Edición 75

El fin no justifica los medios, ¿o sí?

¿Cuánta humillación están obligadas a soportar en silencio las mujeres comprometidas en roles de servicio dentro de la gestión pública, en nombre del «bien mayor»?

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Luis Guerrero Ortiz | EDUCACCIÓN

El tema es recurrente y hay un patrón de conducta que los identifica con claridad.

Por ejemplo, son conocidos los casos -los numeriosos casos- de abuso sexual cometidos por miembros del clero católico que han causado irritación en las jerarquías, no por haberse cometido sino por haberse hecho públicos a través de la prensa. Recordemos Spotlight, una película del 2015 dirigida por Tom McCarthy, ganadora del Óscar, donde se relata la famosa investigación periodística que reveló centenares de estos abusos, premeditadamente ocultados por la Iglesia católica de Massachusetts. ¿Cómo vamos a malograr la imagen pública de una institución tan importante y avocada a tan nobles fines por incidentes de esta naturaleza? Ese era el argumento con el que se buscó impedir su divulgación y cuantiosa la indemnización con que se compraba el silencio de las víctimas.

Hace más de tres décadas, un oficial de las fuerzas armadas violó a una subordinada y ella, desoída por sus superiores, denunció el hecho a la prensa. Estallado el escándalo, la institución se vio obligada a someterlo a disciplina. Entrevistado por un diario sobre ese hecho, el entonces presidente de la República, incómodo con la pregunta, se atrevió a declarar: «¡Qué injusto que se manche así la carrera de un oficial con una impecable hoja de servicios, solo por una acostada!».

Hace algún tiempo, una funcionaria del sector, en una visita de supervisión, se enteró del caso de un profesor que abusaba de sus alumnas. Cuando las chicas al fin se atrevieron a hablar, el director de la institución disuadió a los padres de familia de hacer un escándalo, argumentando que si sancionaban al docente sus hijos iban a perder el año, ya que el reemplazo iba a demorar demasiado. Los padres aceptaron, entonces, dejar las cosas como estaban. Demás está decir que el abusador gozaba del apoyo de sus colegas, porque ¿Cómo se le va a perjudicar dejándolo sin trabajo?

Estamos, en efecto, ante un patrón. La violencia sexual contra una niña o una mujer cometida por alguien cuyo rol le concede poder e importancia, por más pequeño o efímero que este sea, tiende a ser considerado un mal menor, comparado con el valor de la misión de la que es portador el agresor o la institución a la que pertenece. Luego, la solidaridad que se se invoca es hacia él y la condena suele dirigirse a la víctima.

No fue así siempre, pero ahora las normas caracterizan, rechazan y penalizan estos hechos desde hace buen tiempo. La educación, en principio, tiene la tarea de prevenirlos y evitarlos desde premisas de respeto a los derechos humanos, de igualdad entre hombres y mujeres, de equidad en la aplicación de la ley. Eso está escrito, firmado, sellado y, tratándose de valores básicos para la convivencia dentro y fuera de las instituciones, se trata de premisas aparentemente indiscutibles. Pero ¿en verdad lo son?

Recientemente, la prensa dio cuenta de la renuncia de una viceministra y varios directores del Ministerio de Educación denunciando hechos que parecen seguir el mismo patrón: una funcionaria denuncia a su jefe por acoso sexual al sentirse desoída por quienes tendrían el deber de escucharla y al percibir que la balanza del poder se inclina hacia su agresor. Al parecer, la divulgación de la denuncia en medios es la que obliga a la institución a actuar como correspondía hacerlo desde el principio y sin vacilaciones.

Un patrón como este también da cuenta de reacciones típicas en circunstancias análogas: personas que minimizan los hechos o que anteponen la importancia supuestamente mayor de la agenda institucional, que se fastidian sobre todo con la víctima por distraerlos o meterlos en un conflicto del que hubiesen preferido ni enterarse. Una mujer problemática más. ¿Cómo vamos a afectar por su culpa la imagen de quienes tienen en sus manos la misión de liderar tareas tan trascendentes? Al parecer, la violencia contra las mujeres, el menosprecio, la humillación, el ninguneo, son pecados que el cielo no condena y que ellas deben acostumbrarse a sufrir en silencio para no distraer al país -a los hombres importantes que lo conducen- de los temas que realmente interesan.

Una disculpa, una reparación, pudo haber sido un gesto sanador que dejase lecciones importantes para todos y que nos permitiera proseguir el viaje, moralmente fortalecidos. Pero eso no encaja en el patrón. Lo que sí forma parte de él es desmentir y desacreditar a la víctima, más aún, que los denunciados se victimicen e invoquen solidaridad para sí mismos. También forma parte del patrón dirigir su indignación no contra los hechos y sus responsables, sino contra su filtración y divulgación, contra la prensa que los difunde, aludiendo a una supuesta conspiración orquestada por sus enemigos.

