Sobre el desamparo: personajes que no entienden

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Carlos Bueno Vera / El Estado Mental

Me encuentro disfrutando de las novelas de Queneau/Sally Mara que, en un solo tomo, publicó el año pasado Blackie Books. La gracia de Sally Mara, protagonista/autora de la novela, reside en su carencia: se trata de una joven inteligente que está alcanzando la adultez con un desconocimiento alarmante en materia de lo que hoy llamaríamos educación sexual. Así, Diario íntimoes una colección de divertidas obscenidades ocurridas de manera casual a raíz del desconocimiento del personaje de lo que pasa a su alrededor (y, por supuesto, hay erotismo y sensualidad con todo aquel con el que Sally se topa) y del manejo de la lengua en la que Sally se expresa —Sally Mara es irlandesa pero escribe su diario en francés, en honor a su profesor de francés, Monsieur Presle, persona a la que admira y de quien está platónicamente enamorada—. La novela, en la excelente traducción de Mauricio Wacquez, es el largo despliegue de los distintos momentos en los que Sally no entiende qué pasa a su alrededor y con ella misma. Sólo hacia el final, Sally comienza a dilucidar en qué consiste eso del sexo:

“Como empiezo a espabilar un poco, enseguida he comprendido que se trataba de dos seres humanos en el momento en que proceden a la procreación eventual de un tercer ser humano. Escrutando más atentamente la cosa, he constatado que sus respectivas posiciones no eran conformes al uso, tal como al menos lo imaginaba según los datos facilitados por la observación del reino animal. Así, tenía ante los ojos una de esas variantes a las cuales aludió Mary un día y que consiste en una inversión de la delegada del sexo femenino, que de esta manera se encuentra en supinación. En el presente caso, la susodicha delegada […] se ha puesto a completar su actividad mediante un comentario hablado bastante incoherente, pero del cual parecía resultar que iba a pasar de esta vida a la otra”

Pero Sally Mara no es el único personaje de la literatura que no comprende qué ocurre a su alrededor en un mundo perfectamentenormal —aunque la normalidad se retuerza cuando lo miran estos personajes—; no es el único que desconoce el código mediante el cual nos expresamos y nos reconocemos en comunidad, ya sea en la admiración, el malestar o la seducción, un código de componente puramente social que ni la persona más inteligente, como es la atlética y sagaz Sally Mara, puede entender a menos de que se lo expliquen (ahí radica también su rareza: debe ser explicado, cuando debía haber sido aprendido por la experiencia).

El personaje de la formidable novelita de Bove, Mis amigos, tampoco entiende qué pasa con él. Victor Bâton —así se llama— no entiende qué puede haber en él, aparte de su pobreza, que le impida ser feliz y tener amigos. Es cierto que la sociedad sucintamente descrita por Bove es sucia y antipática, tramposa, y muchas de las personas a las que el bueno de Victor conoce desean engañarle. Victor, que se siente penosamente solo, no entiende que su incapacidad reside en que, ante la ansiedad de querer tener un amigo, se comporta de manera extraña, y causa rechazo o pena —y cuando ocurre esto último, el personaje lo entiende como una invitación, un resquicio por el que adentrarse, y poder proseguir el trato con esa persona—. Bâton es alguien ajeno a su mundo, un inadaptado de tipo social, y no parece casual que Bove nos lo presente como un mutilado de guerra.

De igual modo, la propia extrañeza del personaje principal de las novelas de Hamsun —especialmente en las primeras, donde la capacidad para socializarse de los personajes es siempre incierta— recuerda al Victor Bâton de Mis amigos. Al personaje principal de esa magnífica novela que es Misterios —que tal vez sea el que más claramente adolece de esa empatía social— sólo podría calificársele de raro. Todo tipo de explicaciones se han dado para describir no sólo al personaje principal de Misterios sino lo que pasa en la novela, justificando su extrañeza en los parámetros del expresionismo y el simbolismo. Sin entrar en si esto pudiera ser cierto o no, sí que habría que decir que Johan Nagel es un personaje tremendamente insólito que destaca, a ojos de los demás, por su comportamiento extraño, exagerado y excesivo, quedando de lado, fuera de la esfera normal de lo social (nótese que varias de las novelas de Hamsun están protagonizadas por vagabundos o personajes errantes). A diferencia de Victor Bâton, Johan Nagel —del cual dirá Bazlen, en sus informes de lectura, que es “el Gran Desquiciado dominado por el inconsciente”— es una persona con posibles, siempre con dinero en el bolsillo y que, a su llegada al pueblo, decide vivir en un hotel. A pesar de todo, le cuesta horrores entenderse con la persona a la que ama y, lo más importante, expresarle su amor, que es, como en Pan, gran parte del desarrollo de la novela. Nagel es incapaz de verbalizar atinadamente lo que desea y eso le provoca arrebatos inclasificables e incomprensibles. Es un personaje errático, sí, raro, que para señalar su extrañeza y distinción va siempre vestido con un traje amarillo que, si hoy podría sorprender, en la Noruega de comienzos del siglo pasado sería, posiblemente, del todo inusitado.

