Luis Guerrero Ortiz | EDUCACCIÓN
El sistema no teme al pobre que tiene hambre. Teme al pobre que sabe pensar
Paulo Freire
El debate sobre el retorno a clases presenciales ha puesto la mirada fundamentalmente en el hecho mismo de la reapertura de escuelas y la seguridad de las condiciones, pero no suficientemente en el desafío pedagógico que representa la anhelada «recuperación del tiempo perdido» y el tipo de complementariedad que se espera con la oferta remota. En ese contexto, complejo y difícil, que requiere más luces y una discusión más detenida, se empieza a escuchar con más fuerza las voces que dan por hecho el regreso al viejo currículo por contenidos que dejamos atrás hace tres décadas.
No vamos a discutir ahora lo inoportuno y contraproducente que resultaría una iniciativa de esta naturaleza en un contexto tan complejo y retador para los maestros, para el sistema mismo, como el del retorno a la presencialidad, sino la consistencia de las viejas objeciones que ahora se actualizan al enfoque y la orientación del actual currículo. Para eso, vamos a pedirle ayuda a Paulo Freire, el famoso maestro brasilero cuya obra pedagógica es insospechable de condescendencia con un sistema generador de injusticia y desigualdad social en América Latina. El pasado 19 de setiembre celebramos el centenario de su nacimiento y su voz se sigue escuchando con admiración y respeto en todo el mundo.
Aprender a pensar
Freire afirmaba hace treinta años que «enseñar no es transferir conocimientos sino crear las condiciones para su producción o construcción»[1], tremenda afirmación que partía las aguas en nuestra tradición pedagógica. Por fortuna, las ideas de Freire y de otros pedagogos destacados influyeron en las decisiones que numerosos países fueron adoptando a fines del siglo XX, pues evidenciaron la necesidad de un cambio radical en las ideas sobre educación que nos legó el siglo XVIII y XIX. Ideas profundamente enraizadas en las instituciones educativas contemporáneas, ideas que fueron absolutamente afines a las necesidades de mano de obra de la primera y segunda revolución industrial.
En los inicios de la industrialización, las fábricas no necesitaban gente que piense, sino que obedezca. En palabras de Peter Senge, el sistema heredado, organizado en la lógica de una línea de montaje:
«…aumentó enormemente la producción educativa, pero al mismo tiempo creó muchos de los problemas con que se debaten hoy maestros, alumnos y padres de familia. Definió los niños talentosos y los tontos. Los que no aprendían a la velocidad de la línea de montaje se quedaban atrás o se les obligaba a luchar por mantener el paso; se les llamó lentos o retrasados mentales. Se implantó como norma la uniformidad de “producto y proceso”, dando así ingenuamente por sentado que todos los niños aprenden de la misma manera. El sistema convirtió a los educadores en controladores e inspectores, con lo cual cambió la tradicional relación mentor-discípulo y trajo el aprendizaje centrado en el maestro, en vez del alumno… La disciplina se convirtió en observación de reglas fijadas por el maestro, en lugar de autodisciplina… identificó al estudiante como el producto más que como creador del aprendizaje, objeto pasivo al que da forma un proceso educativo en el cual él no tiene influencia»[2].
Cambiar el modelo en la perspectiva señalada por Freire, expresamente diseñado para la entrega ritual y sistemática de conocimientos, suponía una redefinición de la misión de los sistemas educativos. Preparar a niños y jóvenes para producir, no para repetir, conocimientos era apostar por aprendizajes reflexivos, es decir, por resultados opuestos a los convencionales. El propósito se desplazaría de la reproducción de información al desarrollo de las capacidades críticas y creativas del estudiante. «Estudiar no es un acto de consumir ideas sino de crearlas y recrearlas» decía Freire[3].
Es fácil entender que eso era voltear la tortilla, era pedirle al sistema, a las escuelas, a los maestros, hacer lo contrario de lo que se venía haciendo habitualmente durante más de dos siglos. Pero era eso o, de lo contrario, permanecer atado a un modelo pensado para formar trabajadores sumisos, básicamente alfabetizados y preparados para cumplir órdenes y seguir instrucciones de forma fidedigna.
