Gonzalo Portocarrero / El Comercio
La insignificancia actual de la cultura en el Perú tiene muchas causas. Aunque esta insignificancia pueda ser extrema en nuestro país, se trata de una situación compartida por muchas sociedades en el mundo contemporáneo. En sus orígenes está una de las ilusiones menos fundadas de los defensores de la cultura. Promover la cultura como el camino de la felicidad. Allí llegaríamos gracias al cultivo de las facultades humanas de experimentar, conocer y amar. Entonces el desarrollo cultural supondría redirigir nuestra vitalidad, sublimar nuestras energías: reemplazar las satisfacciones más impulsivas por aquellas que suponen “metas más elevadas”. Gracias a la renuncia, o atenuación, del goce carnal e inmediato, sería posible construir una experiencia de vida mucho más satisfactoria, centrada en los “placeres del espíritu”: cultivar el amor, el arte, la buena lectura; así se forjaría una vida satisfactoria y socialmente apreciable.
La cultura aparece entonces como un complemento, y hasta un reemplazo, de la religión. Y, paralelamente, se hace sentido común la idea de la superioridad de las sociedades civilizadas sobre los pueblos considerados como salvajes e ignorantes, poco evolucionados. Y en las sociedades civilizadas el sector más culto de la población se postula como el ejemplo que todos deben seguir. La cultura se identificó con lo refinado por la educación, en contraste a la vulgaridad de la ignorancia. Fue la época de auge del liberalismo pedagógico, del proyecto ilustrado, con su insistencia en ver en la naturaleza humana una suerte de hardware vacío donde la sociedad, a través de la educación, podría inscribir los programas más adecuados para el bienestar de las colectividades y la felicidad de los individuos.
En realidad, la creencia en una salvación por la cultura no funcionó satisfactoriamente ni siquiera entre los sectores ilustrados que la concibieron. Aun los sabios y artistas no eran esos seres felices y espirituales, tal como se proclamaba. Eran personas de carne y hueso que luchaban por el bienestar prometido. Y si lograban contener sus impulsos sexuales y agresivos el resultado podía ser el aburrimiento y la melancolía.
Surgieron entonces toda clase de críticas a la cultura. Se la responsabilizó de haber desconectado al hombre, y a la mujer, de su cuerpo, de haber satanizado la impulsividad, y las ganas de vivir, de la gente.
La Ilustración prometió demasiado, como si el hombre estuviera destinado a la felicidad. En el mismo sentido, otro error que debe mencionarse es la creencia en que solo hay una cultura válida, la propia de Occidente. Todo lo demás se consideró ignorancia y salvajismo.
Freud, el fundador del psicoanálisis, se dio cuenta de los ‘impasses’ del programa ilustrado que prometía la felicidad gracias a la cultura. Y ello gracias a una definición más potente del significado de la cultura. Para Freud, la cultura se funda en el triunfo del poderío de la comunidad, expresado en el derecho, sobre el poderío de la “fuerza bruta” de la que disponen los individuos. La cultura supone, pues, un pacto por el cual los individuos renunciamos a mucha de nuestra impulsividad, aquella que tiene consecuencias perjudiciales sobre los demás. En cambio, acatamos la ley que permite una convivencia relativamente pacífica entre la gente. La cultura supone entonces el triunfo de la comunidad mediante el ordenamiento compulsivo de la impulsividad individual. La cultura no está dirigida, primeramente, a crear felicidad sino a frenar la realización de aquellas fantasías que suponen dañar a los otros. La cultura es el respeto interiorizado de la ley.
Desde esta perspectiva, se puede decir que en nuestro país el triunfo de la cultura sobre la “fuerza bruta”, o prepotencia, de los individuos no es un logro sedimentado. Es un proceso demasiado incipiente. Y el derecho, o sistema jurídico, es manipulado por los individuos, y grupos; por los poderosos para realizar impunemente sus fantasías depredadoras en vez de reprimirlas. Esto es visible en la hostilidad hacia la cultura de aquellos que no se resignan al uso de la “fuerza bruta”, y que neutralizan la ley con la leguleyada. Son los que protegen a los pedófilos, los que critican a la Comisión de la Verdad y Reconciliación, por reclamar justicia para todos, los políticos cínicos y corruptos y, en general, toda la gente que no quiere ser un igual a los demás sino que se arroga privilegios sin ningún derecho. Somos, pues, una sociedad bastante descompuesta, con una gran hostilidad a la cultura.
FUENTE: El Comercio / Lima, 18 de noviembre de 2015