Lola Arias / La Nación
Una profesora de arquitectura realiza un taller frente al Palacio Pizzurno, un profesor de filosofía enseña metafísica en el subte, una profesora de la UNA da clases de pintura en la calle Pinzón, un profesor de literatura hace una lectura crítica de una novela de Aira en la vereda de Puán. No es una obra de la Bienal de Performance: es una de las formas de protesta que encontraron profesores y alumnos de la universidad pública para hacer visible la crisis presupuestaria.
Cuando les preguntaban cómo es dar clases afuera, algunos profesores decían que, a pesar del frío, el ruido de la calle y algunas conductas agresivas de los automovilistas, era algo extraordinario. Los alumnos se concentran de una forma inaudita, no sólo porque tienen que abstraerse del mundo exterior, sino porque ellos mismos se ven observados, ocupando un lugar en la escena. Algunos alumnos decían también que es emocionante ver a otros alumnos asistiendo a otra clase a pocos metros de distancia, como si las paredes hubieran desaparecido y pudieran espiar en clases ajenas. Todos coincidían en que dar clases públicas genera una relación diferente entre profesores y alumnos, porque ambos participan por decisión de una acción tan performática como política. Los profesores confirman su compromiso con la educación aun en la intemperie y los alumnos se tornan protagonistas. Literalmente hacen educación pública: salen del aula para mostrarle a la ciudad el lazo que existe entre profesores y alumnos en la UBA.
Enseñar en el espacio público como forma de manifestarse no es algo nuevo. La idea se remonta al Mayo Francés de 1968, pero volvió con las revueltas de los últimos años. En Atenas la enseñanza universitaria salió a la calle en medio de las protestas por la crisis económica; en Madrid, en la época de las movilizaciones de los indignados, se dictaron clases públicas en la Plaza del Sol. Enseñar a plena luz del día volvió a ser una forma de resistencia.
Esa puesta en escena política de la enseñanza no es ajena al arte contemporáneo. El suizo Tomas Hirschorn realizó monumentos a filósofos como Bataille, Spinoza, Deleuze, espacios construidos colectivamente con materiales precarios que funcionan como universidades portátiles para que personas que viven en los suburbios puedan tener acceso a una biblioteca, talleres y conferencias. Un kurdo llamado Ahmet Ögüt tiene el proyecto La Universidad Silenciosa, una plataforma en la que refugiados e inmigrantes (que no pueden enseñar o asistir a clases por problemas de papeles) intercambian conocimiento en la forma de conferencias y publicaciones. De la misma manera, en medio de la crisis del 2001, el Proyecto Venus del artista argentino Roberto Jacoby se proponía como una plataforma de trueque de servicios que en muchos casos eran intercambios de conocimiento del tipo “te cambio una clase de cocina por una lección de alemán”.
Al ver a alumnos y profesores en la calle no se puede dejar de pensar que esa pasión de enseñar y aprender es el capital más preciado de nuestra sociedad. Cerrar los ojos ante la educación pública es no querer ver el futuro.
Fuente: La Nación / Buenos Aires, 15 de mayo de 2016