Edición 13

Asalto en Río

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Ana María Guerrero / para EDUCACCIÓN

Compartimos las reflexiones de una estudiante peruana de posgrado, becaria de la Universidad Federal de Río de Janeiro, luego de ser asaltada por un niño de 13 años en uno de los puertos de esa ciudad. Reflexiones hechas desde una ética ciudadana capaz de mirar el fondo político y moral de los hechos cotidianos, más allá de lo evidente.

Ayer me robaron. Salíamos del ferry que enlaza Niteroi y Rio de Janeiro, y que desemboca en la histórica Praça XV, donde hace siglos funcionaba como palco de las solemnidades más importantes del período imperial, además de ser sitio del desembarque y venta de esclavos. Salíamos, entonces, a este lugar enorme y hermoso que lleva buen tiempo sometido a obras, pues, décadas atrás, a algún alcalde corrupto se le ocurrió dividir el casco histórico, y en especial esta plaza, con un viaducto horroroso. Buscando recuperar espacios, otro alcalde demolió el viaducto a punta de dinamita y empezó a hacer un túnel subterráneo. Y como en Brasil todo es grande –las obras son grandes, los presupuestos son grandes, la robadera también es grande- la recuperación del centro, una obra importante y necesaria, distrajo la atención de las corruptelas de las que después fue acusado el pasado prefecto, Eduardo Paes.

Pero en fin. Estaba yo con mi hermana, andando por una de las tantas callejuelas formadas por los paneles de tripley, cuando se acercó, en sentido contrario, un mocoso de quizás 13 años. «Tía» dicen aquí los chiquillos a los adultos, «me falta tanto para un desayuno». Acostumbrada a la forma en que los cariocas resuelven estos pedidos, le dije que fuéramos hasta el restaurante, que yo misma le compraba el desayuno. Avanzamos unos pasos, se adelantó, miró a los lados y cuchicheó algo que no entendimos. Sospeché y miré atrás para ver si venía gente, y al no ver a nadie, mientras me volteaba, empecé a cruzarme el bolso. Fue en ese instante, en ese gesto, que lo oí decir «qué bosta», mientras me arranchaba el bolso y se alejaba corriendo: «Desculpa tia mas muito obrigado». Pocos metros más allá se subía a una moto, donde un compinche lo esperaba, con su casco de seguridad inclusive.

Entonces, ahí apareció la gente, gritando ¡ladrão, ladrão! (léase ladraun, ladraun), ¡que lo agarren!, ¡que lo agarren!, ¡que no lo dejen irse!, ¡que se llevó el bolso de la menina!, ¡que lo agarren!, y se formó una cadena solidaria de gritos y vociferaciones. Pero no hubo caso, porque los chicos estaban en moto y se perdieron entre escombros, tripleys y obras enormes. Los ciudadanos atentos miraban nuestras caras impávidas, resignadas y dolidas, quizás como las que ponemos los peruanos cada vez que Perú se falla un gol facilazo, decisivo, (esa de «nooooo», con el ceño fruncido y las manos en las sienes). Los cariocas, siempre educados y amables, se acercaron a conversar y animarnos, y más amables todavía al descubrir que somos extranjeras: «Uy cómo hablas igualito», dicen, pero uno sabe que no, que nunca podremos pronunciar correctamente esos complejos acentos, abiertos y cerrados, porque llevas años viviendo aquí y por más que te esfuerces vas a la panadería y pides 6 pero entienden 3, y cuando repites 3, entienden 10… Entonces te resignas a pedir 5, 7 u 8, que es casi lo mismo de pan y ya no hay problema.

«Qué bosta», repetí imitando al chiquillo que me había robado, porque se llevó una cartera que adoraba, una laptop vieja que le quité a mi padre antes que la tirara a la basura, mi documento de extranjería –volver a sacarlo será engorrosísimo- y uno de mis libros de Freud, donde casualmente leía «Más allá del principio del placer», texto fundamental en el que se destaca la violencia a la que nos sometemos con la repetición de experiencias dolorosas, escenas y figuras inasimilables, que permanecen crudas, crueles, en nosotros, en nuestros actos y afectos.