Siempre existe, como denominador común en estos personajes “que no comprenden”, una candidez de la que la sociedad o el lector se ríen o se compadecen; son personajes que adolecen del conocimiento que se necesita para tener un trato normal con los demás: estos personajes nunca encuentran su sitio, ya que no habrá una correcta puesta en sociedad. El resultado es la extrañeza del reflejo que les devuelve su interacción con los demás. En estas novelas, el mundo no es un misterio a desentrañar, todo lo contrario: ellos son presentados como el misterio. Y nos preguntamos cómo pudieron llegar a la edad adulta sin aprender alguna de esas nociones que consideramos tan básicas para el comportamiento en sociedad. Podría decirse que desconocen, en definitiva, la realidad ilocutiva de los actos de habla y lo que implican: entender algo más allá de lo que exactamente se dice. Son personajes que sólo pueden comprender al pie de la letra, incapaces de entender el subtexto que se da en una conversación o responder con tino a una insinuación. Unos, como Nagel, montan en cólera, y otros, como Bâton y Sally Mara, se avergüenzan de sí mismos. No puede haber heroísmo en ellos porque, en verdad, no llegan a comunicarse —por eso, porque nunca son héroes, nos parecen modernos—. Entienden lo que se les dice de una manera inequívoca, sin comprender que el lenguaje y la comunicación lingüística tienen otros componentes distintos al significado literal de las palabras. Simplificándolos terriblemente, estos personajes son torpes: nunca entienden que, en un juego de palabras, pueda haber un secreto. Quedan, pues, aislados al estar privados de ese conocimiento fundamental y, a pesar de ello, nos resultan interesantes precisamente porque entendemos su desamparo.

Sí, son desamparados. Son perdedores y, al mismo tiempo, están carentes de toda culpa, ya que ese fallo —que se encuentra en ellos— no se debe a nada que hicieron: son, sencillamente, anomalías, personas y personajes anómalos que deben sobrevivir como pueden a como son, como ese Coetzee que se retrata en Verano como una persona callada, meditabunda, incapaz de relacionarse con normalidad con las mujeres de su vida. El (auto)retrato que da Coetzee de sí mismo a través de los ojos de ellas sólo puede calificarse como el retrato de una persona mermada. La primera de las mujeres que lo describe nos da la clave: al joven Coetzee descrito por Coetzee queremos cuidarlo, es un personaje que inspira lo maternal. A todos estos personajes querríamos ayudarlos, guiarlos, quererlos. Son personajes que, por su incapacidad e indefensión, despiertan simpatía.

Y es Coetzee quien menciona en Juventud una novela que dice que devoró sin poder dejar de reír: Watt, de Beckett. Y creemos que Watt, el personaje principal, tiene gestos que le permitirían ingresar en nuestro selecto grupo de inadaptados. Por ejemplo, una de las primeras descripciones tiene relación con la sonrisa de Watt, en donde el narrador sugiere que algo hay incierto en él, algo que hace que la gente desconfíe de Watt sólo por su sonrisa:

“Watt había observado sonreír a la gente a su alrededor y pensaba que comprendía cómo debía hacerse. Y, ciertamente, la sonrisa de Watt, cuando sonreía, guardaba más parecido con una sonrisa que con una mueca, por ejemplo, o que con un bostezo. Pero había una súplica en la sonrisa de Watt, alguna cosa faltaba, y la gente que la veía por primera vez, y la mayoría de la gente que la veía la veía por primera vez, se preguntaba a veces cuál era la expresión que, en el fondo, había deseado hacer.”[1]

No sólo asoma una desconfianza, que suele ser consustancial a estos personajes ya que nadie sabe qué esperar de ellos —sólo, de nuestro grupo de necesitados, Sally carece de este problema específico porque, a la hora de la verdad, todo el mundo quiere aprovecharse sexualmente de su desconocimiento—, sino que había en su sonrisa una súplica (wanting) y algo faltaba (lacking), indicativo de la carencia en el propio Watt, como la mutilación física que sufre Bâton. Esa carencia le aísla y le hace errar, vagar (y no sólo en un espacio, sino también al hablar).

