En el año 1997 el policía Carlos Huachipa fue condenado a cadena perpetua al ser acusado por el estado peruano de ser un alto mando terrorista. Le fue aplicada la condena más rigurosa sin ninguna evidencia de culpa. Huachipa, junto a su familia emprendieron una larga defensa para probar su inocencia, y aunque logró recuperar su libertad, no logró recuperar su trabajo, tampoco la experiencia de ver crecer a sus hijos.
¡No he sido yo! ¡No sé de qué me acusan! Los gritos del teniente Carlos Huachipa se repetían una y otra vez mientras lo enmarrocaban y lo subían a una patrulla de la Dirección Nacional contra el Terrorismo (DINCOTE). La detención ocurrió la mañana del 10 de marzo de 1997, cuando el aún policía se encontraba a cargo del cuidado de un puesto policial en una provincia de Ancash. No fue hasta 10 días después que su familia supo de él.
Entre los años 1980 y 1990 innumerables personas fueron secuestradas, desaparecidas, asesinadas o ejecutadas extrajudicialmente; cuando no torturadas o abusadas sexualmente. Estos hechos fueron reportados al país el año 2003 por la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR).
Carlos Huachipa -nos reservamos su verdadero nombre a su solicitud- es una de esas víctimas. Este expolicía fue arrestado en agosto de 1997. En esos tiempos se volvió habitual arrestar a cualquier sospechoso del algún acto terrorista sin indicio o evidencia. Eran los detenidos quienes debían probar su inocencia, aunque no a todos se les daba esa oportunidad.
Carlos fue acusado de ser un alto mando terrorista. La orden policial con la que se procede a su detención le atribuía ser líder en la zona norte del Perú. Esta distribución geográfica incluía un supuesto activismo en ciudades como Huaraz, Casma, Chimbote, y La libertad. “…Fui detenido mientras me encontraba de servicio policial. En ese entonces yo, ya llevaba siete años sirviendo al Estado peruano como Policía, había trabajado en unidades de investigación, unidades antidrogas e, irónicamente, también transité por la unidad policial antiterrorista”.
Carlos nos recibe en su casa, ubicada en la provincia de Huaraz. Es un hombre de 49 años, ahora dedicado al comercio de pollo. Han pasado casi veinte años desde la última vez que vistió su uniforme de Policía.
Tiene una esposa y cuatro hijos. El mayor de ellos estudió ingeniería de minas, como su abuelo; el segundo estudia para ser ingeniero mecánico; la tercera decidió ser psicóloga; la más pequeña, de once años, desea ser artista plástica. “Ninguno de mis hijos, ni por error, ha querido ser policía…” menciona Carlos.
Toda su familia conoce la historia, porque la vivieron y padecieron. Aún hoy, más de veinticinco años después, la herida sigue abierta. Huachipa nos recibe en su sala. Su voz, sus movimientos, son los de un hombre cansado. Es de noche, ha tenido una jornada larga de trabajo. Pese a todo, se da un espacio para contarnos su historia.
Antes de iniciar la entrevista, nos cuenta cómo era la vida en el pueblo donde nació. Al parecer, le agrada recordar sus años de infancia; o tal vez quiere que entienda que ahí, de alguna manera, empezó todo.
“…En Yautan las familias vivían del comercio de abarrotes, de sembrar y cosechar en la chacra. Cuando los hijos crecían se sumaban a estas actividades, a la vez estudiaban en el colegio emblemático agropecuario de Yautan. En mi pueblo, a pesar del terrorismo, la vida se mantuvo casi siempre inalterable. Al menos, eso creíamos mi familia y yo”.
Carlos, sentado frente a mí, menciona por primera vez el nombre de Marco, un vecino con el que jugaba en su infancia y cuya familia vivía cerca a la suya, a una casa de distancia. Marco fue la causa de su detención. Este personaje captaba jóvenes como cuadros terroristas. “Mi familia y la de él se conocían de cerca. Conocíamos su forma de vida y ellos la nuestra. Pero uno nunca termina de conocer a las personas…” Carlos se sirve un vaso de agua.
