Cuando los escritores se mueren

La muerte de los escritores que uno siente “imprescindibles” siempre golpea, incluso aunque el suceso fuera tristemente esperable debido a la enfermedad. Mucho más cuando en quince días se van dos de los más queridos, como Alberto Laiseca y Ricardo Piglia.

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Cristian Vásquez / Letras Libres

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¡Ay, Muerte tan rigurosa, un poco de piedad! Más allá de que en los últimos días ha venido a buscar a grandes figuras del pensamiento occidental, como John Berger (el 2 de enero, tenía 90 años) y Zygmunt Bauman (9 de enero, 91), la Parca parece ensañada con la literatura argentina: en menos de un mes, murieron la crítica Josefina Ludmer (9 de diciembre, 77) y los escritores Alberto Laiseca (22 de diciembre, 75), Andrés Rivera (23 de diciembre, 88) y Ricardo Piglia (6 de enero, 75).

En estas ocasiones se suele repetir un consuelo con forma de frase hecha: “Nos queda su obra”. Es cierto. Sin embargo, la muerte siempre golpea, incluso en los casos en que la enfermedad hacía —como en el caso de Piglia— que el suceso fuera tristemente esperable (como ya nos enseñó Roberto Bolaño: literatura + enfermedad = enfermedad). No todas las muertes golpean de la misma forma, por supuesto. Hay autores a quienes uno no ha leído, y pese a ello los quiere. Hay otros a los que ha leído muy poco, o solo durante un período puntual, y los quiere más. Hay los que uno ha leído y releído durante años, y los quiere mucho.

Pero hay también los que uno no solo ha leído y releído a lo largo de su vida, sino que además ha conocido en persona, los ha visto en charlas y presentaciones e incluso ha compartido con ellos alguna conversación. Escritores a quienes uno ha querido mucho, pero mucho de verdad. Esos son los imprescindibles. A esa categoría pertenecían, en mi universo personal, Laiseca y Piglia.

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Conocí a Laiseca en julio de 2005. Lo entrevisté en la que entonces era su casa, un departamento del barrio de Caballito, en Buenos Aires. Era un personaje increíble. Me habló aquella vez de sus deseos juveniles de ir a combatir a Vietnam (hasta le escribió una carta a Lyndon Johnson, entonces presidente de Estados Unidos, pero nunca obtuvo respuesta); del ciclo en el que, en esos días, narraba cuentos de terror por televisión; de los talleres y los cursos que dictaba y en los cuales también por entonces se formaban varios escritores hoy afianzados en la escena literaria porteña; de su biblioteca llena de libros forrados de blanco “para dificultar los robos”; de la soledad, a la cual sentía como “una maldición que hay que exorcizar todos los días”; de su convicción de que las computadoras eran un invento del Príncipe de las Tinieblas y de cómo, tras escribir a mano, tipeaba sus textos con una “computadora checoslovaca, de las épocas soviéticas”, que no era otra cosa que la máquina de escribir que descansaba sobre la cama. “Acá no entran virus, no se desploma el sistema —decía con toda la seriedad que su bigotazo imponía—. Un gran logro de los soviéticos”.

Volví a verlo una década después. Su salud se había resquebrajado. Se había fracturado la cadera y, pese a no tener tantos años, la dureza de la vida que había llevado le pasaba factura. Lo visité en uno de los hogares de ancianos donde vivió en sus últimos tiempos. Tenía el bigote recortado, su voz ya no era la que había sido. Escribí un perfil que se publicó aquí, en Letras Libres, en diciembre de 2015.

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A Piglia lo conocí dos años después que a Laiseca, en julio de 2007. Tras una larga “persecución” para poder entrevistarlo y algún encuentro informal, me recibió en la que era su casa, en el barrio de Palermo. Hablamos casi todo el tiempo, como no podía ser de otra manera, de literatura. Me dijo, por ejemplo, que “los que a veces un escritor vive como momentos de pura pérdida de tiempo son, sin embargo, importantes, porque para un escritor también es importante lo que no publica”. Trabajaba por entonces en Blanco nocturno. “Me gustaría terminar esta novela —dijo— y después tengo tres o cuatro nouvelles que me gustaría hacer, y después sí me gustaría dedicarme al diario. Ver si puedo dejar el diario en un estado más o menos publicable”.