Cuando leemos cómo es Watt, se puede vislumbrar, especialmente, a un Bâton. Cuando leemos la excesiva verbosidad del “short statement” (breve alocución o declaración) de Watt en el final de la primera parte de la novela, vislumbramos a un hombre separado de lo socialmente aceptable y razonable. Por poner un ejemplo, cuando Watt conoce a Spiro, quien sólo desea charlar un rato en el trayecto de un viaje corto, Watt piensa de él, instantáneamente y sin razón especial para ello, “Here then was a sensible man at last” (“Aquí había un hombre sensato, por fin”), que es una reacción confiada, similar a las que Bâton suele tener cuando conoce a alguien por primera vez, cuando ese alguien le dirige la palabra aunque sea por la cuestión más insignificante.

Watt entiende que es un raro, que debe de ser odiado porque, como dice Batôn, no le han perdonado “ser libre y no temer la miseria”. Estos personajes prefieren la miseria y lo que conlleva para ellos: la honradez de lo que son. La visión que devuelven es la que asociaríamos al comportamiento de los locos. Sus razones tienen, pero nadie las entiende, y jamás se molestarían, ante el rechazo que generan, en intentar explicarlas —además de que les costaría horrores—. Pero, acaso, esta sensación se mezcle con la del querer ser aceptados. Y en esa doble dirección, entre esas dos fuerzas que tiran cada una hacia un lado, los personajes se ven obligados a ser.

¿Qué se podría hacer por ellos? ¿Qué hacer por Sally, Bâton, Nagel, Watt, incluso por Coetzee…? Sólo darles lo que más ansían (conocimiento, amistad, amor) y no preguntarles sus razones —nunca las podríamos entender del todo—. Habría que tener la paciencia de escucharles —eso sí— y explicarles, no sin inevitable y tonto paternalismo, cómo es el mundo —cómo es el mundo socialmente aceptado, cómo se ha entendido de ordinario que es el mundo—. Darles, a fin de cuentas, compañía. Y, por supuesto, disfrutar, mientras no se vuelvan raros en exceso, de la compañía que ellos ofrecen; y si ustedes no están dispuestos a ofrecer su compañía, no sean brutos o salvajes y por lo menos muestren esa cosa tan cristiana, muestren algo de piedad, como pedía Watt:

“Y le pido que piense en mí siempre […] con piedad, del mismo modo que desea que se piense en usted con piedad, aunque personalmente, por supuesto, me da igual que cuando se piense en mí se piense con piedad, con rencor, o no se piense en absoluto. Buenas noches.”[2]

O podemos dejarnos de monsergas moralizantes, de falsa amabilidad y cristiana caridad, y ser testigos de lo que —verdaderamente— estos personajes nos muestran. Junto a ellos podremos ser espectadores de la demolición, del precipicio al que nos obligan a asomarnos. Porque podemos entender que no entienden o podemos entender que su carencia de entendimiento es el gesto necesario para que nosotrospodamos rasgar el lienzo que recubre el mundo y asomarnos al vacío, a la nada de su esencia. Ser testigos, junto a su mirada a-asombrada, de la destrucción a la que son capaces de guiarnos como unos virgilioscasuales —o causales, ya que nunca observaríamos nada igual de no ser por ellos—. Sí, estimado lector, no se compadezca de ellos asumiendo una altura desde la que cree observarlos; no se compadezca de sus carencias ni se ría por lo bajo de lo que cree que no comprenden y usted sí. No le necesitan para nada. Al contrario: usted les necesitará en el caso de que se atreva a acompañarlos, en el caso de que decida (atreverse a) dejarse acompañar por su mirada, una mirada despojada en la que el sentido de la sociedad y la cultura queda destruido dejando a la vista un páramo. Estas personas “que no temen la miseria” nos permiten observar el desierto —la ficción— de lo que nosotros veíamos como un lugar florido. Nosotros somos los desamparados. Así es, querido lector, compadézcase de sí mismo.

 

Fuente: El Estado Mental / Madrid, octubre 2015