Karl Ove Knausgård / El País
Este año se cumple un siglo de la aparición de Retrato del artista adolescente. La historia de su nacimiento es larga y tortuosa —Joyce empezó la novela en 1904—, y el camino hasta su canonización como una de las novelas fundamentales de la literatura de Occidente tampoco fue corto: en reseñas de aquella época se escribió sobre “cloacal obsession” (obsesión cloacal) y “asquerosas aguas residuales”, algo que nos resulta extraño hoy día, cuando tal vez sean los aspectos psicológicos del libro, la lucha que se libra en el alma del joven protagonista, lo que más llama la atención. Lo que por aquel entonces resultaba inaudito en la novela es a lo que hoy estamos acostumbrados, mientras que aquello a lo que entonces estaban acostumbrados es hoy lo inaudito de ella. La razón por la que la novela sigue viva, al contrario que casi todas las demás novelas publicadas en 1916, es simplemente que Joyce fue buscando en ella un lenguaje idiosincrásico, un lenguaje propio para la historia que quería contar sobre el joven Stephen Dedalus y su niñez y adolescencia en Dublín, en la que lo esencial era lo único, en la que la cuestión sobre lo que es lo individual era el planteamiento en sí.
La primera vez que oí hablar de James Joyce yo tenía 18 años, trabajaba de sustituto de profesor en un pequeño pueblo del norte de Noruega y quería ser escritor. Debido a esa ambición, me había abonado a una revista literaria, y en uno de los números que recibía por correo encontré una serie de artículos sobre las obras maestras del modernismo, entre las que figuraba la novela Ulises, de James Joyce. Como modernismo yo me imaginaba vagamente algo reluciente y maquinalmente futurista, y al leer al principio de la novela sobre esa torre en la que vivía el joven protagonista, Stephan Dedalus, me imaginé una especie de mundo medieval de castillos y torres, con los coches y aviones de la década de 1920, poblado por hombres jóvenes que citaban obras en latín y griego; en otras palabras, algo infinitamente lejano al mundo en el que me encontraba, con sus muelles y barcos pesqueros, sus montañas escarpadas y su mar helado, sus pescadores y obreros, sus programas de televisión y sus enormes equipos estéreo en los coches. Yo soñaba con marcharme de allí, quería ser escritor y leer esa fantástica obra, ser alumbrado por su resplandor. En aquella época, la literatura representaba para mí el otro lugar, y mi imagen de Ulises estaba influida por los libros que había leído hasta entonces, los excesos de la infancia en las imaginaciones francesas de Julio Verne, por ejemplo, o los increíbles clásicos como El Conde de Montecristo, Los Tres Mosqueteros, Ivanhoe o Sin familia, mundos literarios en los que había vivido durante la mitad de mi vida y que para mí constituían la esencia de lo literario. La literatura era lo que yo no era. Otra de mis imágenes era que lo esencial se encontraba en el centro, que sólo allí tenía lugar lo más importante, y que todo lo que sucedía en la periferia carecía de importancia y no servía como tema literario. La historia era la de los otros, la literatura era la de los otros, la verdad era la de los otros.
Tres años después estaba sentado en la sala de lectura de la Universidad de Bergen leyendo Ulises en inglés. Para entonces, las vivencias literarias de la infancia y la adolescencia se habían desplazado y la idea ingenua de la esencia de la literatura había sido corregida, pero la idea de que pertenecía a los otros, a los que sabían y estaban capacitados, seguía viva. Jamás relacioné a Ulises con mi propio mundo, con las mesas y jóvenes que me rodeaban —aunque una de las escenas del libro tenía lugar en una biblioteca, entre estudiantes—, por no decir las calles adoquinadas, los zaguanes y los callejones, los escaparates de las tiendas y los carteles publicitarios, los paraguas, los coches de niño, los abrigos y las chaquetas. No, Ulises se desarrollaba en el lenguaje, y la realidad que reflejaba tenía lugar en el país llamado modernismo, muy dentro de un lugar del continente de la literatura. La leí de la misma manera que un arqueólogo excava una reliquia, destapando capa tras capa, pieza tras pieza, para luego intentar sacar de todo ello una totalidad con sentido, teniendo siempre muy claras mi inferioridad y mis limitaciones en relación con la obra. Fue como si un idiota se tropezara con los restos de Troya e intentara entender qué era en realidad lo que estaba encontrando.
