Luis Guerrero Ortiz / Para EDUCACCIÓN
Escena 1
Estudiantes de 5to grado de primaria escuchan atentamente la clase de una entusiasta maestra, que explica con gran despliegue de recursos (videos, poemas, relatos) la simbología de una cultura ancestral. Varios alumnos responden con interés a las constantes preguntas de la profesora, dando sus opiniones e impresiones sobre el tema de la presentación. La maestra los escucha atentamente y al término de cada intervención sonríe y asiente, expresando su conformidad con las palabras «muy bien», «muchas gracias», llamando a cada uno por su nombre, para inmediatamente retomar su discurso en la parte en que lo dejó. A simple vista, se trata de una docente convencida del valor de la participación de los estudiantes en su propio aprendizaje, pues lo incentiva y propicia a cada instante. Salvo por un detalle.
En ningún momento se detiene a recoger las opiniones de sus alumnos para propiciar un diálogo o incluso un debate, relacionándolas con el propósito de la clase y con las ideas que ha ido exponiendo. A decir verdad, la profesora ha escuchado a todos con atención y respeto, pero no ha abandonado en ningún momento su propio discurso. Si nadie hubiera opinado, la clase hubiera sido exactamente la misma.
Esta es una manera de entender la participación. Como un rito, un rito amable por cierto, pero vacío. Todos pueden hablar, pero sus opiniones solo son dignas de gratitud, no de convertirse en objeto de reflexión, diálogo e intercambio.
Escena 2
Un grupo de estudiantes universitarios, encabezados por su Centro Federado, habla con el decano de su facultad de educación para pedirle que propicie una mayor participación de los alumnos en actividades culturales y académicas diversas al interior de la facultad. Es importante que se involucren en el debate de los temas de la agenda educativa que interesan al país, le dicen, y que no se limiten al papel de receptores pasivos de conocimientos. El decano es de la misma opinión y le promete realizar un ciclo de paneles, conferencias y conversatorios que sometan a diálogo abierto varios temas críticos de la política educativa, invitando incluso a las propias autoridades. Se acuerdan los temas y las fechas. En efecto, el ciclo se desarrollaría después a lo largo de una semana, incluyendo cine fórum y teatro, con estricta puntualidad y buena organización. Salvo por un problema.
En todas las actividades desarrolladas, la participación de los estudiantes fue mínima. Auditorios raleados, donde el público incluía profesores y algunos alumnos de otras facultades, escasas preguntas, ninguna discusión relevante. Los mismos promotores de la iniciativa aparecieron en una que otra actividad, no en todas. Como es fácil deducir, el decano quedó desconcertado.
Esta es otra manera de entender la participación, como un reclamo. Esta vez, de canales y oportunidades, pero que después no se utilizan, porque todos se encuentran ocupados en asuntos más importantes que la cosa pública o el bien común. Pero luego seguirán reclamando, esta vez por decisiones que se tomaron sin ellos.
Escena 3
Un ciudadano que cree sinceramente en el valor de la participación difunde una opinión en las redes sociales sobre un tema de política pública, con el interés de provocar un diálogo entre sus contactos sobre las ideas que está exponiendo. Elige el tema, reúne información, coteja datos, reflexiona, elabora un pensamiento y lo argumenta, luego lo escribe, lo revisa, lo corrige, hasta lo da a leer para recoger aportes que le ayuden a comunicar mejor lo que quiere decir. Está convencido de lo que dice, pero a la vez abierto a escuchar opiniones distintas que lo hagan pensar y considerar otras perspectivas. Después lo publica. Se siente satisfecho pues está ejerciendo un derecho, le interesa aportar, cree realmente que el gobierno de su país es responsabilidad de todos. Pero surge un problema.
Al poco tiempo de haberlo publicado, personas diversas le dejan comentarios agresivos, unos sarcásticos, en los que se burlan de sus opiniones, otros que lo atacan a él como persona, atribuyéndole una serie de calificativos que ponen en duda su honestidad o acusándolo directamente de algo malo en base a suposiciones, con el afán de ridiculizarlo o restar credibilidad a sus palabras. No discuten sus ideas. No argumentan un punto de vista contrario. Solo se limitan a hacer afirmaciones opuestas, dándole el valor de una verdad indiscutible.
Esta es otra manera de entender la participación, como oportunidad para la descalificación y el rechazo de cualquier postura distinta, como negación del otro, lo que se hace sacando la discusión del terreno de la razón para llevarlas al terreno de la moral, escandalizándonos por el hecho inconcebible de que alguien piense diferente y se atreva a retar nuestras creencias.