Marco era un vecino doce años mayor que él. Solían pelotear, jugar trompo, canicas. “Al acabar el colegio era común que los hijos migraran a otras ciudades. Ese fue el caso de Marco, en realidad, se fue a Lima al acabar el colegio. Vivíamos en un barrio pequeño, todos nos enterábamos de todo lo que pasaba en cada familia”. Él no volvió a ver a su vecino hasta 7 años después.
La conversación con Carlos continúa, lo siento más cómodo, más suelto. Ha decidido contar su historia rebobinando cada detalle. El tiempo pasó, me comenta, y yo también terminé el colegio, fui el mejor de mi clase, mi familia estaba orgullosa de mí. Al concluir la secundaria tenía quince años. Sabían que quería ayudarles, sabían que quería estudiar, así que, junto a mis padres y hermanos, nos mudamos a Huaraz. Dejé de saber de Marcos y su familia.
Para darle contexto a su historia, me habla ahora de la economía familiar. “En 1990 la minería en el Perú tuvo una fuerte caída. Las familias que subsistían de ella tuvieron que buscar otras formas de ingreso. Como mi padre toda su vida fue minero, durante muchos años tuvo la administración de pequeñas minas, pero con la crisis tuvo que dedicarse a lavar carros. Yo apoyaba en un taller de mecánica. En ese momento no imaginaba que sería policía, menos que estaría preso. Lo increíble es que hasta el oficio de mi padre fue usado como pretexto para mi encarcelamiento, dando por hecho que nosotros conocíamos de explosivos, por ser hijos de un minero”
A siete años de haber dejado Yautan, Carlos volvió a ver a Marco. Él seguía siendo un adolescente, pero su vecino ya no, ahora era un comerciante de ropa en una parada en Huaraz. “Ahora sé que esa era sólo una fachada para sus delitos…” me dice.
Durante los años de terrorismo en el Perú (1980–1999), policías y terroristas se camuflaban bajo la fachada de obreros, heladeros, comerciantes, etc.
“Marco estaba con otro hombre, ambos me saludaron, y empezamos a conversar”. Esa conversación sería un factor determinante para que, siete años después, el ahora expolicía fuera secuestrado, torturado, acusado de terrorista y condenado a cadena perpetua.
“Marco, su amigo y yo empezamos a hablar, me preguntaban muchas cosas, cómo estaba mi familia, mis hermanas, a qué se dedicaba mi papá, etc. Yo le conté los detalles de nuestra vida, le dije que mi papá ya no era minero, que yo apoyaba en un taller y que quería ayudar más a mi familia. Su amigo, quien después se convertiría en un colaborador arrepentido, me propuso irme a Ica o Nazca, porque allá había trabajo, que ellos me podían recomendar. Yo tenía solo dieciséis años, aún no podía tomar esas decisiones solo”.
Ese año, Carlos vio dos veces más a su vecino y al “amigo”. Luego, no volvería a saber de ambos hasta diez años después.
Con el tiempo sus padres lograron hacerse de un negocio, y él se volvió policía. “Postulé a la Policía Nacional del Perú, y pasé todas las pruebas; incluso el historial de conducta. Ni mi familia ni yo teníamos antecedentes. Serví a la policía casi diez años…”
Al ingresar a la policía, las cosas en la vida de Carlos parecían encaminarse. Con los años, se fueron fortaleciendo en él su carácter y la vocación. Jamás imaginó que, a pocos meses de cumplir siete años de servicio, su vida cambiaría por completo. “Yo estaba sólo, resguardando el puesto policial, y llegó un comandante apellidado Hidalgo, preguntando por mis superiores. Le mencioné que no se encontraban, me hizo algunas preguntas, una fue sobre el uso que le dábamos a las bodegas de la comisaria. Le expliqué que allí guardábamos armamento y explosivos, algo que él sabía porque era común que a las bodegas de las dependencias policiales se les diera ese uso. Me pregunto si yo sabía de explosivos, le dije que sí, que mi padre había sido minero y que además había llevado cursos sobre desactivación de explosivos”
Al día siguiente, más de veinte efectivos policiales cercaron la comisaria para arrestarlo. El mismo comandante Hidalgo, con el que había conversado horas antes, encabezó la detención de Carlos Huachipa, “Me pidió que entregue mi placa, mi revolver y me someta a la detención, como yo conocía mis derechos, les pedí una orden de arresto. Por eso regresaron con la orden al día siguiente. Lo que estaba sucediendo en ese momento era incomprensible para mí. Estuve secuestrado una semana, me torturaron psicológicamente, me maltrataron físicamente, insistían en que acepté el delito”.