Como tenía que escribir un ensayo sobre Ulises, leí también los demás libros de Joyce, entre ellos su primera novela, Retrato del artista adolescente. ¡Qué diferente era esa obra! Donde Ulises es extremadamente disperso, Retrato es extremadamente concentrado. Ulises describe un día en una ciudad, Retrato describe 20 años de una vida. En Ulises abundan los inventos lingüísticos, en Retrato abundan… ¿qué?… estados de ánimo. Todavía hoy, 27 años después de que leyera por primera vez este libro, muchos de los estados de ánimo siguen dentro de mí. Los edificios del colegio en la penumbra, mojados por la lluvia, el sonido de voces infantiles por todas partes, el golpe seco de un pie que golpea un balón y cómo éste vuela pesadamente por el aire gris. El olor a noche fría en la capilla, el sonido de las oraciones. La familia reunida el día de Navidad esperando a que se sirva la comida, el fuego ardiendo en la chimenea, las velas encendidas en la mesa puesta, todo lo que existe entre los que están allí sentados. El padre hablando con extraños en diferentes bares y contando siempre las mismas historias. Las estrechas y sucias calles donde se reúnen las prostitutas, las luces amarillas de gas, el olor a perfume, su corazón tembloroso. Y los pájaros en el cielo vespertino sobre la biblioteca volando en círculos, oscuros en contraste con el aire azul grisáceo, sus gritos, “shrill and clear and fine and falling like threads of silk unwound from whirring spools” (“penetrantes, finos, claros, que caían como hilos de luz sedosa al fluir del giro de una devanadera”).
Retrato del artista adolescente es una novela de formación. Esto significa que trata de identidad, o, para ser más preciso, del origen de la identidad, de lo que nos construye, de cómo llegamos a ser quien somos. Esas estructuras son más o menos las mismas para todo el mundo. Nacemos dentro de una familia, y, en la manera en la que nos recibe, nosotros también aparecemos ante nosotros mismos. Aprendemos una lengua, y aunque esa lengua no es sólo nuestra lengua, sino que pertenece a todos los integrantes de la comunidad lingüística, a través de ella nos entendemos a nosotros y a nuestro entorno, y a través de ella nos expresamos. Con esta lengua nos llega una cultura, de la cual, queramos o no, llegamos a formar parte. Se amplía el círculo más cercano, empezamos el colegio, y a través de las instituciones, la socialización se vuelve más formal, aprendemos sobre nuestra lengua, nuestra cultura, nuestra sociedad, y a la primera identidad, la familiar, y a la identidad de clase de la familia, se añade la identidad nacional. En esta tabla de imágenes aparece Stephan Dedalus como un católico irlandés hijo de pequeños burgueses, para en la segunda parte del libro volverse en contra de todas esas categorías: no reconoce el nacionalismo irlandés, no reconoce la religión católica, no reconoce la pequeña burguesía y no quiere ser hijo de nadie.
La escena clave del libro es cuando Stephan pasea con su amigo Cranly y le cuenta que esa mañana ha discutido con su madre sobre religión, se niega a recibir la comunión. Cranly no lo entiende, ¿no puede hacerlo para complacer a su madre, aunque no sea creyente? No puede. “I will not serve” (“no quiero servir”), dice. ¿Por qué no? Esa es la pregunta más importante de Retrato del artista adolescente, y el libro en sí, en su conjunto, es la respuesta. No sólo somos nuestra época, no sólo somos nuestra lengua, no sólo somos nuestra familia, no sólo somos nuestra religión, no sólo somos nuestro país o nuestra cultura, también somos otra cosa, aquello con lo que respondemos a todo esto. ¿Pero eso qué es, cómo se manifiesta y cómo se puede describir, captar, avistar, cuando las herramientas que tenemos a nuestro alcance forman precisamente parte de nuestra época, nuestra lengua, nuestra religión y nuestra cultura? Para poder llegar al fondo de lo propio, el que lo describe está obligado a romper con lo que es de todos, y eso es lo que hace Joyce en Retrato del artista adolescente, se adentra en aquella parte de la identidad para la que aún no existe un lenguaje, en el espacio entre lo único y el todo, en todos los cambios de la mente y las corrientes del alma que aquí se mueven a ciegas, y que nosotros conocemos como ambientes y sentimientos, la presencia no articulada, más o menos fuerte, del alma, aquello hasta donde llegamos cuando nos entusiasmamos, en lo que se derrumba dentro de nosotros cuando sentimos miedo o desesperación. Retrato del artista adolescente trata de eso, del alma de un joven, y lo que hace este libro tan mágico y que es la propia esencia de la literatura es que precisamente la conquista de lo propio, de lo singular y, para Joyce, único, también es lo nuestro propio y único. La literatura nunca es de los otros y no conoce ningún centro, es decir, su centro es donde está ella. Sólo negándose a servir, un artista puede servir. Sólo a través de un no puede nacer un libro como Retrato del artista adolescente, y sólo a través de un no, un libro como Ulises puede llegar a su famoso final, and yes I said yes I will. Yes.
Karl Ove Knausgard (Oslo, 1968) es autor de Mi lucha, una obra autobiográfica en seis entregas. Anagrama ha publicado en castellano las cuatro primeras entregas, la últimas de las cuales es Bailando en la oscuridad.
Fuente: El País / Madrid, 10 de junio de 2016