“El problema es cómo darle forma —se planteaba—. A mí me gustan mucho los diarios. La cuestión va a ser tomar esos cuadernos y ver qué intriga construir. Ver cómo darle a eso un eje”, y mientras lo decía giraba la mano derecha como si cerrara la tapa a rosca de un frasco invisible que sostuviera con la izquierda.

Blanco nocturno se publicó en 2010. Después Piglia publicó una novela más (El camino de Ida, en 2013), dos libros de ensayos (La forma inicial, 2015, y Las tres vanguardias, 2016), una Antología personal (2014) que incluía varios textos inéditos y los primeros dos tomos (del total de tres) de Los diarios de Emilio Renzi (2015 y 2016). Atribuir a Renzi, su alter ego, la autoría de los diarios, fue la vuelta de tuerca que el autor encontró para darle un eje a esos 327 cuadernosque quería dejar “en un estado más o menos publicable”. Jorge Herralde, fundador de Anagrama, ha dicho a la prensa que Piglia no llegó a enviar el original del tercer y último volumen de los diarios, y que no sabe en qué estado lo dejó el autor. “Pero imagino que estaba avanzadísimo”, añadió Herralde, quien considera esta obra final como “lo mejor que Piglia ha escrito nunca”.

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En esos encuentros, a cada uno le pregunté por el otro. Se elogiaron. Eran amigos desde los años setenta, cuando Laiseca le llevaba a Piglia, para que los leyera, los originales de Los sorias, la novela monumental que por entonces edificaba. “En una época nos veíamos mucho”, me dijo Piglia, quien escribió el famoso prólogo donde afirma que “Los sorias es la mejor novela que se ha escrito en Argentina desde Los siete locos”.

Pero llevaban tiempo sin verse. Después supe que una pequeña diferencia los había distanciado. “Las amistades entre los escritores no son fáciles”, me dijo Piglia. “Las relaciones humanas suelen no terminar bien: las personas se pelean por distintas razones”, me dijo Laiseca. Pero no hablaban uno del otro. “Un tipo muy entrañable, muy buena persona”, dijo Piglia de Laiseca. “No nos vemos mucho últimamente, pero yo le tengo un gran afecto y respeto”, dijo Laiseca de Piglia.

Desconozco si finalmente se habrán vuelto a ver. Quizás, si es que hay algo allá, del otro lado, se hayan reencontrado en estos días, por fin.

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“Yo, como muchos, pensaba que Piglia siempre iba a estar ahí, a lo mejor enfermo, como en los últimos meses, pero siempre pensando y escribiendo”, anotó en una emotiva despedida el escritor y ensayista argentino Daniel Link. Yo me cuento entre esos muchos que creíamos lo mismo, y lo mismo que con Piglia me pasaba con Laiseca. Es también, lo reconozco, el egoísmo de desear que nuestras cosas —incluidos nuestros escritores— duren para siempre.

Y si a Laiseca y Piglia (entre cuyos nacimientos hubo nueve meses y entre cuyas muertes, quince días) la muerte los alcanzó relativamente pronto, ¿qué decir entonces de Nacho Montoto, poeta andaluz, una de las voces más sólidas del panorama joven español, muerto de un infarto este 8 de enero a sus 37 años? Nada, por supuesto: no se puede decir nada.

Lo que se puede intentar, a lo sumo, aunque suene algo trillado, es hacer caso a Rebeca García Nieto, quien además de escritora es psicóloga clínica y ha trabajado con personas enfermas en situaciones límite: “Había que vivir como si nos quedara poco”. Nos queda la obra, es cierto. Pero nada es para siempre. Lo nuestro, lo de todos, es pasar.

Fuente: Letras Libres / 10 de enero de 2017