EDITORIAL
Se ha dicho que el Perú es uno de los países que está a la cola de los que han empezado a reabrir sus escuelas. Aquí hay varias instituciones que han dado pasos en esa dirección, pero son aún una minoría. Según fuentes oficiales, al mes de agosto, un total de 68,127 servicios educativos ya están habilitados para iniciar clases semipresenciales, un 64% del total, pero solo 5,350 han retornado, la mayoría en el ámbito rural. Si el 2022 va a ser el año de la reapertura general, en esta modalidad híbrida que combina lo presencial y lo remoto, la estrategia gradual, flexible y voluntaria va a tener que modificarse. No puede seguir dejándose en manos de las escuelas y las autoridades locales esa decisión, eso no garantiza nada.
Si hay decisión política, el Estado debe liderar los esfuerzos y movilizarse para asegurar las condiciones básicas necesarias. Si la estrategia es empezar por los primeros grados de la primaria y los últimos de la secundaria, pues habría que concentrar esfuerzos en esas franjas. La operación que se necesita realizar no es sencilla. Hay que adecuar la infraestructura, mantener las escuelas limpias y desinfectadas, garantizar el traslado de ida y vuelta en condiciones saludables, asegurar agua limpia disponible y baños en buen estado, atender la seguridad sanitaria de los docentes y el personal de las escuelas. Y, por cierto, reactivar el programa de alimentación escolar y trabajar por ampliar la red dorsal para proveer de internet libre a todas las escuelas y familias.
Todo esto involucra varios ministerios y un presupuesto especial. Si llegaremos al 2022 con la mayoría de la población vacunada, la reapertura no puede seguir siendo voluntaria. Unesco, Unicef y el Banco Mundial han alertado los riesgos de mantener cerradas las escuelas por más tiempo: En el caso de los niños de los sectores más pobres, cuanto más tiempo dejen de asistir a clases sería menos probable que retornen después. Además, las cifras lo dicen, se incrementa el riesgo de embarazo adolescente, de explotación sexual, de violencia doméstica, para no mencionar el estrés y la ansiedad asociada a la falta de contacto con los compañeros.
El otro problema es pedagógico. En distintos foros se habla de poner mucha atención a la dimensión socioemocional en las interacciones con los estudiantes y en el aprendizaje mismo, todo un desafío pues los docentes, en general, no han tenido una formación que los prepare para hacer eso de manera profesional, pese a formar parte del currículo escolar desde hace más de veinte años. Se habla también de poner énfasis en las habilidades lectoras y matemáticas, un asunto harto discutible si se piensan como aprendizajes aislados y no asociados al desarrollo de competencias para la convivencia democrática, una grave debilidad social que la pandemia ha revelado de manera cruda. Se habla incluso de estrategias de aprendizaje acelerado para lograr una nivelación en plazos cortos, otro tema polémico pues ¿en qué se van a nivelar los estudiantes a toda prisa?, ¿en conocimientos?, ¿en competencias?, ¿en todas o en algunas?, ¿es eso posible acelerar eso?, ¿cómo?
Por si eso fuera poco, habría que resolver también qué rol jugaría la oferta educativa a distancia en relación con la presencial, toda vez que en estos dos años no hemos logrado un manejo óptimo de las posibilidades y lenguajes característicos a los distintos medios. ¿Lo vamos a especializar? ¿Será un refuerzo de lo ofrecido presencialmente?, ¿o se abordará todo lo que no se pudo aprender en clases?, ¿será más bien un complemento que se enfoque en lo que cada medio tiene capacidad para aportar mejor que presencialmente?
Hay mucho por discutir y decidir. ¿Cuándo empezamos?
Lima, 15 de septiembre de 2021
Comité Editorial