Santiago Roncagliolo / El Comercio
Ningún diario informó, ninguna revista se hizo eco de los primeros libros de Luis Hernández. El último de ellos recibió solo un par de críticas, ambas bastante malas. Una dijo que los suyos parecían poemas extranjeros mal traducidos. Y Hernández decidió no publicar más.
A partir de entonces, escribió en libretas y cuadernos, que llenaba con dibujos de plumón y repartía entre sus conocidos y entre algunos desconocidos, como bodegueros o dentistas. Parte de su obra sería rescatada por sus amigos del fondo de un armario, donde estaba pegada como papel mural. Otra parte se la llevó el viento, literalmente.
Según la biografía de Rafael Romero, “La armonía de H”, toda la vida de Hernández era un desafío contra lo convencional: escribía subido en botes de pescadores mientras navegaba por la Costa Verde, “para mirar Lima al revés”. Tocaba el clarinete. Atendía en su consulta médica a los pobres a cambio de lo que pudieran darle (unas gallinas, un lomo saltado). Se hizo adicto a los opiáceos. Y murió en Argentina en 1977, aplastado por un tren, quién sabe si por accidente o por voluntad propia.
Yo conocí sus versos veinte años después de esa muerte, cuando estudiaba Literatura. A veces, si quería enamorar a una chica con pocas letras, le decía que eran míos. Eran los únicos que alguien como yo podía fingir haber escrito, y los únicos que daban ganas de besar al autor.
Esos poemas hablaban de cervezas frente al mar, de acantilados brumosos, de gatos amarillos y decididos. En ellos convivían Gloria Swanson o Beethoven con personajes inventados como Gran Jefe Un Lado del Cielo, que paseaba su penacho de plumas por los cines de la vieja Lima. Uno de mis favoritos decía simplemente:
Nunca he sido feliz
pero al menos
he perdido
varias veces
la felicidad
Curiosamente, en los sesenta y setenta, esos sencillos poemas eran muy polémicos. Había que tener valor para escribir en libertad. Eran años de compromiso, pero también de pose. Algunos poetas, como Javier Heraud, tomaban las armas y morían por la revolución. La mayoría, hablaba sin parar de esa revolución pero ni moría ni hacía nada. Ellos opinaban que la poesía debía hablar de lo que no conocían, y peor aun, pretendían imponer sus dogmas vacíos a los demás. Despreciaban a Hernández porque él, ajeno a eslóganes y consignas, escribía lo que veía y lo que sentía sin importarle la opinión ajena. Le temían porque él era más honesto que ellos.
Hoy, una nueva recopilación de sus poemas ha aparecido en España, publicada por Esto No Es Berlín Ediciones. El libro reúne, como en un cuento, los poemas del Gran Jefe Un Lado del Cielo, el personaje más autobiográfico del autor, y nos devuelve a algunos de sus clásicos, como Billy The Kid o Twiggy La Malpapeada. Como siempre, Hernández nos refresca descubriendo la vida desde un punto de vista único, y nos dice cosas que nadie más sabe decir.
Cuarenta años después del desprecio de los poetas, y a 10.000 kilómetros de su lugar de origen, ya nadie recuerda a los críticos que ignoraron a Luis Hernández, ni a los que se sentían superiores que él. Sin embargo, sus poemas siguen dando ganas de besar. Uno de ellos dice “como herido voy, sé dónde he de ir”. Lo lejos que Hernández ha llegado demuestra que los grandes artistas son los que se atreven a ser libres.
Fuente: El Comercio / Lima, 24 de febrero del 2017