Sergio Barrio Tarnawiecki / Para EDUCACCIÓN
En la mitología griega existe la historia de Pigmalión y Galatea. Muchas lecturas se le puede dar a ese mito que fuE una de las primeras historias románticas del género humano. Pero yo quiero ofrecer una muy relevante para la educación, en particular para la educación en el arte…y muy en particular para la educación en la danza.
Pigmalión es un escultor que estaba harto de las mujeres y había decidido no tener nada con ellas. Pero, contradictoriamente, se entrega a hacer una escultura de una mujer. La hace tan bella que termina enamorándose de ella. Se enamora de una piedra esculpida, no de una mujer, se enamora de su obra, es decir de sí mismo, incapaz de amar a una mujer real.
La diosa Afrodita o Venus (que sabemos se ama muchísimo a si misma también), se compadece de su amor y le da vida a la estatua. Pigmalión la bautiza como Galatea y… ellos viven felices, dizque para siempre, agradecidos a los dioses.
Muchas veces ese mito se usa para entender lo que ocurre con algunos maestros que terminan creyendo que sus alumnos son en realidad su creación, que no serían nada si no fuera por ellos, por sus dotes de escultores y por el favor de los dioses para con ellos. No sienten en realidad amor por la persona real, su alumno o alumna, sino por lo que esos maestros-escultores creen, por lo que creen su obra. Embriagados así por su extremado narcisismo, en realidad son incapaces de amar a su alumno-escultura. Y lo más grave es que sienten que los dioses ven su labor y bendicen su obra, no al alumno sino a lo que ellos hacen con lo que ellos ven como una prolongación de si mismos. Tantos maestros ven a sus alumnos como un “diamante en bruto que tienen que pulir”.
En su delirio, el maestro Pigmalión ha resuelto su incapacidad de amar a la mujer y convierte en estatuas “a su imágen y semejanza” a quienes se acercan a él con la ilusión de aprender algo con su compañía.
Quienes caen en su entorno, no se dan cuenta fácilmente que, en realidad, es imposible aprender nada del maestro-escultor, porque se les recibe como piedras a ser esculpidas por el cincel de este, por su idea de la belleza, no como seres libres que necesitan un espacio para crecer, para educar sus propias cualidades y dones, tal y como ellos podrían descubrir en sí mismos, con o sin ayuda de uno o muchos maestros.
Encandilados por la bella escultura que el maestro hace de ellos, caen atrapados en el delirio de este y son parte de ese atelier que almacena las obras del Pigmalión, con aparente belleza… pero sin vida real, como una familia de piedras que se miran entre ellas fascinadas de lo que han hecho de ellas, no de lo que son.
Y belleza hay tal vez, si el escultor es bueno, pero también hay un cruel destino de no poder ser lo que su naturaleza les pide en libertad. Su “gloria” es la del escultor, no su creación propia. Si no rompen con ese vínculo enfermizo, su destino es la alienación.
Si los alumnos-piedra no ceden y buscan su propio camino, si no se someten a los delirios del maestro-escultor, si no renuncian a sus propios sueños, a construir su propio designio, son desechados y abandonados como piedras que “no sirven” y son expulsados. El dolor de estos alumnos desechados es muy grande, y su traumático destierro es muy doloroso, pero el maestro Pigmalión ni cuenta se da… sumido en su delirio de ser el incomprendido, elegido por los dioses como mensajero y creador de un arte sublime… pero alienado y alienante.
Soplan vientos favorables en nuestro mundo de la marinera.
Somos miles dedicados al cultivo de este hermoso baile tradicional y cientos los que se dedican a enseñarlo a personas de todas las edades. Espero que esta historia los inspire. Todo maestro puede aprender de esta historia cosas fundamentales. Ningún maestro de marinera debe sentirse que es un Pigmalión ni tomar a su alumno o alumna como una potencial Galatea y ninguno tiene el cruel “derecho” de repudiar a su discípulo o discípula por tener sueños propios.
Lima, 31 de octubre de 2015