Ana María Guerrero / Para EDUCACCIÓN
Hay varios temas interesantes en el artículo de Liz Pasco que merecen ser largamente discutidos. Bien por tratarlos y por abrir la cuestión del micromachismo, presente en la vida de todos, hasta de los más sensibles o duchos en el tema. Creo que el objeto (la falda) no es tanto el problema como sí las marcas de aprobación o prohibición que se le da al uso del objeto. ¿Puede decirse que la obligatoriedad de la falda ha castrado el desarrollo lúdico de mujeres en etapa escolar? No lo creo, siempre se ha jugado vóley, ligas y yaces, y las chicas han (hemos) sabido sacarle la vuelta a la falda. Es cierto que algunas pueden sentirse cohibidas pero es allí, en esa inhibición del comportamiento, donde el mandato social se visibiliza. Las chicas más inhibidas con la falda probablemente estén inhibidas en otras áreas, más allá de ella, probablemente lo serían usando pantalón, pues no se trata de la falda sino del mandato social y cómo reaccionamos a él.
Saltar liga o jugar vóley, tirarse al piso a jugar yaces es muestra de creatividad y sana «resistencia» a la cultura machista, la inhibición es la señal del triunfo de dicha cultura. La falda no puede determinar algo tan poderoso en el aparato psíquico. Recuerdo a hombres comentar sobre la suerte de las mujeres porque la falda da mayor libertad de movimiento, porque no debíamos preocuparnos por ensuciar o romper la tela en la zona de las rodillas… Es decir, cada sexo-género tiene conflictos inherentes a los mandatos de la socialización, si las mujeres debemos ser «mujercitas» los hombres deben ser «hombrecitos», y en términos simbólicos (pero también concretos) la postura erguida colisiona con la postura rebajada que exige el juego. Son temas largos.
Sobre el tema de la erotización, tiene relación con lo anterior, con las marcaciones de admisión o prohibición del uso de los objetos, que a su vez depende de cómo las culturas representan, admiten o rechazan el deseo sexual (y su expresión) de cada sexo-género. Está muy bien señalar el juego sexual (no erótico) que los medios hacen del uniforme escolar femenino en una cultura como la peruana donde la violación está socialmente normalizada. Pero ojo, pues forma parte de la exacerbación universal de la fantasía sexual con los uniformes en general (enfermeras, bomberos, policías, militares).
Lo que pienso que debe discutirse y combatirse es la representación de minoría de edad que está en juego (dentro de la cultura de la violación, por supuesto), donde la recurrencia del juego sexual explícito con la portadora del uniforme plomo, que solo permanece hoy en algunos colegios públicos, es incluso un nada disimulado señalamiento de con qué mujer sí se puede perder los límites, mujeres de, evidentemente, familias con escasos ingresos.
El problema de fondo es este, no el uniforme. «Eliminar» la falda deja el mensaje a las mujeres que por la falda se viola (se limita, se traspasa) pero la cultura queda intacta. Y de eso no se trata. Está muy bien que Liz Pasco traiga estos temas a discusión, porque necesitamos hablar más y más largo sobre ello.
Algo interesante que recoge el artículo, pero creo que pasa desapercibido, es que una chica dice haberse recortado la falda «para no parecer monja». Notemos que la erotización está ahí. Los adolescentes no necesitan de una cultura machista para sexualizarse, pues es su propio cuerpo desde la pubertad que, por ley biológica, los lleva con fuerza e irremediablemente hacia la vivencia de lo sexual. Eso, sin dejar de considerar que nunca un ser humano deja de ser sexual aunque en la niñez sea, como decía Sándor Ferenczi, apenas un lenguaje de ternura. La cultura lo que hace es poner los acentos y contenidos en la cartografía de los deseos universales.
Termino sugiriendo cuidado al combatir expresiones negativas de mandatos sociales o normas explícitas, pues no todo «dejar ser» es saludable. En colegios top o sociedades homogéneas los chicos no tendrían mayor dificultad con la ropa, pero en nuestro país, radicalmente desigual, ir sin uniforme puede dejar explícitas esas radicalidades a una edad donde la personalidad debe fortalecerse y no lastimarse por diferencias complejas de asimilar.
Es posible pensar, también, que el uniforme contribuya a crear una atmósfera de «sociedad de semejantes» donde marcas concretas de la diferencia, idealizadas, intervienen mediando la convivencia y el lento aprendizaje de convivir con la diferencia. La libertad de los chicos, además, es un tema que debe ser discutido permanentemente. Una escuela del laissez faire, laissez passer me daría qué pensar, pues los chicos necesitan estructura, que en otras palabras significan límites. Al lado de la sugerencia de eliminar el uniforme podría ponerse la de discutirse rangos o parámetros de uniformidad. ¿Podría el Estado subvencionarlos? ¿Podría ser negocio de las APAFAS? No lo sé, pero puede pensarse.
Río de Janeiro, 01 de agosto de 2016