Alejandro Agdamus / La Nación
Octubre fue el mes. Comenzó en Polonia, cuando miles de mujeres tomaron las calles de las principales ciudades del país. Las había de todas las edades, en su mayoría vestidas de negro; algunas se definían feministas y proabortistas; otras, católicas practicantes. Todas rechazaban la ley que por esos días se trataba en el Parlamento: una prohibición total del aborto en un país cuya legislación al respecto es una de las más restrictivas de Europa. La masividad de las marchas -impulsadas por un “paro de mujeres” convocado a través de las redes- y la manifestación que desbordó el centro de Varsovia tomaron por sorpresa a propios y extraños. Esa misma semana el gobierno dio marcha atrás con el proyecto de ley. Fue el “Lunes negro” de las polacas. Dos semanas después, de este lado del mundo, habría una réplica.
En la Argentina, donde la movilización contra la violencia de género #NiUnaMenos fue lo más comentado en Twitter durante todo el año, el atroz asesinato de una adolescente desembocó, el 19 de octubre, en un paro de mujeres y marchas contra los femicidios. Como las manifestantes polacas, quienes participaron del “Miércoles negro” argentino portaban ropas oscuras, carteles y consignas que trascendían edades y pertenencias políticas. El gesto atravesó fronteras: la consigna #NosotrasParamos se hizo regional y organizaciones de mujeres de Bolivia, Paraguay, México, Chile, Costa Rica y Perú acompañaron a las argentinas. Apenas pasaron unos días, y quienes se declararon en paro fueron las mujeres de Islandia. Pioneras en este tipo de acciones y habitantes de uno de los países más avanzados en materia de género, las islandesas se lanzaron a la calle para protestar contra la persistente brecha salarial entre hombres y mujeres que, en su país, es del 14 por ciento.
Polonia, Argentina, Islandia. Aborto, femicidios, brecha salarial. Octubre fue algo así como el punto más alto de un año donde el género fue tema, conflicto, espacio de debate. Por sobre todo, reivindicación de un lugar -específico y con voluntad de ser decisivo- en la agenda pública.
Las nuevas olas
Se verifica una y otra vez: la historia, más que de progresiones lineales, se nutre de avances y retrocesos. En lo que hace al tardío acceso de las mujeres a una ciudadanía plena, suele hablarse de dos grandes “olas feministas”. La primera coincide con la lucha de las sufragistas, desde mediados del siglo XIX hasta la década de 1950 del siglo XX. Luego, una vez que Occidente terminó de aceptar que las mujeres eran personas con derecho a la educación y al voto, vendría la segunda ola, la del activismo de los años sesenta y setenta. “La revolución de las mujeres”, como la llamó Newsweek en una tapa de marzo de 1970: en las principales capitales y universidades del mundo, la nueva generación feminista increpaba al patriarcado, abominaba de la cosificación del cuerpo femenino y quemaba corpiños, pero también reclamaba guarderías, información sobre derechos reproductivos, igualdad laboral. Ante todo, lanzaba un lema destinado a trascender: “lo personal es político”. Porque si lo personal era político, la planificación familiar, la violencia de género o la articulación entre cuidado de los hijos e ingreso al mercado laboral podrían dejar de ser temas menores, destinados a la silenciosa resolución doméstica, para convertirse en legítima sustancia de políticas públicas.
Mucho de esto resuena en lo que viene sucediendo en los últimos años y pareció “estallar” en este 2016 (donde, además de mujeres en la calle, hubo múltiples lanzamientos de libros sobre el tema, desde ¿Quién le hacía la cena a Adam Smith?, de Katrine Marcal, o Economía feminista, de Mercedes D’Alessandro, hasta Otro logos, de Elsa Drucaroff, y El gran teatro del género, de Anne-Emmanuelle Berger, entre otros). Ya se habla de una “tercera ola” feminista, marcada por la diversidad, fluidez, incorporación del universo digital, mayor presencia de varones, apertura a otros colectivos. “Se rompió la capilla feminista”, describe Dora Barrancos, emblemática estudiosa de la cuestión de género en la Argentina; “El feminismo no es una lucha de las mujeres, es una lucha de la ciudadanía, seas hombre, mujer, lesbiana, gay, trans o cyborg“, asegura, en El Mundo, la bloguera española Doctora Glas.
