Julieta

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Ricardo Bedoya / Páginas del Diario de Satán

“Julieta” es un notable retrato femenino, pero también un melodrama esencial. En la madurez, Pedro Almodóvar ya no necesita probar sus destrezas. Afina la mirada, despoja el estilo, construye un mundo de artificio y hace una película serena sobre la angustia.

Al inicio, Julieta (notables Emma Suárez y Adriana Ugarte) está a punto de cambiar de vida. Luego de años de sentirse como un alma en pena, ha conocido a un hombre y piensa dejar Madrid para instalarse en Portugal. Pero un encuentro fortuito le hace cambiar de destino. Se entera de que su hija, que partió sin explicaciones hace muchos años, vive en Suiza. La noticia le conduce a la escritura: narrará su historia y el origen de su dolor.

Si en el melodrama clásico, la heroína se abisma, absorta e inmóvil, mirando un paisaje por la ventana, aquí Julieta enfrenta su perplejidad a las páginas de un cuaderno. El resto de la película adquiere la forma de un relato íntimo. La mujer escribe sobre su pasado en el estilo de evocación dolorosa de la que ya lo perdió todo a causa de una culpa que no supo evitar.

Como en todo melodrama que se precie, la trayectoria de Julieta conoce alegrías que se disipan de pronto. Almodóvar encuentra referencias mayores en los “filmes de mujeres” de los años cuarenta, aquellos con Claudette Colbert, Joan Fontaine o Gene Tierney. Viéndola pensaba en el tren de “Sleep, My Love”, de Douglas Sirk, y en la escenografía natural de “Leave Her to Heaven”, de John M. Stahl.

Todo remite a la tradición clásica del melodrama: los encuentros fortuitos que tuercen el destino; el viaje en tren hacia un derrotero inesperado; el recorrido nocturno que abre las puertas al ensueño y a la pesadilla; la felicidad como estado liminal; los signos que anteceden a la tragedia; el dolor íntimo que contrasta con el esplendor de la naturaleza; la intromisión de la protagonista en un entorno ajeno y femenino –tan sofocante como el de “Rebeca”- que le suscita sospechas; el azar convertido en necesidad fatal; los elementos naturales que hacen eco de los temores de las protagonistas; las elipsis que remiten a diferentes etapas de una vida, pero a la misma desdicha; los toques de irrealidad, fantasía y onirismo que descolocan la percepción de la tragedia; el valor emotivo, sintáctico y simbólico de los objetos, sea una estatuilla, un cuaderno o una toalla de peluquería. Y el artificio formal de los colores cálidos y chirriantes de los años ochenta que empalidecen conforme avanza el tiempo, las escenografías estilizadas hasta la irrealidad (el mar encrespado por la tormenta), o la iconografía que condensa las marcas premonitorias del destino que aguarda: el misterioso pasajero que lleva las valijas vacías; el ciervo deslumbrado y aterrado que se divida desde el tren; los signos de la tormenta.

Julieta es una eterna pasajera (viaja en tren, en bus, en auto), una mujer en tránsito y en trance. Se desplaza jaloneada por lo improbable y lo fortuito. En su búsqueda, acaso inútil, se vuelca sobre sí misma para entender las razones de una culpa inexplicable.

Su recorrido se inicia en un tren que avanza por la noche conduciéndola hacia una fantasía de plenitud y de pérdida. Es el ingreso a su viaje por el inconsciente. Las ventanas del tren hacen las veces de una pantalla fantasmagórica que refleja o trasluce la noche, la velocidad, el deseo y la silueta de un animal desconcertado. Tren convertido en espacio de hallazgos inesperados, visiones perturbadoras y hechos premonitorios: es el lugar donde el azar anuncia el destino, como en los trenes de la obras de Hitchcock y de Buñuel (“Ese oscuro objeto de deseo”). La protagonista sale de ahí para llegar a la luz de la costa gallega donde encuentra una precaria felicidad, minada por el fátum melodramático que la lleva una y otra vez hacia Madrid, ciudad plagada de fantasmas de los que no puede escapar.

La banda sonora contiene la confesión de la protagonista. Julieta cuenta la historia de sus afectos en el estilo de un relato de misterio, de un thriller o de un drama criminal y modula el relato en primera persona como si preparase la revelación de un secreto inconfesable o fuera a confiarnos la verdad del delito que cometió en el pasado. En “Julieta”, hasta los afectos más auténticos están marcados por la sombra de la culpa. Nunca Almodóvar estuvo tan cerca de Hitchcock, el de “Psicosis” o “Marnie”, esas oscuras fantasías sobre mujeres marcadas.

Fuente: Páginas del diario de Satán / Lima, junio de 2016