Javier Vera Cubas [1] | EDUCACCIÓN
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Enfoque territorial
Mi interés por involucrarme en procesos de regeneración urbana a través de la producción de espacio público me ha puesto a trabajar con los barrios, en la calle y con la gente, por más de 13 años, desde asociaciones civiles vinculadas a instituciones de cooperación y gobiernos locales, buscando escalar proyectos piloto a políticas públicas. En cada una de estas experiencias ha aparecido, siempre, un muro. Y tras él, un colegio.
Una sociedad desigual y fragmentada produce un espacio igualmente desigual y fragmentado, y este refuerza las condiciones estructurales que lo crearon (Lefebvre, 2003). El símbolo de este problema socioespacial es el muro ciego, la negación total de la calle donde habita el otro, que es diferente, para así mantenerse lejos de él.
Lima abunda en muros reales y simbólicos. Desde el famoso “muro de la vergüenza” que separa Pamplona Alta en San Juan de Miraflores de Casuarinas en La Molina, al muelle que separa el Club Regatas de la Playa Pescadores en Chorrillos. Un caso paradigmático es el del barrio San Juan Masías en San Borja (Vera, 2016). Tras una de las principales fachadas del país en la av. Javier Prado, que concentra edificios tan importantes como el Gran Teatro Nacional, la Biblioteca Nacional, el Banco de la Nación y la estación La Cultura del Metro de Lima, se ubica esta “barriada”, a la cual estos equipamientos responden con un muro ciego, dándole la espalda. El colegio del barrio, contiguo al edificio del Ministerio de Educación, se encierra dentro de un muro perimétrico, como muchísimos otros a lo largo y ancho del país.
Por no ir muy lejos, en JC Mariátegui – SJL, un colegio enorme, con canchas deportivas y muchos espacios disponibles dentro, también niega su barrio mediante un muro que sube y baja por el cerro. Sobre él, fierros en punta y vidrios rotos. Para hacerlo más amable, unos murales. Nuestros miedos son tan estructurales que muchas veces lo máximo que podemos hacer es decorarlos.
Urge comprender la problemática de los muros. Más que un artefacto que se pueda retirar fácilmente se trataría de un eslabón en nuestro particular modo de producción del espacio: es causa y consecuencia de la inseguridad de nuestra ciudad. Más que un objeto, es un evento en el espacio (Tschumi, 1994). Como tal, debe ser tratado en el marco de procesos integrales de regeneración urbana, desde el espacio público.
Con CITIO y CCC lo hemos intentado en diferentes proyectos:
Paseo de la Cultura Fiteca: Proponía hacer más caminable el eje principal del barrio, conectando el Parque Tahuantinsuyo con el Colegio 2047. El muro perimétrico lleva 18 años siendo muralizado por FITECA. Es tiempo de abrirlo para que la calle del Barrio Cultural entre al cole.
Parque Tahuantinsuyo: El Comedor San Martín, transformado en Centro Cultural abierto hacia el parque, se volvió el corazón de una dinámica que produjo un espacio público seguro, saludable y educador. Se consolidó un eje hacia el nido Virgen de la Puerta, también cerrado frente al Parque de la 3era edad. En la siguiente etapa se planea abrir los muros para que cole y parque sean un mismo espacio de aprendizaje.
Parque Pukllary Llajta: Un muro de contención dividía a 3 AAHH. En el proceso de conformación del Barrio Cultural El Mirador se integraron 7 AAHH de la zona, para lo cual el proyecto palanca convirtió este muro divisorio en una banca que los reúne. Hoy el parque es usado por el nido de la quebrada contigua para esparcimiento de los niños y clases al aire libre.
Lomas: La invasión frustrada de un área pública dejó como huella un muro en L, alrededor del cual se concentró lo peor del barrio: basurero, meadero, asaltos, pintas políticas, una chanchería clandestina. El proyecto rompió paños del muro manteniendo la estructura para introducir piezas lúdicas que hoy son usadas por los jóvenes del colegio ubicado en frente, tras otro muro que, consolidado el parque, también podría abrirse.
