EDITORIAL
Un antiguo cuento chino, escrito 400 años antes de Cristo, relata la historia del príncipe Ye, un tipo fascinado con los dragones, a tal extremo que los había pintado en todas las paredes de su palacio. Dice que cuando el dragón verdadero se enteró de su afición voló donde él y metió su cabeza por la puerta de su casa. Sin embargo, cuando el príncipe Ye lo vio, salió despavorido presa de pánico. Shen Buhai, el autor de este cuento, explica el desenlace señalando que el príncipe, en verdad, no amaba a los dragones, sino solo a algo que se les parecía.
Esta historia podría calzar perfectamente con lo que hemos venido observando con mayor atención desde inicios del 2020: instituciones que adscriben sin reservas a un currículo orientado al desarrollo de competencias, es decir, a aprendizajes reflexivos que conectan la teoría con la práctica, a tal punto que hasta las escriben en todas las planificaciones que les demanda el sistema. Sin embargo, cuando descubren que lograrlas supone procesos en los cuales los estudiantes afrontan retos reflexionando y tomando decisiones con autonomía, huyen hacia los contenidos.
Lo mismo podríamos decir del sistema de gestión, que también adscribe al objetivo de lograr competencias en todos los niveles educativos, a tal punto que lo señala y ratifica en todos sus documentos normativos. Sin embargo, cuando repara que este tipo de resultados exige situar las experiencias de aprendizaje en el contexto de las distintas necesidades y realidades que presentan los estudiantes, lo cual exige un seguimiento diferenciado de los procesos, corre a refugiarse en la uniformización de las prácticas.
Esto querría decir, como advertiría Shen Buhai si conociera esta historia, que en verdad el sistema y sus instituciones no aman las competencias, sino solo a algo que se les parece (aunque no mucho).
Que los niños, niñas y jóvenes de las actuales generaciones necesitan aprender a resolver problemas, empleando el conocimiento con sentido crítico y creativo, demostrando autonomía y colaborando en equipo, es algo que la gran mayoría de países vienes sosteniendo desde fines del siglo XX. Hacia allí han venido dirigiendo sus esfuerzos desde entonces y pareciera que en eso no hay desacuerdo. Pero si vemos los esquemas de clase que circulan abrumadoramente en las redes y se proponen como modelos de referencia, no es difícil darse cuenta que, detrás de la terminología curricular con la que son redactados, apuntan centralmente a contenidos de información.
Múltiples voces demandaron con urgencia el retorno a la presencialidad, preocupadas por la pérdida de aprendizajes que se venía produciendo a lo largo de dos años de cierre de escuelas y educación remota. Ahora que ya se reabrieron las escuelas, toca entonces preguntar ¿Qué se está aprendiendo realmente en las aulas? ¿Suscita esta pregunta la misma preocupación y controversia que provocó el tema del aforo y del uso de mascarillas en las aulas?
La apuesta por aprendizajes profundos y no memorísticos ni repetitivos que el país, al lado de muchos otros, ha venido sosteniendo en lo que va de este siglo, ha sido seriamente dañada en los últimos cinco años. Desde la promulgación del currículo nacional a la fecha hemos visto desfilar doce ministros de educación. ¿Es posible sostener la continuidad de una apuesta en estas condiciones? Desde una visión ingenua, interesada o desinformada, hay quienes creen que todo se solucionaría regresando a la pasada década de los ochenta, es decir, a los antiguos currículos por contenidos. Eso es como creer que, para resolver el conflicto entre Rusia y Ucrania, sería mejor restablecer la Unión de Repúblicas Soviéticas.
Formar personas y ciudadanos capaces de transformar las realidades actuales para construir un país más justo y equitativo, supone formar seres pensantes, inclusivos y con sentido del bien común. Eso supone procesos que rompen la concepción del tiempo con que se gestiona el sistema educativo, pues no compatibilizan con la idea de simultaneidad; y suponen también diferenciación, pues tampoco compatibilizan con la uniformización de prácticas y procedimientos. ¿Eso hace más difícil la gestión? Sin duda, pero el modelo actual de organización, rígido, formalista y estandarizador, hace más fácil supervisar, pero no soporta sino más bien boicotea el tipo de procesos que requiere el desarrollo de competencias.
¿Por qué ese cambio no se debate ni entra en la agenda hasta el día de hoy? Una explicación posible es que, en realidad, no amamos a los dragones. Les tememos, es natural. Preferimos verlos pintados, las simulaciones no intimidan, no nos obligan a movernos. Pero las generaciones actuales, como Daenerys Targaryen, necesitan volar sobre ellos para cumplir la misión que las generaciones anteriores no supimos cumplir. Ellos lo necesitan, el país lo necesita. Prestemos más atención a lo que está ocurriendo en las aulas ahora, porque es allí donde se están definiendo los escenarios que afrontaremos como país en los próximos treinta años.
Lima, 05 de octubre de 2022
Comité Editorial