Patricia del Río / El Comercio
Ocurrió en Ayacucho, ya todos hemos conocido la terrible historia. Una chica, a quien llamaremos Ángela, fue llevada a una fiesta donde entre cinco sujetos la violaron y la torturaron. Su “amiga” se quedó mirando el crimen desde una esquina mientras filmaba con un celular. Terminada tanta salvajada, la “amiga” ocultó a Ángela en su casa, le compró medicamentos, e hizo lo posible por arreglar, de la peor forma, el daño que le habían causado. Ángela empeoró, y luego consiguió refugiarse en casa de otra chica que al verla tan mal llamó por teléfono al hermano de la víctima. Ya habían pasado tres días desde la brutal agresión. El hermano, un estudiante universitario que estudia lejos, llegó al día siguiente por ella. Ya era tarde. Ángela llegó al hospital con una infección avanzada y murió.
Dejemos algo muy claro: los culpables de la muerte de Ángela son las bestias que la agredieron. La maldad con la que actuaron, la ferocidad de sus actos, el intento de encubrir su espantoso crimen los debe llevar a la cárcel por violación y por feminicidio. Nadie que agrede tan salvajemente a una niña lo hace esperando que salga viva. Así que disculpen la sinceridad pero, por mí, que se pudran en la cárcel los violadores, los cómplices y los encubridores.
Sin embargo, más allá de exigir castigo, hay muchos aspectos de esta historia que tenemos que analizar: ¿cómo es posible que una niña de 15 años viva sola, sin que nadie se interese por ella? ¿Cómo desaparece una adolescente cuatro días sin que nadie la reclame? ¿Por qué una chica esconde a otra en su casa casi moribunda sin que ningún adulto lo note? ¿Por qué adolescentes hacen fiestas con licor, drogas, y ganas de abusar sin que a un solo padre, maestro, vecino le parezca mal?
En la casa donde Ángela fue ultrajada hasta dejarla herida de muerte las fiestas eran comunes. Varias chicas han confesado que lograron escapar de una agresión segura. Otras sucumbieron al asalto sexual. Los vecinos habían visto salir varias veces a chicas dopadas del famoso cuarto de la tortura.
Si bien los culpables son estos depredadores sexuales y nada justifica su comportamiento, resulta evidente que las miles de adolescentes y niñas que se ven expuestas a estos enfermos tienen que correr además con la pésima suerte de vivir en una sociedad que no se espanta. Que no las protege.
En un país donde una vecina se hace de la vista gorda si escucha gritos en el departamento de al lado. En ciudades donde la policía o los jueces no toman en serio las denuncias de acoso callejero. En una comunidad donde los padres no miran lo que hacen sus hijos, les pagan las borracheras, se ríen de sus barbaridades. En un mundo donde una niña, como Ángela, fue de casa en casa, sangrando, durante días hasta morir, por culpa del odio de sus violadores y de la indiferencia de todos los demás.
Fuente: El Comercio / 08 de setiembre de 2016