Año Nuevo: A la salida del cole se concentraban, alrededor del portón, estudiantes, padres, vendedores y mototaxistas, sobre unos pocos metros de tierra seca, rodeados de alto tránsito de autos. El proyecto hace un giro en la vía para ganar una esquina mayor, a modo de plaza de ingreso y salida, generando las condiciones para que el colegio siga relacionándose más amablemente con su entorno.
Villa Clorinda: La plaza de entrada al cole, compartida con la iglesia y el local comunal, era una playa de estacionamiento. El parque enfrente, amurallado y enrejado. El proyecto retira las rejas de medio parque y convierte el muro en una resbaladera, invitando a los niños a entrar al parque. La salida se convirtió en un momento lúdico, y el parque en centro de la vida pública del barrio.
El Progreso: Un antiguo terral donde se botaba desmonte se convierte en patio de juegos de la escuela inicial contigua. Cruzar la pista deja de ser un riesgo, y el nuevo espacio se convierte en lugar de encuentro de niños y cuidadores de todo el barrio.
La arquitectura, como vemos, no se trata solo de construir muros, sino, en muchos casos, de romperlos, para lo cual hay que generar las condiciones desde el espacio público.
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Participación desde la arquitectura.
La “participación” en un proyecto no es un valor per se, y no debemos convertirla en una etiqueta y menos en un espectáculo. La escalera de la participación (Arnstein, 1969) nos muestra claramente cómo en los primeros peldaños se trata más bien de una manipulación que resulta negativa. Más arriba, los procesos de consulta son un mero formulismo (“te pregunto y luego haré lo que me parezca”), y solo en los peldaños más altos hablamos de un verdadero poder ciudadano. Esto marca la diferencia en cómo los arquitectos vemos a las personas: como usuarios-consumidores, que usarán el espacio tal como ha sido concebido desde el diseño, o como habitantes-productores, que perciben y viven su espacio en una relación trialéctica (Lefevbre, 2003).
Debemos entender que la ciudad es una obra abierta (Eco, 1992): Babel, el balbuceo de millones de personas tratando de ponerse de acuerdo sobre sus necesidades, deseos, significados, memoria, modos de expresión, temores y un sinfín de asuntos sobre su vida cotidiana y su visión de futuro. Como dice Sasskia Sassen (2014): “Las ciudades son sistemas complejos, pero siempre son sistemas incompletos. En esa condición reposa la posibilidad de hacer”.
Este palimpsesto de relatos yuxtapuestos no puede ser tratado como una hoja en blanco donde uno llega a imponer un proyecto. En La Balanza, por ejemplo, existía ya, gracias al fenómeno socio cultural de la FITECA, el imaginario colectivo de los Barrios Culturales. Lo que hace el proyecto Fitekantropus (Vera, 2017) es involucrarse en ese proceso y espacializarlo: los Barrios Culturales se configuran como una nueva unidad de gestión territorial que unifica a los asentamientos humanos bajo una visión colectiva expresada en un Proyecto Urbano Integrador. Esta forma de ver la ciudad permite que los nuevos relatos enriquezcan las preexistencias: cada proyecto es un homenaje a otro anterior. Acaso el mismo proyecto.
Entonces, ¿quién participa de qué?, ¿quién hace participar a quién? Proponemos aquí una inversión en las lógicas de la participación: de “proyectos participativos” a “procesos participantes”. Uno no llega a un barrio a hacer participar a los vecinos de algo que se le ha ocurrido, sino que, leyendo los procesos en curso, se suma a ellos para potenciarlos, introduciendo nuevas herramientas, enfoques y voluntades. Esto se puede hacer desde el Estado.
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De los espacios educativos a la ciudad educadora.