Desde ya, las temáticas que este año sonaron con tanta fuerza no son demasiado diferentes de las que proclamaban las radicalizadas feministas de mediados del siglo XX. Sólo que, a diferencia de aquellos tiempos, se están traduciendo en acciones masivas, ante una sociedad que ya no parece escuchar entre el estupor y la incredulidad, sino con la atención que merece toda discusión colectiva.
Discusiones al día
Entre los materiales de archivo que integran She’s Beautiful When She’s Angry, documental de Mary Dore sobre la “segunda ola” feminista, está la cobertura televisiva de una vociferante manifestación en la Nueva York de 1970. En un momento, el reportero mira a cámara y, con toda la seguridad del universo, comenta que, después de todo, lo que ocurre “no es culpa de ellas, sino de quienes hace 50 años les dieron el derecho al voto”. Signo de los tiempos: hoy a nadie se le ocurriría decir, siquiera pensar, algo así. Salvo, quizás, al recientemente electo presidente de Estados Unidos.
Fue Donald Trump, probablemente el último de los políticos interesados en discutir la agenda feminista, el que puso el género en el centro de la campaña política que este año tuvo en vilo al mundo. Sus dichos brutalmente misóginos circularon hasta el cansancio por las redes, pusieron en estado de alerta a las organizaciones de mujeres de su país y fueron uno de los puntos de ataque favoritos de Hillary Clinton. Con todo, Trump ganó. “«Hagan América grande nuevamente» podría significar, sobre todo, «asegúrense de que los varones blancos estén a cargo»”, escribió en el New York Times el historiador Jan-Werner Müller, en un artículo donde no reflexionaba sobre el feminismo, sino sobre el gran conflicto que estaría polarizando al mundo: la colisión entre quienes defienden políticas de apertura (tanto hacia las minorías locales como hacia la globalización) y quienes proponen volver a cerrar los Estados-nación, “y de paso preservar las jerarquías tradicionales que se pusieron en riesgo”.
Un ejemplo de ese punto donde género, cultura y política global se encuentran, fue la prohibición del burkini, traje de baño utilizado por las musulmanas, en algunas localidades francesas. La medida se tomó poco después del atentado que, en julio, causó la muerte de 85 personas en Niza; las razones aducidas iban desde “seguridad pública” hasta “defensa de la secularidad del Estado francés”. Las organizaciones de mujeres se hicieron escuchar… con posiciones encontradas. Algunas defendieron la prohibición, entendiendo el burkini como uno de tantos “instrumentos de opresión femenina”. Otras (entre ellas, la creadora de la prenda, la diseñadora libanesa Aheda Zanetti) dijeron exactamente lo contrario: el burkini sería más bien un recurso de integración; un modo de incorporarse al estilo de vida occidental sin renunciar a la propia cultura. Entre las múltiples viñetas que circularon por Twitter, una sintetizaba lo absurdo de la cuestión. En el medio aparecía una mujer con la cabeza cubierta por un velo y, de la cintura para abajo, luciendo una minifalda. A la izquierda, un francés, ofuscadísimo, apuntaba con un arma de fuego hacia la zona cubierta por el velo; a la derecha, un musulmán, también furioso, blandía una espada en dirección a las piernas desnudas. “¡Dejen de una buena vez el cuerpo de las mujeres en paz!”, podría haber sido el texto que completara la ilustración.
Lo cierto es que, en el mismo año en que la ONU declaró que la violencia de género es una “pandemia mundial”, hasta Madonna tomó posición. Esta semana, durante la entrega de los premios Billboard Women In Music, la reina del pop denunció el “sexismo, la misoginia y el abuso” que cunden en el mundo del espectáculo y aseguró: “La solidaridad verdadera entre mujeres es un poder en sí misma”. Habrá que creerle.
Fuente: La Nación / Buenos Aires, 18 de diciembre de 2016