Estamos cerca de fin de año. Se vienen las notas, los registros, las actas, las últimas evaluaciones. Nada nuevo para las escuelas. Durante todo el año, en muchas escuelas, se ha dejado de lado la evaluación formativa o se la ha reemplazado en la práctica por una evaluación certificadora reiterativa. Algo que ya venía desde hace varias décadas. Picaroni (2009) había realizado un estudio latinoamericano sobre las evaluaciones en aulas de primaria. Lo que resaltaba, y Perú no era una excepción, era que la evaluación formativa era concebida como un proceso constante, pero no de acompañamiento, reflexión y retroalimentación durante el proceso de aprendizaje sino como un proceso reiterado de calificaciones.
¿La calificación es permanente?
La calificación implica emitir un juicio de valor sobre lo que ha llegado a aprender el estudiante y lo que le falta para alcanzar lo esperado. Ello se puede dar al final de un periodo de aprendizaje (dos o tres meses, por ejemplo). Sin embargo, es muy frecuente que en las aulas se asigne nota a los estudiantes mucho antes de que termine ese periodo, es decir, cada vez que termina una ficha, actividad, sesión o experiencia de aprendizaje. Ello convierte la calificación en una acción permanente en el día a día y se la toma como una evaluación formativa. Así, la evaluación formativa -entendida como permanente acompañamiento y retroalimentación- es distorsionada por una evaluación certificadora inmediatista, prematura y atosigante.
El problema es que toda calificación reiterativa en lapsos cortos de tiempo implica un cierre del proceso de aprendizaje antes de tiempo. No deja que los estudiantes caminen, disfruten del paseo, se equivoquen, lo superen, reflexionen, en fin, pongan en juego sus habilidades, conocimientos y recursos en un proceso que es largo -si el camino es hacia el desarrollo de la competencia-. Solo en un periodo relativamente largo, damos la oportunidad a los estudiantes de ofrecernos a) la puesta en juego de conocimientos, habilidades, recursos cuando se desarrolla una competencia b) el recojo selectivo de diversas evidencias de aprendizaje, c) retroalimentación permanente de sus avances y desempeño durante el proceso. Ello nos ofrece un panorama más justo, integrado y objetivo para asignar una calificación.
¿Calificamos y retroalimentamos al mismo tiempo?
Si se le pone una calificación a un trabajo del estudiante y al mismo tiempo se le retroalimenta, ¿a qué cree que le dará importancia? Exactamente. A la calificación. Por más que se describan sus dificultades y aciertos, estas solo funcionarán como una justificación de la nota, y ya pierde el interés por mejorar su actuación. Cuando calificamos el trabajo de un estudiante y le ofrecemos una retroalimentación en el mismo momento, obstaculizamos el sentido formativo de la evaluación. Entran en conflicto: los estudiantes se quedan con la nota y la retroalimentación ya no importa. ¿Por qué importaría? Ya se cerró la puerta del aprendizaje. No hay más vuelta que darle. La actividad ya acabó. La calificación la cerró. El proceso tuvo su fin. La retroalimentación solo tiene sentido durante el proceso.
¿Evidencias para calificar?
Para calificar, necesitamos huellas, marcas, evidencias que dejan los estudiantes: las actuaciones y/o producciones que han realizado. Tanto para la retroalimentación como para la calificación se necesitan evidencias a) relevantes (no todas las tareas y actividades que les planteamos a los estudiantes son relevantes para el desarrollo de la competencia, b) diversas (lo que no quiere decir que sean muchas en cantidad y repetitivas, sino variadas y de diverso tipo), c) generadas a partir de situaciones y experiencias de aprendizaje retadoras y problemáticas y d) analizadas a la luz de criterios de evaluación elaborados a partir de los estándares de aprendizaje.
¿Criterios compartidos?
Los criterios de evaluación son estables en el tiempo y se comparten con los estudiantes para que sepan qué es lo que se espera de ellos: establece el norte en su accionar y, en consecuencia, sobre lo que hay que retroalimentar. Ello implica, a su vez, sobre lo que hay que calificar al final del periodo de aprendizaje.
¿Calificar es etiquetar y clasificar?
No se trata solo de etiquetar al estudiante con un B, 12 o en proceso. Se trata de decir qué significa eso en cuanto a sus aprendizajes que ha logrado y los que le faltan. Una calificación adecuada no es un juicio de valor perdido en generalidades, sino que es descriptiva, específica y razonada.
¿Calificamos competencias o meramente contenidos? He aquí la gran cuestión. Es frecuente proponer actividades enfocadas en trasladar contenidos de una caja a otra. Se extrae información de algún lado y la tarea consiste en llevarla a un organizador gráfico, a repetirla en una ficha de preguntas, a recolectarla de varios modos, a aplicar una serie de procedimientos o fórmulas, a reducirla a una lista de ideas. ¿Qué calificación esperamos de actividades así, incluso luego de un periodo de aprendizaje más o menos largo? Una calificación enfocada en la corrección de contenidos por sí mismos, sin duda, y no en competencias.
Sea por la presión de las autoridades o de las mismas familias, la calificación -cuando es reiterada y casi diaria- parece ser una suerte de evidencia laboral del docente. Al igual que la planificación, son registros escritos que demuestran que el docente está trabajando, es decir, que está enseñando. Las calificaciones se han convertido en sendos trámites administrativos supervisables. Han perdido su naturaleza pedagógica- cuando se realizan como corte de un periodo más o menos extenso de aprendizaje (bimestre o trimestre)- y se han convertido en meros objetos burocráticos -cuando se aplican rutinariamente.
Por un lado, el obsesivo centramiento en el objeto “planificación” de lo que se enseña ha desplazado el interés por el sujeto de aprendizaje. Importa más aquel objeto, pues es parte de una evidencia laboral (quizás por eso, la imposición de seguir exigiendo planificaciones por sesión a pesar de que hace dos años hablamos de experiencias de aprendizaje), que el aprendizaje de niños, niñas y adolescentes.
Por otro lado, lo mismo sucede con las calificaciones, cuando son reiteradas. Las notas, los revisados, los niveles de logro, representados por símbolos numéricos, alfabéticos, emoticones, stickers, frases o etiquetas son marcas que supervisan, controlan y juzgan el accionar de los estudiantes de modo constante, como quizás también los docentes son supervisados, juzgados y controlados laboralmente por una sociedad que desconfía permanentemente de ellos.
Se puede sospechar que las calificaciones constantes no hacen daño a nadie. Pero, lamentablemente, su reiterado uso va minando y socavando una evaluación formativa que se interesa más bien por acompañar, no juzgar; se orienta a comentar, no a juzgar; enfatiza la retroalimentación para seguir aprendiendo, no a etiquetar y clasificar. No solo se trata de reemplazar números por letras a la hora de calificar, sino de entender su función legítimamente certificadora, pero al final de un periodo de aprendizaje y no cada vez que se finaliza una actividad, sesión o experiencia de aprendizaje. Una calificación, además, es justa y objetiva cuando ya se tienen suficientes evidencias y les hemos permitido a los estudiantes superar sus errores, fortalecer sus aciertos, en fin, mejorar sus actuaciones y producciones.
Lima, 21 de noviembre de 2022