La idea del espacio arquitectónico como una materia geométricamente moldeable a través de la cual el arquitecto puede dirigir la experiencia del usuario, surgió con el movimiento moderno en los años 20 (Le Corbusier). Esto culmina en la Carta de Atenas, con el concepto de zonificación, aplicado íntegramente en ciudades como Brasilia. Hacia los 50s la revisión crítica del modernismo, liderada por el Team 10 (Smithsons, van Eyck, etc), trae el concepto del habitar y el lugar como algo culturalmente afectivo que va siendo cargado de significados mediante el uso. Se recupera la calle y el contexto. Ya en los 70s, con los situacionistas y el post estructuralismo, emerge la idea del espacio como evento: ya no un marco para la apropiación existencial, sino un contenedor para que pasen cosas. El programa ya no son usos específicos, sino un margen de acción sobre la estructura arquitectónica (Morelli, 2012).
El espacio contemporáneo, más que controlar, ha de provocar. Y para nadie es novedad que nuestras escuelas se siguen diseñando bajo el paradigma industrial del orden y el control. Los coles de hoy deben incorporar las lógicas imprevistas de la calle, donde el dinamismo real de la arquitectura se libera cuando las personas la apropian para fines ajenos a los preestablecidos (Tschumi, 1994). La preparación para un mundo incierto no puede hacerse dentro de una burbuja ideal de armonía (y aburrimiento) cerrada por cuatro paredes.
El aprendizaje de CCC en el Programa Urban95 muestra que en nuestras ciudades, donde el espacio se produce desde el imaginario (primero se habita, luego se construye), los niños son productores de espacio público, y la primera infancia puede ser el centro del ecosistema de cuidados de la ciudad. Por eso urge cambiar el enfoque: el espacio de la escuela no es un telón de fondo de la educación, es un personaje presente y potente en dicho proceso.
Si bien los cuidados son asunto de la familia en la casa, y la enseñanza de los educadores en la escuela, ambos son asunto de la sociedad en su conjunto, en el espacio público. Para educar y cuidar a un niño hace falta una sociedad entera conviviendo en la calle. La escuela puede ser el barrio. Cada cole puede ser un local multifuncional abierto, y funcionar como una centralidad urbana dinamizadora.
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Los límites de la ciudad (in)consciente: aprender de la ciudad In/Formal.
Ya los dadaístas hablaban de la ciudad banal en sus paseos. Los surrealistas exploraron la ciudad inconsciente, y los situacionistas revelaron la ciudad lúdica (Debord, 1999), con sus derivas psicogeográficas, el urbanismo unitario y proyectos como The Naked City (Debord,1958) o Nueva Babilonia, “un territorio móvil en el cual era imposible tener dos experiencias similares o desarrollar rutinas fijas” (Constant, 2009). El laberinto como paradigma: lo imprevisto, lo espontáneo, lo orgánico. La ciudad viva, la ciudad vivida.
Podemos leer la ciudad informal limeña una especie de Nueva Babilonia en los cerros. Pero para ello debemos entender la ciudad In/Formal (Kahatt, 2014) no como dos ciudades, sino una sola, profundamente desigual y fragmentada, con dos modos distintos de producir el espacio: el formal, que se planifica-diseña-construye-habita, y el informal que se habita-construye-legaliza. La llamada informalidad, pues, no es otra cosa que una respuesta al fracaso de la formalidad, cargada de etiquetas y prejuicios de una sociedad que arrastra problemas sociales y culturales históricos y estructurales. No es una cuestión de pobladores informales y vecinos formales (los edificios que invaden el acantilado en Barranco son tan informales como el tráfico de terrenos en las lomas de SJL), ni se trata de formalizar la ciudad informal (asunto imposible porque no se puede cambiar el producto sin cambiar las condiciones que lo producen, y en la ciudad una de las condiciones es la misma ciudad), sino de comprenderla y responder a ella en sus propias lógicas, con herramientas adecuadas.
