EDITORIAL
La Presidencia del Consejo de Ministros, entre otros anuncios relativos a la educación, ha señalado recientemente que se ha previsto capacitar a 110 mil maestros nombrados y contratados durante el presente año. ¿Cómo debemos interpretar este anuncio? Veamos. En lo que va del siglo XXI, la experiencia ya demostró que las acciones formativas dirigidas a docentes equivalen a un tiro al aire si la política no prevé mecanismos que aseguraran su impacto en las aulas. ¿Los hemos previsto?
Es que el concepto de política educativa evolucionó al ritmo de la modernización del Estado y el cambio en los paradigmas de la gestión pública. En el pasado, desde un enfoque burocrático, se asumía que el rol del Estado básicamente era normar y que las políticas consistían en realizar acciones y entregar recursos. No había compromiso con los resultados. Si las cosas no mejoraban, se responsabilizaba a los actores. Se rendía cuentas por lo que se había hecho, no por lo que se había logrado.
Esto empezó a cambiar desde el 2007. Las políticas públicas estuvieron retadas a diseñar todas las acciones necesarias para asegurar que sus objetivos se cumplan. En el caso de la formación docente, se trataba de diseñar acciones que respondan, por ejemplo, a las necesidades derivadas de la implementación del currículo, tanto como a las necesidades identificadas en cada institución educativa. No bastaba ofrecer oportunidades para una formación de carácter general, era además indispensable atender demandas específicas de las instituciones en cada territorio, que por cierto nunca son exactamente las mismas.
Una estrategia de apoyo importante al proceso de mejora del desempeño docente, que tuvo un impacto positivo a pesar de los sucesivos cambios en su gestión, fue la de acompañamiento pedagógico. A pesar de estar inscrita en el Proyecto Educativo Nacional y de formar parte de la Carrera Pública Magisterial, hoy está desactivada y sin presupuesto.
Otra medida importante en esta misma perspectiva fue la de reconvertir a los directivos de las instituciones, de funcionarios administrativos a líderes pedagógicos, con capacidad para gestionar la implementación del currículo en sus instituciones apoyando los procesos de mejora de la práctica de sus docentes. Naturalmente, para lograrlo no bastaba normar y capacitar, había que dar soporte a los directores y aliviar su carga administrativa. De esa estrategia ya ni se habla.
En determinado momento se proyectó incluso itinerarios diferenciados de formación docente según los distintos roles existentes: docentes, directivos, formadores, basados en las competencias profesionales del Marco de Buen Desempeño Docente y Directivo —no en temas aislados ni coyunturales— y con la perspectiva de ir avanzando a niveles superiores en base al progreso en esas competencias. Con los sucesivos cambios de gestión, esa política se abandonó.
Si regresamos a los tiempos en los que se hacían capacitaciones como quien lanza semillas al viento en la esperanza de que por azar caigan en tierra fértil y crezcan por sí mismas, estamos dejando de lado todas las lecciones aprendidas de numerosos años de experiencias formativas, no solo aquí en el país sino en el mundo, para reiterar viejos errores y revivir la antigua creencia de que los cambios se producen por prescripción.
Por último, si el desarrollo profesional docente está amenazado no es por ausencia de capacitaciones —todos los años las hay— sino por la ausencia de mecanismos de soporte y acompañamiento, así como por un sistema de supervisión controlista, formalista y directivo, que obliga a los docentes a uniformizar sus prácticas en vez de alentar su pertinencia a las diferencias. Un sistema de esta naturaleza desprofesionaliza al maestro, lo convierte en un técnico que basa su desempeño en órdenes superiores y que no puede tomar ninguna decisión por sí mismo sin aprobación de sus jefes.
Hace años que nos rendimos a la evidencia: el país no necesita acciones aisladas de capacitación para sus maestros, sino políticas de desarrollo profesional docente de corto, mediano y largo plazo, con metas verificables de progreso en la calidad de sus prácticas y que parta de un diagnóstico realista de las diversas necesidades.
Comité Editorial
Lima, marzo de 2024