Es agosto del 2018. Estoy en clase de matemática. Hace frío, tengo sueño. Sólo veo una pizarra llena de números y una profesora que está tratando de explicar las fracciones a 24 estudiantes de segundo de secundaria que solo parecen estar programadas para mirar a la pizarra. Estoy esperando a que el timbre suene y la clase acabe. De repente tocan la puerta.
La profesora rápidamente dice “chicas abran la puerta”. “Buenos días profesora. En el aula ¿quién ocupa el primer puesto?”, dice una estudiante del último año de secundaria. “Para qué será, para que será”, escuche varias veces de mis compañeras, en un tono parecido al de un niño que espera un chocolate. La profesora responde amablemente “Leonor”, quien de pronto tiene permiso para salir del aula en medio de la clase. En el aula nadie sabía para qué la llamaban.
Después de unas semanas la profesora nos explicó que Leonor había sido seleccionada para ser candidata en una de las listas para las elecciones del municipio escolar, al igual que Isabella, quien ocupaba el segundo puesto.
Cuando la maestra lo dijo, escuché murmullos como: “que chévere”, “ellas ocupan los primeros puestos, por eso les han seleccionado”, “qué bueno por ellas”. Ni yo ni nadie fuimos capaces de decir “yo también quiero formar parte de ello”. Yo me sentía feliz por ellas, pero tenía el rostro y el alma entristecida.
Con una hoja y unos cuantos colores empecé a dibujar flores que se convirtieron en garabatos para disfrazar mi tristeza. Rayaba la hoja como si tuviera la culpa. “¿Por qué no puedo ser parte del municipio escolar? Seguro no tengo la capacidad” pensaba para mis adentros mientras dibujaba. “Cindy, tienes que esforzarte más”, “no eres lo suficientemente inteligente”, “seguro no sabes expresarte en público, por eso no te han elegido”. Era una explosión de pensamientos como si se tratara del fin del mundo. Este hecho fue el detonante para estallar y frustrarme conmigo misma. Una baja nota no lograba derribarme así.
En ocasiones nos convertimos en espectadoras silenciosas de nuestro caos e inseguridad interna, que llega a explotar en frustración con una misma. Yo he sido espectadora. Me he dejado influenciar a tal punto que solo levantaba la mano para acceder – con mi voto – a que el estudiante denominado como “el inteligente” o “el primer puesto”, nos represente o acceda a importantes oportunidades.
Sabemos que en la mayoría de escuelas este tema es notorio, por ejemplo: en muchos lugares para ser brigadier del aula tienes que cumplir algunos “requisitos”, siendo el más esencial tener buenas calificaciones, y por ende estar en los primeros puestos. Normalizamos situaciones como estas, ya que damos por aceptado que los niños que no tienen buenas calificaciones, los que no ocupan los primeros puestos o los que son traviesos en el aula, no pueden aprovechar oportunidades como estas porque no cumplen con las expectativas.
Admiro el trabajo arduo de nuestros primeros puestos para llegar ahí. ¿Pero por qué el estudiante que ocupa el último lugar académico no podría acceder a estas oportunidades? Y más aún ¿Por qué tenemos que determinar a un estudiante solo por el puesto que ocupa? ¿Acaso el aprender es una competencia por los puestos?
Quizás esta historia y estas preguntas ayuden a iluminar esa frustración que sentimos algunos estudiantes; reflejen las veces en que somos espectadores silenciosos de lo que pasa a nuestro alrededor, como no expresamos nuestra voz. Y lo más relevante, cómo perdemos, innecesariamente, nuestra autoconfianza.
Lima, 18 de agosto de 2022