Y a pesar de lo fastidioso que es estar dentro de un robo y perder cosas valiosas, qué mierda es tener 13 años y no estar en el colegio o en la canchita jugando fútbol, o morir ahogado a los 3, sin saber qué significa morir, ahogarse, huir, migrar, refugiarse, morir, ahogarse. Porque justamente en ese texto que leía mientras el ferry se balanceaba suavemente, y que perdí minutos más tarde, Freud nos advertía también de la posibilidad de que ciertas heridas nunca cicatricen, que no todo se cerrará, que algunas heridas quedarán semiabiertas, o incluso abiertas, como podemos verlo en la psicosis, donde dejó de existir el límite, donde la realidad invadió tanto las fronteras internas que no puede reconocerse más qué es de uno y que es de afuera, quién eres tú y quién soy yo.

Será, quizás, una “psicosis colectiva” tener el cuerpo de un niñito varado en la arena de una playa turística, devuelto por un mar que pareciera decirnos: ahí tienen, esto es suyo ¿no les gusta? ¡Jódanse! Habría que considerar que un viaducto cortando el casco histórico de una ciudad hermosa como Río, es la versión terrorífica del corte que hizo Castañeda con el Metropolitano en Barranco; y esto, al fin y al cabo, tiempo y plata más, tiempo y plata menos, puede repararse. La vida trunca, en muerte concreta o simbólica, no se puede.

Entonces, me robaron. Pero eso no fue lo más trágico, sino pasar casi seis horas en la comisaría, con policías que escuchan nuestro acento y les jode, entonces la hacen larga, nos mecen, dilatan todo, se equivocan y vuelven a empezar, y uno que se friegue. La violencia desde el Estado, en estos «tiempos de paz» que debemos sostener eufemísticamente porque así lo pautamos en acuerdos internacionales, viene recubierta de adjetivos que la modifican: «excesos», «imperfecciones», «errores», todo aquello de lo que podemos deslindarnos fácilmente, pero que termina haciendo tanto o más daño que las guerras. Y quizás por eso habría que considerarla peor, porque es cínica.

Entonces, la historia de una familia en Siria que busca salir de la guerra pidiendo asilo en Canadá, y que luego un burócrata niega cuidando el establishment, termina en alta mar y unas manos húmedas soltándose en lo oscuro; mientras que una empresa china le deposita a un alcalde brasileño, en su cuenta en Panamá, un cuarto de millón de dólares para arreglar corruptamente la obra corrupta que otro alcalde corrupto perpetró. Obras que la ciudad agradece porque embellece a la ciudad bella en vez de que Antônio, el niño de 13 años que me roba las cosas en esa misma plaza frente al mar, esté terminando el segundo año de secundaria y comenzando a afianzar la habilidad que tiene en matemáticas desde chiquito.

En dos años quizás Antônio muera en un tiroteo de la policía militar en la favela donde vive, con su madre tapándole los huecos mientras pide ayuda, viendo cómo la vida de su hijo se le escapa y que confirma, de paso, que 50 mil brasileños son asesinados por año, 80% de ellos jóvenes y negros. Ahora, contemos cuánta gente está muriendo por visas negadas o fronteras cerradas. Ahora, a los que murieron y siguen muriendo por falta de decisión política en materia de salud o tránsito, o por desregular actividades altamente contaminantes. Comparemos los números con los de una guerra y veamos por qué grieta se nos está yendo la humanidad.

En la misma plaza donde los bisabuelos de Antônio fueron desembarcados del Navío Negreiro que llegaría de Angola, el nieto opta por el engaño y el robo, otras manos húmedas que se soltaron en lo oscuro de la Historia. Aquí tampoco hubo asilo, acogida o remedio. Al menos para gente como él. Hay heridas que nunca podrán cerrarse.

Como dice la maravillosa Rita Lee: Tudo vira bosta

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