Aprender a actuar
Ahora bien, Freire iba más lejos. Él decía que «se necesita una educación para la decisión, para la responsabilidad social y política», porque «la educación verdadera es praxis, reflexión y acción del hombre sobre el mundo para transformarlo»[4]. El educador brasileño, entonces, proponía no solo enfatizar en la capacidad reflexiva y creativa de los estudiantes, sino además educarlos en la capacidad de actuar en el mundo para modificar realidades y crear otras nuevas. Se trataba de incentivar la capacidad de pensar y, al mismo tiempo, de reconectar teoría y práctica, conocimiento y acción, porque «no estamos en el mundo para adaptarnos en él sino para transformarlo»[5]. Como dice Antoni Zabala:
«El valor del saber por sí mismo ha determinado y determina las características de los sistemas educativos y la preeminencia de la teoría sobre la práctica, especialmente en los países de tradición católica que, herederos de los principios de la Contrarreforma, están condicionados por un fuerte componente filosófico de raíz platónica, al considerar la preexistencia de las ideas sobre la realidad (el mito de la caverna), y promueven con ello un pensamiento generalizado en favor del saber por el saber… La constatación de la incapacidad de buena parte de la ciudadanía escolarizada para saber utilizar los conocimientos que teóricamente poseen, o que fueron aprendidos en su tiempo, en situaciones o problemas reales, ya sean cotidianos o profesionales, está incidiendo en la necesidad de revisar el carácter de dichos aprendizajes»[6].
En efecto, Freire coincidiría. «Si la comprensión es crítica o preponderadamente crítica la acción también lo será»[7], decía él, porque «la educación siempre es una especie de teoría del conocimiento puesta en práctica»[8]. Es decir, saber pensar y saber actuar debían ser dos caras de la misma moneda. Para los ilustrados del siglo XVIII, el acceso universal al conocimiento era un ideal revolucionario en el contexto de sociedades desinformadas, elitistas y autocráticas. Tres siglos después, ubicados ahora en sociedades hiper informadas, pero malacostumbradas a consumir conocimientos de manera pasiva, acrítica, descontextualizada, el ideal de la educación ya no puede ser el mismo.
Toda la reflexión producida en la última década del siglo XX a nivel global empezó a caminar en esa misma perspectiva. Así puede leerse en el informe encargado por Unesco a la Comisión presidida por Jaques Delors, que «aprender a conocer y aprender a hacer son, en gran medida, indisociables»[9]. Solo que una educación que reconecte teoría y práctica supone rupturas, no hay punto de encuentro ni conciliación con la tradición instruccional y enciclopedista entronizada en nuestro sentido común como la forma más natural de educar.
Aprender con autonomía
Pero hay un tercer rasgo en el pensamiento de Freire que es congruente con los dos anteriores: la autonomía. Para Freire, «los niños precisan tener asegurado el derecho de aprender a decidir, cosa que sólo se hace decidiendo»[10]. Esta es otra idea disruptiva. La clave, la condición de posibilidad de un sistema enfocado en la transmisión intergeneracional, secuencial y simultánea de conocimientos a gran escala ha residido siempre en el control. Por eso la disciplina escolar ha sido extremadamente enfatizada desde los orígenes de los sistemas educativos nacionales, un factor indispensable para hacer viable el cumplimiento de los plazos sin interferencias. En ese contexto, la autonomía ha sido considerada un síntoma de la irracionalidad característica de los niños y, por lo tanto, peligrosa y combatida por todos los medios posibles.
Freire también toma distancia de esta tradición. «No puedo aprender a ser yo mismo si no decido nunca. Nadie es autónomo primero para después decidir. La autonomía se va constituyendo en la experiencia de varias, innumerables decisiones, que van siendo tomadas»[11]. Eso significa romper, por ejemplo, con el viejo principio de la simultaneidad. Imposible que todos aprendan lo mismo al mismo tiempo si los estudiantes tienen la posibilidad de opinar, indagar, cuestionar, debatir y, más aún, de poner en práctica lo aprendido en situaciones reales con libertad de criterio. Según Freire, aprender significa que «nos volvemos capaces de comparar, de intervenir, de escoger, de decidir, de romper»[12].
