Maria Emma Mannarelli | La República
En lo que llevamos los humanos en este planeta, hasta hace muy poco, las uniones conyugales han respondido a intereses familiares, a conveniencias políticas, a pactos de clase. La necesidad de una prole que herede, que trabaje y sustente, que cuide ha preferido la pareja heterosexual. Y esto no solo en los interregnos de paz de los que también está hecha la historia. En lo álgido de la belicosidad masculina, un recurso decisivo fue el “tráfico de mujeres”. Las feministas preferimos llamarlo así desde que Gayle Rubin, en 1975, escribiera al respecto, tomando distancia de Lévi-Strauss, que usó el término “intercambio”. Los 168 servidores de la monarquía católica que en 1532 esperaron en Cajamarca a Atawalpa y lo capturaron eran tributarios de una cultura guerrera donde héroes como el Cid Campeador cedían a sus hijas –Elvira y Sol– a los infantes de Carrión; y donde el código de honor que orientaba sus vidas incluía el rapto de mujeres –tales servidores traían varias con ellos, moriscas, indígenas– que servían de amantes y criadas a la vez; eran botín de guerra… Leer más