Carlos estuvo secuestrado en una playa de Chimbote, sus padres no sabían de él. En ese momento se vivía en un país sin ley.
Luego vendría el allanamiento a las viviendas de familiares y amigos de Carlos. Empezaron por la de sus padres, luego las de sus hermanas. En ninguna se hallaron armas, ni drogas, ni un solo pasquín terrorista. Posteriormente lo trasladaron a Lima, fue recluido en el penal Castro Castro y sentenciado a cadena perpetua. Todo el proceso que se siguió fue el mismo que se observaba para condenar a los más altos mandos terroristas, sólo que, en el caso de Carlos, faltaba lo más importante: evidencias de su culpa. “Lo único que tenían en contra mía era el testimonio de un cabecilla arrepentido. Yo no sabía entonces quién era el que me inculpaba ni por qué, tampoco entendía por qué seguía preso ni por qué me condenaron sin ninguna evidencia”.
Meses después habría un careo con el cabecilla arrepentido y su cómplice. “Me quedé helado, eran Marco y su amigo, Marco, mi vecino y compañero de juegos en la infancia, eran ellos los que me acusaban”
“Empecé a comprender todo. Marco, era un captador, su amigo era uno de los cabecillas responsable de esas acciones. Al ser detenidos el mismo año que yo, la policía los presionó a dar nombres, cualquier nombre, imagino que para no delatar a sus compañeros me mencionaron a mi” Jamás fui parte de su grupo, ni sabía a qué se dedicaban…”
El proceso penal siguió. Carlos se defendió con un argumento contundente. “Dicen que yo ocasioné un atentado en Trujillo el 21 de septiembre de 1997, pero ese mismo día yo me encontraba resguardando la comisaria de la provincia de Huari. ¿Es posible estar en dos lugares al mismo tiempo?”
Debido a la falta de evidencias, su pena se redujo a 4 años de cárcel. Para Carlos esto no era suficiente. “Jamás se ha sentenciado a 4 años de cárcel a un alto mando terrorista, si de eso se me acusa, denme la pena que corresponde” argumentaba “Nunca me pudieron probar nada, porque nunca hice nada…”.
Carlos Huachipa fue liberado el 12 de septiembre del 2001. Nunca se le indemnizó. Tampoco pudo volver a ser policía, y al salir uno de sus hermanos había fallecido. “Tengo años luchando por una reparación civil, hace poco me dijeron que ya no se puede hacer nada porque los documentos se han extraviado
Según un informe de Amnistía Internacional publicado en 1999, desde 1992, cuando el gobierno peruano promulgó una nueva legislación antiterrorista, centenares de personas fueron acusadas falsamente de delitos de terrorismo. Amnistía Internacional cree que esas leyes han servido de base para la detención injustificada, la condena y el encarcelamiento durante largos periodos de centenares de presos inocentes.
La historia del expolicía Carlos Huachipa nos lleva inevitablemente a pensar en qué clase de ciudadanía se están formando nuestros estudiantes, Cuál es su nivel de comprensión de sus deberes y derechos. Una mirada más sincera y realista del funcionamiento de nuestra democracia y del sistema de justicia ayudaría a dejar de normalizar actos arbitrarios de las instituciones cuya función es proteger al ciudadano.
Esta ciudadanía, que es uno de los objetivos del currículo, que las normas regulan y que son el sustento de la democracia, no tiene que ser idealizada, ni tampoco dejarse en el terreno de la subjetividad, si cada cual entiende y actúa como considera que es correcto sin tener en cuenta al otro, este país dejó de ser una república. La competencia 16 del Currículo Nacional, “Convive y participa democráticamente en búsqueda del bien común”, nos demanda promover en los estudiantes una reflexión profunda sobre las diversas situaciones que vulneran la convivencia democrática; así como la capacidad de construir normas y asumir acuerdos y leyes. Casos como el de Huachipa se seguirán repitiendo si la educación no forma ciudadanos más reflexivos, con mayor entendimiento de su rol en el fortalecimiento de la democracia. El ejercicio de una ciudadanía más plena debe empezar en las escuelas.
Huaraz, 5 de octubre de 2022