Los situacionistas explicaban la ciudad como una yuxtaposición de placas psicogeográficas en movimiento, islas conscientes rodeadas de un mar inconsciente. La deriva atraviesa las zonas inconscientes y va reconstruyendo el tejido urbano (Debord, 1999). Ludeña (2010) describe Lima como una “barriada global con algunos fragmentos de ciudad consolidada”. Una ciudad archipiélago donde la mayor parte del territorio, incomprendido pero resultado de nuestro particular modo de vida, se considera inconsciente. El miedo a nuestra ciudad real encuentra explicación en ese imaginario urbano poscolonial que termina construyendo ficticias islas de seguridad en el refugio de lo formal de las minorías privilegiadas: su casa, su oficina, su universidad, su centro comercial. ¿Qué hace falta para conectar esas islas y revelar la ciudad inconsciente? Puentes y puertos. El cole podría ser ese puerto, y la calle ese puente.
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El rol de los arquitectos en el contexto de la nueva convivencia social:
A modo de conclusiones:
– Involucrarnos en procesos que generen una mejor relación entre los coles y la calle nos puede ayudar a tomar consciencia de los problemas estructurales a los que nos enfrentamos día a día: la desigualdad y la fragmentación socio espacial. Una arquitectura crítica es fundamental para no terminar, con nuestras buenas intenciones profesionales, potenciándolos.
– Aproximarnos a la subjetividad colectiva, reconocer y dar valor a nuestros modos de vida propios, nos conducirá a trabajar no solo en planes técnicos, sino en visiones compartidas para nuestras ciudades. Así podremos pensar por nosotros mismos y construir conocimiento desde nuestros barrios, donde producimos nuestra ciudad. La clave está en la multiescalaridad de los proyectos, desde un cole que cuida hasta una ciudad que educa.
– Equiparar el rol del arquitecto al del jardinero: alguien que se sitúa no en la cúspide de un proceso orgánico para controlarlo, sino en la base para acompañarlo y cuidarlo. Entender la arquitectura como una mera provocación hará de los procesos urbanos un aprendizaje por proyectos (abiertos, transversales, complejos, integrales), y del arquitecto un educador contemporáneo, que no dicta, tan solo provoca.
La arquitectura puede ayudar a romper los muros de la educación y facilitar el camino a los nuevos paradigmas que buscan retomar el sentido etimológico original de la palabra “escuela”, y como tiempo libre, volver a encontrarse con la calle, espacio libre por excelencia.
BIBLIOGRAFÍA
Arnstein (1969). A ladder of citizen participation. Journal of the American Institute of Planners, vol. 35, no. 4, pp. 216-224
Constant (2009). La nueva Babilonia. Barcelona: Gustavo Gili.
Debord, G. (1999). Internacional situacionista, vol. I: La realización del arte. Madrid: Literatura Gris.
Eco, U (1992). Obra abierta. Buenos Aires: Planeta (origin. 1962)
Kahatt, S. (2014). In/formal: encuentros urbanos para los próximos 100 años. WASI, 1(2).
Lefebvre, H. (2003). La producción del espacio. Madrid: Capitán Swing (Origin. 1974).
Ludeña, W. (2010). Lima es una barriada global con algunos fragmentos de ciudad consolidada. Ideele. (pp. 35 – 36).
Morelli, M. (2012). La supremacía del espacio. Revista Arquitectura, Vol. 6, pp. 111-119.
Sassen, S. (2014). ¿Hablan las ciudades? Habla ciudad, p.14. Arquine
Tschumi, B. y R. Young (1994). The Manhattan Transcripts, Londres: Academy Editions, Londres.
Vera, J. (2017). El Habitar del Fitekantropus en los “Barrios Culturales” de La Balanza, Comas. 2007-2017. Planur-e: territorio, urbanismo, paisaje, sostenibilidad y diseño urbano, no 9, p. 22.
NOTAS
[1] Texto elaborado en base a la ponencia realizada con Mayra Vila para el Festival Conscious Cities Lima 2020.