Los consensos globales de fines del siglo XX
Estas son las ideas que se reflejan en el informe de Unesco que en 1996 propuso las prioridades de la educación para el siglo XXI, señal del consenso que se fue produciendo a lo largo del siglo XX alrededor de planteamientos como los de Escuela Nueva y del propio Freire, para no mencionar a toda la generación de pedagogos cognitivistas de mediados del siglo ni a los investigadores que ampliaron y profundizaron posteriormente sus ideas sobre la educación:
«El docente debe establecer una nueva relación con el alumno, pasar de la función de ‘solista’ a la de ‘acompañante’, convirtiéndose ya no tanto en el que imparte los conocimientos como en el que ayuda a los alumnos a encontrar, organizar y manejar esos conocimientos, guiando las mentes más que moldeándolas… El trabajo del docente no consiste tan sólo en transmitir información ni siquiera conocimientos, sino en presentarlos en forma de problemática, situándolos en un contexto y poniendo los problemas en perspectiva, de manera que el alumno pueda establecer el nexo entre su solución y otros interrogantes de mayor alcance. La relación pedagógica trata de lograr el pleno desarrollo de la personalidad del alumno respetando su autonomía»[13].
Abandonar el rol protagónico y de difusor de conocimientos ha sido para los docentes una reingeniería difícil y dolorosa a su identidad profesional, que en el imaginario social ha sido siempre la del poseedor y comunicador del saber. Esa ha sido siempre, además, la base de su prestigio. Por eso estas ideas no han encontrado un camino despejado para llevarse a la práctica, a pesar del esfuerzo de los Estados por generar políticas que propicien esta metamorfosis de sus sistemas educativos. Las resistencias a dejar su antiguo rol y a trabajar con currículos abarrotados de conocimientos considerados muy importantes ha tenido sustento no solo social sino también político y ha atravesado, de izquierda a derecha, todos los espectros posibles.
Según Philippe Perrenoud, «esta evolución es difícil, exige transformaciones importantes de los programas, las didácticas, la evaluación, el funcionamiento de las clases y los establecimientos, el trabajo del alumno, transformaciones que provocan la resistencia pasiva o activa de todos aquellos para los cuales el orden de la gestión, la continuidad de las prácticas o la preservación de las ventajas importan más que la eficacia de la formación»[14].
Contra toda evidencia, prevalece la idea de que una persona poseedora de conocimientos va a saber actuar en consecuencia, es decir, que el saber produce por sí mismo la actuación deseable, algo que la vida ha demostrado como falso hasta el cansancio. Como dice Zabala:
«Sabemos la Ley de Ohm, pero somos incapaces de interpretar el simple circuito eléctrico de una linterna. Sabemos el principio de Arquímedes, pero nos cuesta relacionarlo con lo que sucede cuando nos sumergimos en una piscina. Sabemos qué es un sintagma nominal, pero no sabemos utilizarlo para mejorar una frase escrita. Sabemos resolver una ecuación de segundo grado sin saber qué es lo que representa. En fin, sabemos mucho y somos incapaces de utilizarlo para resolver situaciones en las que este conocimiento que tenemos nos podría ser muy valioso»[15].
Lo que ha producido la escuela y su obsesión instruccional a lo largo de los siglos ha sido, como señala David Perkins, el síndrome del conocimiento frágil, es decir, conocimientos que se acumulan y en gran parte se olvidan después de los exámenes; y conocimientos inertes, que aún si se los recuerda no se saben aplicar en situaciones reales.
