiante. Es así que aprender implica una suerte de acto felizmente fallido. Ya que lo que se adquiere, recibe, conserva, también se pierde siempre para transmutarse otra vez.
Teniendo esto en cuenta, ahondemos un poquito en dos relaciones: entre autonomía y crianza, y entre autonomía y aprendizaje. Así, veremos cómo el lugar de la autonomía en estas relaciones afecta el crecimiento de quien vive tales condiciones.
Cuando el aprendizaje es restringido a un programa, dicho programa debe realizarse a sí mismo en un niño, niña o adolescente. La autonomía se ve subordinada al programa y sus objetivos. Y si esto ocurre, el lugar de la autonomía en el aprendizaje se define en función del programa. Por lo tanto, los aprendizajes son aprendizajes del programa y no son concebidos como propios, sino como necesarios, útiles u obligatorios.
Por otro lado, cuando en la crianza los anhelos, deseos, gustos, etc. de quienes crían buscan definir los anhelos, deseos, gustos, etc. de quienes son criados, la autonomía se ve subordinada a la voluntad adulta. Con ello, la memoria de lo que significa crecer se ve reducida a ser parte de la sombra genealógica.
La subordinación de la autonomía al programa en el aprendizaje es algo “normal”. Algo que ha ocurrido y que ocurre hace ya un buen tiempo. No diría que ha sido así siempre, ya que la noción de programa de aprendizaje como algo generalizado, legislado, financiado por el Estado, obligatorio y estandarizado no tiene más de trescientos años.
Por el lado de la subordinación a la voluntad adulta en la crianza, sí que podemos reconocer un tiempo mucho más amplio en esta práctica. Quizá una gran diferencia sea que en muchas comunidades reducidas la variable de la subordinación a la voluntad adulta ha reposado y reposa en una noción de adultez compartida, sincrónica, basada en tradiciones y prácticas colectivas que sustentan la vida en las creencias compartidas. Pero ahora, en medio del extensivo eclecticismo citadino, esta práctica de subordinación está reducida a la propia casa.
En ambos casos, vemos cómo la autonomía tiene un lugar subordinado, postergado, ya sea para el aprendizaje o la crianza. Y un sí mismo subordinado, postergado, es un ciudadano o ciudadana que llega a la adultez con una deuda propia y profunda.
Pero quizá sea posible encontrar un lugar distinto en una suerte de insubordinación de la autonomía. Acto reivindicativo en el que no se la ubica más en segundo o tercer plano para cobrar protagonismo legítimo. Lo que implica que la autonomía deba estar despierta, atenta, alerta y liderando en el día a día.
Cuando un niño, niña o adolescente crece en autonomía, su yo tiene la posibilidad de conocerse mucho más en la interacción con el mundo sin mayores filtros o angustias. La energía dedicada deja de estar destinada a satisfacer necesidades externas, ya sean provenientes de cualquier programa o de los adultos que crían. La confianza en su entorno aumenta, pues lo que recibe es justamente eso, confianza en sí. La facultad de reconocer sus propios intereses fluye sin límites, ya que no hay nada más importante que eso que lo impida.
El fomento de la autonomía para el aprendizaje puede ser variable. No hay solo una manera de activar ese mayor protagonismo. Puede darse dentro de un aula de colegio convencional o en medio del campo y sin mayores parámetros. No será igual en todos los casos y según cada uno tendrá mayor o menor impacto.
Algo que sí puede quedar claro al cuidar la autonomía en un niño, niña o adolescente tanto en la crianza como en el aprendizaje es que en su experiencia y memoria el conocerse a sí mismo habrá sido de lo más importante de su periodo de crecimiento.
Cuidar el lugar de la autonomía durante el crecimiento de un ser humano es cuidar el lugar de su yo, de su sí mismo. Cuidar el lugar de la autonomía en la crianza y el aprendizaje es cuidar una relación lúcida, presente, interesante, significativa en la convivencia y el desarrollo de cada proyecto e interés. Cuidar el lugar de la autonomía en cada aspecto de la vida es cuidar, entre tantas otras cosas, la importancia y legitimidad de ser, cada quien, la persona que es en la relación con lo existente.
Lima, 12 de septiembre de 2021