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Todo el proceso alrededor de la interpelación y la censura al ministro Jaime Saavedra, incluida la campaña sobre la supuesta «ideología de género», tal como ocurrió durante el último proceso electoral, ha puesto de relieve el lado más irracional y tanático que es capaz de exhibir un sector de peruanos en la vida pública, y que los ha revelado más predispuestos a avasallar e imponer sus intereses a cualquier precio, aún a costa de la verdad, que a participar con actitud ciudadana en el debate de ideas.
En los últimos 20 años se ha puesto mucho énfasis en la inclusión de la educación ciudadana de nuestros estudiantes en el currículo escolar, aunque han sido muy pocas las veces que se han evaluado estas capacidades a través de pruebas nacionales. De hecho, los programas nacionales de formación docente han acentuado más los temas de didáctica para la enseñanza de la matemática y la lectura que para los temas de educación ciudadana, quizás desde la premisa –según las estadísticas- de que cada punto de mejora en la alfabetización básica de los estudiantes puede mover hacia arriba los indicadores de crecimiento del Producto Bruto Interno del país. Es decir, beneficia el crecimiento y la modernización del país.
Alberto Vergara advirtió el pasado noviembre de las graves consecuencias políticas de haber sobrestimado la teoría de la modernización hasta el punto de creer que, cuando los países se modernizan, es decir, «cuando se urbanizan, superan niveles de pobreza extremos, aumentan sus tasas de alfabetización, complejizan y fortalecen sus economías, entre otros indicadores sociales y económicos, también desarrollarán unos sistemas políticos más democráticos, institucionalizados, inclusivos». El problema, dice Vergara, es que a estas alturas la teoría hace agua: «Después de años brindándole la más absoluta prioridad al crecimiento económico y constatar que su expansión no se traduce en unas instituciones más sólidas y legítimas, ni en una política más ordenada, es hora de ponerla en entredicho. Este país es mucho más rico que hace veinte años y, sin embargo, se nos desmondonga política e institucionalmente por todos lados».
El informe del Latinobarómetro para el 2016 señala que la satisfacción con la democracia «cae desde el 38% en 2015 al 34 % en 2016, y viene disminuyendo sin pausas desde 2009, en una correlación bastante nítida con el deterioro del crecimiento desde 2010». Dice el informe que este decrecimiento se encuentra muy relacionado al funcionamiento de los gobiernos, pero que históricamente ha sido inferior al apoyo a la democracia. Es decir, podríamos no estar conformes con los gobernantes pero sin disminuir por eso nuestra adhesión a la democracia como sistema político. No obstante, la realidad es otra. En Latinoamérica, la mitad de la región piensa que vale la pena un gobierno autoritario si acaso resuelve las demandas sociales. Quienes piensan así en el Perú suman el 40% de la población.
Hoy por hoy, en las escuelas del país, es decir, en aquellas entidades heredadas del siglo XIX que jamás fueron concebidas como organizaciones democráticas, la participación de los estudiantes es prácticamente inexistente o es apenas un rito vacío o es un canal abierto pero nunca transitado (los CONEI por ejemplo) o es una oportunidad para la burla y la descalificación.
Ahora que ser troll en las redes sociales se ha vuelto un oficio remunerado, que haya gente que cobra un sueldo por insultar y difamar es una señal muy clara del grado de deterioro de la ya débil conciencia democrática que hemos exhibido como sociedad a lo largo de la historia republicana. Y cabe preguntarse si esta clase de individuos, que hasta llegan a ser profesionales, son fabricados en las escuelas y si son un producto directo de una educación que no sabe cómo se enseña a pensar, pero sí a repetir sin reflexión lo que otros dicen.
El reto para los educadores es múltiple. Empieza por aceptar que una buena alfabetización básica está lejos de ser suficiente para formar ciudadanos que creen en la democracia y la ejercen consecuentemente; por convencerse de que enseñar los contenidos curriculares de la ciudadanía en las aulas, en el contexto de una escuela autoritaria, donde los adultos establecen con los estudiantes una relación de dominio, es un contrasentido inaceptable; por hacer de la participación de los alumnos una experiencia productiva de intercambio de miradas y construcción de acuerdos, no una pantomima ritual; por aprender y enseñar a respetar ideas distintas, a discutir racionalmente y a no arrojar al fuego de la abominación al que se atreva a pensar distinto. Pobre mi país, las escuelas lo reflejan de tantas maneras. Pero en este, como en muchos otros temas, una de las claves del cambio está en las aulas.
Lima, 19 de diciembre de 2016