Lars Stojnic Chávez | EDUCACCIÓN
En un contexto de convulsión política y de una situación de emergencia educativa -en que la discusión sobre el retorno a las clases presenciales, tanto en el nivel de la educación básica regular como en el superior, se encuentra en el centro del debate público-, el sector educativo vivió un fuerte cisma en las últimas semanas debido a que se hiciera público una situación de acoso y hostigamiento en los más altos niveles del Ministerio de Educación del Perú (MINEDU). La denuncia de una funcionaria pública en contra del hasta ese momento asesor principal de quien fuese[1] la máxima autoridad del sector, evidenció dos elementos que están fuertemente asociados a la reproducción de la violencia de género en nuestra sociedad.
Por un lado, que estas situaciones las sufren un gran porcentaje de mujeres tanto en instituciones del sector público, como en organizaciones privadas, así como en nuestra convivencia pública cotidiana; sin importar, incluso, si el ámbito en el que se encuentren sea representación de poder y privilegio social. Por otro lado, que en vez de que se genere una respuesta inmediata y colectiva de rechazo social, la denuncia de una situación tan grave provoque que un amplio sector -de la población, de la opinión pública o de los sectores “allegados”- reaccionen con actitudes de “cuestionamiento” ante la denuncia y la denunciante per sé y/o de “justificación” en favor del denunciado, con frases como “cuidado, hay que evitar mancillar a una persona, sin que haya juzgado formalmente el hecho”.
Lo primero, es evidencia de que la violencia hacia las mujeres –en sus múltiples y terribles manifestaciones- es una problemática transversal, no sólo con respecto a los distintos estratos sociales, sino también en los diversos ámbitos la cotidianeidad pública, institucional y organizacional. Lo segundo, da cuenta de su carácter cultural, en tanto, su reproducción se sostiene en la legitimidad que le brinda diversas creencias y valoraciones cotidianas y colectivas machistas que –entre otras reacciones perniciosas- le restan importancia a los efectos de dicha problemática o colocan por encima de su confrontación, “el cuidado” de la “honra” masculina.
En este contexto, y tomando en consideración como una de las justificaciones para minimizar lo terrible de la situación fue la valoración de la trayectoria profesional del denunciado[2], es relevante ahondar en el rol de las instituciones de educación superior para la confrontación de problemáticas sociales endémicas y estructurales, como la violencia hacia la mujer. Particularmente, y reconociendo la responsabilidad de las universidades en la formación de profesionales que no sólo sean “reconocidos” en su rubro, sino que se apropien de una ética que enmarque su ejercicio profesional, como cada aspecto de sus vidas, es importante ahondar en las oportunidades y desafíos que plantea la apuesta por la transversalización del enfoque de responsabilidad social universitaria (RSU) a nivel nacional.
La Ley Universitaria N°30220 (año 2014) destacó por primera vez a la RSU como fundamento de la vida universitaria y realzó el compromiso de la Universidad peruana con una formación con “pleno sentido de responsabilidad social con las necesidades del país” y su aporte “…en la afirmación de la democracia, el estado de derecho y la inclusión social” (artículo 6). En tal sentido, la relevancia de la discusión sobre la incorporación del enfoque de RSU se asociaría, entre otros aspectos claves, a su aporte para fortalecer el compromiso público de las instituciones universitarias en la lucha contra diversas formas de discriminación y para –respondiendo a la condición indispensable destacada en el Proyecto Educativo Nacional (PEN) al 2036- “propiciar procesos constantes de identificación y eliminación de barreras para alcanzar una sociedad justa en la que todos los grupos poblacionales ejercen sus derechos en igualdad de condiciones”(CNE, 2020: 73)[3].
Poniendo el foco de atención en la problemática abordada y concretamente en los dos aspectos destacados líneas arriba, la apuesta en favor de la institucionalización de la RSU tendría el potencial de aportar en la discusión las universidades como instituciones sociales y sobre su rol como agentes de socialización política.
Con respecto a lo primero, la apuesta tendría el potencial de fomentar que las universidades se interpelen sobre cómo – y en qué medida-, estructuras materiales y simbólicas, así como formas de convivencia cotidiana, que inciden en la legitimación de diversas formas de violencia e injusticia, podrían venir reproduciéndose en su cotidianeidad institucional. Así pues, se vuelve pertinente e indispensable preguntarse si situaciones como la que derivó en la denuncia sucedida hace pocas semanas –como otro tipo de situaciones de violencia cotidiana hacia las mujeres- sería ajena o lejana a la cotidianeidad institucional de las universidades a nivel nacional. Lamentablemente, las diversas denuncias hechas públicas en los últimos años (principalmente a través de las redes sociales y sobre situaciones de hostigamiento y acoso sexual a estudiantes universitarias[4]) son una ilustración de que no es el caso.
Así, desde la perspectiva del enfoque de RSU, partir de reconocerse como instituciones sociales –en tanto, como sucede con toda organización o institución, su cotidianeidad estaría permeada por valoraciones, prácticas, formas de relación, etc. que reproducen la sociedad de la que son parte-, sería un punto de partida indispensable para asumir su poder público y, como destacan De la Cruz y Sassia (2008: 26)[5], “(…)sus responsabilidades para transformar (…)las estructuras de injusticia y desigualdad de nuestras sociedades”. En tal sentido, reconocer a la violencia hacia las mujeres -como tantas otras tantas formas de violencia y discriminación social- como una problemática estructural y por tanto, que lamentablemente permea todos los ámbitos de nuestra cotidianeidad y convivencia social, sería una condición sine qua non para realmente asumir responsabilidad institucional en la lucha cotidiana por confrontar dicha problemática.