Este problema se ha hecho ahora visible por haber ocurrido en las más altas instancias de un ministerio y por el coraje de las personas afectadas para hablar sin temor a las consecuencias. Sin embargo, ¿Cuánto más sucede a diario en otros ámbitos de este y otros ministerios, de otras instancias de gestión, de las mismas escuelas y de un sinfín de instituciones donde las víctimas no se atreven a hablar, por la tremenda asimetría de poder con sus agresores y porque no hay quien se atreva a sacar la cara por ellas sin riesgo de perder su empleo? ¿Cuánta humillación deben estar obligadas a soportar las mujeres, profesionales jóvenes que se comprometen con convicción en sus roles y tareas de servicio dentro de la gestión pública, en nombre del «bien mayor»?

Un cuento de Julio Ramón Ribeyro, «Interior L», relata la historia de Paulina, una niña de 15 años violada por un albañil. Su indignado padre, un modesto colchonero, amenazó con enjuiciar al agresor, hasta el día en que el patrón de la obra lo visita y pone un impresionante fajo de billetes sobre su mesa. Así quedó resuelto el problema. En la última escena, agotado el dinero, el padre le dice a su hija: «¿por qué no buscas otra vez a Domingo? Mañana no estaré por la tarde». María Emma Mannarelli publicó hace un poco un artículo en el que nos recuerda cómo, a lo largo de la historia, las mujeres han sido tratadas como mercancía, como objeto de intercambio, además de botín de guerra. Nos recuerda también cómo es que el éxodo rural hacia las ciudades tiene entre sus explicaciones a mujeres que huyen de sus hogares para evitar que sus padres las entreguen a hombres mayores, a unos perfectos desconocidos, como parte de un arreglo comercial entre familias.

La pregunta es, ¿Cuánto de esta manera de ver a las mujeres se conserva en la forma de tratarlas en las esferas urbanas profesionales? Cuando no son acosadas sexualmente, pueden ser tratadas como menores de edad, eternas aprendices, juniors para siempre o hasta que los años las conviertan en respetables señoras mayores, cuyas canas les den al fin el derecho a ser oídas. Por supuesto, pueden ser también abiertamente discriminadas si por casualidad se atreven a demostrar mayor conocimiento y competencia que sus jefes varones. Pero no pueden quejarse. Estas cosas se toleran en nombre del respeto y revelarlas es como romper un tabú, un pacto tácito cuasi sagrado, cuya transgresión es una herejía castigada con el fuego.

Hace pocos años hubo una gigantesca movilización en Lima en protesta por los constantes casos de desaparición, maltrato y violación de mujeres, así como por la impunidad de sus victimarios. Entre otros lemas, se coreó con fuerza uno que me conmovió mucho: tocan a una, tocan a todas, que es una de las estrofas de la «Canción sin miedo», compuesta por la cantante mexicana Vivir Quintana: Si un día algún fulano te apaga los ojos/ ya nada me calla, ya todo me sobra/ Si tocan a una/ respondemos todas. Pero los hechos de estos días me llevan a pensar que esa frase no suena sincera cuando, en realidad, depende a quién toquen y depende, sobre todo, de quién las toque.

El fin justifica los medios. Dicen que esta famosa frase la pronunció Nicolás Maquiavelo en el siglo XVI, aunque otros se la atribuyen a Napoleón Bonaparte. En la sociedad contemporánea, sin embargo, en los tiempos del derecho universal donde hasta las guerras tienen códigos morales, hemos empezado a afirmar exactamente lo contrario: ningún fin los justifica. Pero ¿Qué más tenemos que hacer o qué más tiene que ocurrir para que las excepciones no sigan siendo las mujeres?

Lima, 12 de octubre de 2021

Luis Guerrero Ortiz
Docente, graduado en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), con estudios completos de maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado de Chile, y posgrados en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL), Periodismo Narrativo y Escritura Creativa (Escuela de Periodismo Portátil de Buenos Aires). Ha sido profesor principal en el Instituto para la Calidad de la PUCP y consultor de UNESCO en políticas de formación docente. Socio fundador de ENACCION y de Foro Educativo. Ha sido consultor de GRADE (Proyecto FORGE) y asesor pedagógico en el Ministerio de Educación (Despacho del Ministro) entre el 2001-2002 y el 2010-2013. Ha sido asesor en la Oficina de Educación de UNICEF y el Consejo Nacional de Educación; profesor principal de la Escuela de Directores y Gestión Educativa de IPAE; ha sido docente de posgrado en la Universidad Católica y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Es miembro del Consejo Consultivo de Enseña Perú. Escribe ficción en su blog El río de Parménides.