La apuesta por las competencias
La oleada de reformas curriculares que se producen a fines del siglo XX parte de una misma convicción: no se puede ingresar al siglo XXI sin romper con una tradición que nos ata al siglo XIX. Eso explica la reorientación de la enseñanza de contenidos a competencias, es decir, a aprendizajes reflexivos que suponen las tres características planteadas por Freire: aprender a pensar críticamente, aprender a actuar reflexivamente sobre la realidad para transformarla, aprender a desempeñarse con autonomía, y todo eso en referencia a problemas y desafíos extraídos del mundo real. Perrenaud lo explica con mucha claridad:
«El término ‘competencia’ no indica tanto lo que uno posee como el modo en que uno actúa en situaciones concretas para realizar las tareas de forma excelente. No se puede afirmar que una persona es capaz de demostrar cierta competencia hasta el momento en que aplica esos conocimientos, habilidades y actitudes en la situación adecuada, resolviéndola de forma eficaz… Se trata de aprender a pensar por uno mismo para deliberar, juzgar y escoger sobre la base de las propias reflexiones, sabiendo que sólo quien piensa por sí mismo puede llegar a ser uno mismo»[16].
En ese tipo de aprendizaje se conjugan, precisamente, la reflexión crítica, la acción y la autonomía, en escenarios auténticamente reales, no postizos, no artificialmente inventados para el aprendizaje escolar. Ese es el tipo de resultados por los que apuesta la mayoría de los currículos escolares hoy, pero luchando contra el inmenso poder de la inercia, que arrastra al sistema -docentes, gestores, formuladores, administradores y decisores- hacia el nostálgico pasado, unas veces sin darse cuenta y otras con plena consciencia. Con plena consciencia de sus decisiones, con absoluta inconsciencia de sus consecuencias.
Currículo Nacional: ¿dónde está el problema?
El Currículo Nacional actual propone formar personas competentes para conocerse y reconocerse a sí mismas como valiosas, identificados con su cultura; para propiciar la vida en democracia desde el reconocimiento de sus derechos y deberes, así como desde la comprensión de los procesos histórico-sociales que nos explican como país; para practicar una vida activa y saludable que aporte a su bienestar físico y mental; para apreciar diversas manifestaciones artístico-culturales y crear sus propios proyectos artísticos; para investigar el mundo natural y artificial utilizando conocimientos científicos, en diálogo con los saberes culturales; para gestionar proyectos de emprendimiento económico o social de manera ética, articulándose con el mundo del trabajo y con el desarrollo; para aprovechar responsablemente las tecnologías de la información y de la comunicación; para gestionar procesos autónomos de aprendizaje; y para apreciar la dimensión espiritual y religiosa en la vida de las personas y las sociedades. Por supuesto, también para comunicarse eficaz y responsablemente en su lengua materna, en castellano y en inglés, así como para interpretar la realidad y tomar decisiones a partir de conocimientos matemáticos[17]. ¿Qué hay aquí de objetable?
El currículo también plantea un aprendizaje que parta de enfrentar problemas y desafíos de la realidad que viven los estudiantes, poniendo en juego todas sus capacidades reflexivas y empleando los conocimientos y habilidades que cada situación exija, con autonomía y con el acompañamiento del docente. No discute la necesidad e importancia de adquirir conocimientos diversos, solo que propone hacerlo indagando, produciendo y analizando información, siempre en respuesta a un desafío, no repitiendo un discurso leído o escuchado. Es lo que Freire proponía cuando sostenía que «el acto de conocer comprende un movimiento dialéctico que va de la acción a la reflexión sobre ella y de ella hacia una nueva acción»[18].
El actual Currículo Nacional fue producto de más estudios, debates y consultas que ningún otro en nuestra historia republicana. Ese proceso, que duró cuatro años, está debidamente documentado[19]. Quien sostenga que ha sido hecho sin participación lo hace desde el desconocimiento o desde el prejuicio. En los últimos veinte años hay diversos instrumentos de política educativa que también han sido resultados de amplios y plurales procesos participativos, como ha sido el caso del Proyecto Educativo Nacional y el Marco de Buen Desempeño Docente. No obstante, nunca han faltado voces que terminan descalificándolos, con el argumento de haber sido hechos a espaldas de los actores.