Con respecto a lo segundo, la institucionalización de la RSU plantea el desafío de que las universidades hagan suyo, como uno de sus propósitos fundamentales, “la ciudadanización democrática de la sociedad” (Pérez, 2009: 49)[6]. Esto, pasaría por el fortalecimiento del rol de la universidad como agente de socialización política, comprometido con la confrontación –en tanto, estructuras simbólicas- de disposiciones, valoraciones, prácticas y formas de relacionamiento que, lamentablemente, seguirían legitimando diversas manifestaciones de violencia hacia las mujeres y hacia diversas identidades de género y orientaciones sexuales.
En tal sentido, es importante destacar el valor de la RSU para interpelar a la Universidad sobre su potencial y responsabilidades para fomentar disposiciones favorables de sus estudiantes, como ciudadanas y ciudadanos, hacia principios y normas consideradas indispensables para garantizar la legitimidad y sostenibilidad de la democracia, así como su compromiso público en favor del bienestar de todas y todos (Stojnic y Román, 2016[7]). Promoviendo, por un lado, la visibilización y análisis de diversas manifestaciones de estos tipos de violencia, y sus formas de reproducción, tanto a nivel de la sociedad en sus distintos ámbitos, como al interior de sus propias comunidades educativas; y en esa línea, comprometiéndose con la incorporación institucional y transversal del enfoque de género. Por otro lado, fomentando el desarrollo de un sentido crítico y empático para cuestionar la reproducción de estas problemáticas en sus entornos, así como su propio rol frente a estas manifestaciones cotidianas; y fortaleciendo su auto reconocimiento sobre la importancia de su compromiso y su disposición para ejercer poder público en favor de confrontar este tipo de manifestaciones (Stojnic, 2016[8]).
Así pues, y reconociendo que situaciones como la sucedida hace poco al interior del MINEDU no sólo no es un hecho aislado, sino que lamentablemente volverá a suceder, en tanto problemática estructural, con bases todavía profundas que enmarcan nuestra cotidianeidad pública y social, hace indispensable discutir y cuestionar -como nos plantea el PEN al 2036- “el papel que juega la educación en la construcción de una sociedad de personas libres e iguales en dignidad, donde impere la ley y con una vida social caracterizada por el respeto y la valoración de todos y cada uno” (CNE, 2020: 43)[9]. En ese sentido, es indispensable ahondar en las discusiones sobre la responsabilidad de las universidades –al igual que el de otras instituciones educativas, sociales, públicas y privadas- en asumir un compromiso abierto y explícito para confrontar y aportar en revertir toda forma de injusticia, inequidad, discriminación y violencia social.
Siendo dos fundamentales -partiendo de comprender a la ciudadanía como la identidad fundamental de y para la vida democrática, que interactúa con la identidad profesional, más, no se subsumiría a esta segunda- el que las universidades se comprometan con la visibilización y su abierta y explícita confrontación de estas problemáticas, externa e internamente, y comprometerse en “influir e incluso formar el juicio ético-ciudadano de sus estudiantes” (Gasca-Pliego y Olvera-García, 2011: 51[10]), para que se el papel que ejercen –y podrían ejercer- en la esfera de lo público y en la construcción de un sistema democrático, sustentado en condiciones estructurales e intersubjetivas que garanticen que el ser, hacer y convivir público – así como la disputa y ejercicio del poder público -, se den a partir de la convivencia libre y digna de las diversas subjetividades en sociedad.
Lima, 12 de octubre de 2021
NOTAS
[1] Hay que tomar en consideración que en las últimas semanas se dieron cambios en el gabinete ministerial, entre los cuáles se produjo el cambio de ministro de educación.
[2] Con el uso de frases como “pero, si es un profesional destacado en su rubro”.
[3] Consejo Nacional de Educación (2020). Proyecto Educativo Nacional al 2036: el reto de la ciudadanía plena. Lima: CNE.
[4] Como aquellas que se pueden encontrar en páginas de colectivas que usan la declaración “Se acabó el silencio”, por ejemplo.
[5] DE LA CRUZ, Cristina y Perú SASIA (2008). La responsabilidad de la universidad en el proyecto de construcción de una sociedad. Revista Educación y Sociedad, nueva época, núm. 2, año 13, setiembre 2008. Pp. 21-51.
[6] PÉREZ, Liliana (2009) Formación ciudadana en la educación superior desde la autonomía como competencia comunicativa. La formación profesional en Trabajo social. Revista Educación y Pedagogía, 21 (53), pp. 49-74.
[7] STOJNIC, Lars y Andrea ROMÁN (2016). Experiencia educativa universitaria y tolerancia política: entendiendo la relación desde el análisis de una muestra de estudiantes peruanos. Revista Internacional de Educación para la Justicia Social (RIEJS), 5(1), pp.139-160.
[8] STOJNIC, Lars. (2016). Estudiantes peruanos y el autorreconocimiento de su poder público: ¿cuánto influye la educación universitaria? Debates en Sociología, (43), pp. 5-30.
[9] CNE (2020). Op. cit.
[10] GASCA-PLIEGO, Eduardo y Julio OLVERA-GARCÍA (2011). Construir ciudadanía desde las universidades, responsabilidad social universitaria y desafíos antes el siglo XXI. Convergencia, Revista de Ciencias Sociales, num. 56, 2011, Universidad Autónoma del Estado de México.Pp. 37-58.