Cuáles son entonces los desafíos
El problema está situado fundamentalmente en la implementación, pues pesa más la cultura institucional del sistema, así como las ideas y hábitos pedagógicos a que ha dado lugar por más de doscientos cincuenta años, que lo que el currículo demanda. Los sucesivos cambios en los equipos de gestión a cargo de la política curricular tampoco han ayudado a mantener una línea consistente de implementación que ataque sostenida y coherentemente las barreras más estructurales. Eso debe corregirse y deben aclararse también las orientaciones pedagógicas que comúnmente se ofrecen, abandonando su proclividad a la prescripción y la uniformización de las prácticas.
Necesitamos asimismo hacer seguimiento continuo de los avances y dificultades de los maestros en su ejecución para tener evidencias objetivas de las necesidades a atender, así como hacer un esfuerzo serio por construir consensos sólidos alrededor de una visión común de los resultados a los que aspiramos y de los procesos que le son indispensables, para que la necesaria diversificación no represente un llamado a romper filas y orientar los aprendizajes a discreción, en direcciones contrapuestas.
Hay lecciones que recoger y varios temas en la agenda de mejoras, pero derogar el currículo actual para reemplazarlo por uno enfocado en contenidos, como el que tuvimos hace treinta años, aunque se envuelva esta intención en un discurso regionalista y participacionista, no dejará de ser un retroceso histórico y un grave atentado contra el derecho de niñas, niños y adolescentes a recibir la educación que necesitan para moverse en el mundo de hoy. «Lucho por una educación que nos enseñe a pensar»[20], decía Freire. De eso se trata en el fondo, por las fuertes implicancias y desacomodos que esto supone en todo orden de cosas. En esa dirección venimos remando contra corriente desde hace treinta años.
Lima, 09 de noviembre de 2021
NOTAS
[1] Freire, P. (2012), Pedagogía de la indignación: cartas pedagógicas en un mundo revuelto. Buenos Aires: Siglo Veintiuno editores.
[2] Peter Senge (2000), Escuelas que aprenden, Editorial Norma.
[3] Freire, P. (1997), Pedagogía de la Autonomía. México DF: Siglo XXI (publicado en 1996).
[4] Freire, P. (1969), La educación como práctica de la libertad. España: Siglo Veintiuno editores.
[5] Freire, P. (1997). Pedagogía de la Autonomía. Ob. Cit.
[6] Zabala, Antoni y Arnau, Laia (2007). 11 ideas clave. Cómo aprender y enseñar competencias. Colección Ideas Clave, 3. Ed. Graó. Barcelona.
[7] Freire, P. (1969), La educación como práctica de la libertad. Ob. Cit.
[8] Freire, P. (2012), Pedagogía de la indignación. Ob. Cit.
[9] Jackes Delors y otros (1966), La educación encierra un tesoro. Informe a la UNESCO. Madrid. Ed. Santillana.
[10] Freire, P. (2012), Pedagogía de la indignación. Ob. Cit.
[11] Freire, P. (1997), Pedagogía de la Autonomía. Ob. Cit.
[12] Freire, P. (1997), Pedagogía de la Autonomía. Ob. Cit.
[13] Jackes Delors y otros (1966), La educación encierra un tesoro. Ob. Cit.
[14] Perrenaud, Philippe (2006), Construir competencias desde la escuela. Ediciones Noreste. J. C. Sáez Editor. Santiago.
[15] Zabala, Antoni y Arnau, Laia (2007). 11 ideas clave. Cómo aprender y enseñar competencias. Ob. Cit.
[16] Perrenoud, P. (2004). Diez nuevas competencias para enseñar: invitación al viaje. Barcelona: Graó.
[17] Ministerio de Educación del Perú (2016), Currículo Nacional de la Educación Básica. RM 281-2016-MINEDU.
[18] Freire, Paulo (1972), El mensaje de Paulo Freire. Teoría y práctica de la liberación (Madrid: INODEP).
[19] Guerrero, Luis (2013), Informe completo sobre la reforma curricular. Lima, FORGE/Grade.
[20] Freire, Paulo (1996), La importancia de leer y el proceso de liberación, México, Siglo XXI.