Fabiana Scherer / La Nación
Con su abuelo llevaba un diario, donde anotaban todo lo que hacían. “Eso fue lo primero que escribí. Yo tendría unos 7 años -recuerda Samanta Schweblin desde Berlín, ciudad en la que actualmente vive y donde dicta talleres literarios para la comunidad hispanohablante.- Mi abuelo era Alfredo de Vincenzo, un gran artista plástico y grabador. Íbamos a museos, al teatro, al cine, visitábamos a sus amigos, que eran todos unos personajes increíbles. A él le gustaba asustarme, ponerme a prueba. Quería entrenarme para la supervivencia del artista, y esto incluía robar relojes antiguos de la feria de Dorrego, viajar sin boleto en los trenes, cruzar a la isla Maciel en bote y un montón de historias y anécdotas insólitas. En el diario, después de la entrada de cada día, elegíamos una estrofa de algún poema de nuestras dos grandes heroínas, Alfonsina Storni y Gabriela Mistral, y lo transcribíamos como conclusión del día. A mí me fascinaba su pasión por lo que hacía, su compromiso por el grabado y todo el drama que, según él, implicaba dedicarse al arte. Envidiaba esa entrega, sentía que era algo extraordinario que yo me estaba perdiendo.”
A los 12 años, se peleó con el lenguaje y dejó de hablar. “Sentía que era imposible decir exactamente lo que quería o pensaba, creía que gran parte de mi nula popularidad en el colegio se debía a que yo no podía explicarme. Estaba furiosa conmigo misma. Y en cierto punto, creo que sigo estándolo -confiesa-. Creo que me dediqué a la literatura porque era una guerra demasiado importante para mí, la única manera de llegar realmente algún día a hacerme entender, y todavía estoy en plena lucha.”
A principios del secundario se animó a comenzar a hablar “pero nada demasiado escandaloso -aclara-, monosilábica, digamos. Y supongo que cuando llegué a la universidad ya parecía un bicho un poco más normal. Pero siempre me incomodó la exposición y la mirada del otro. La literatura fue un arma de doble filo. En la adolescencia me ayudó a esconderme pero, a la larga, me dejó en un lugar de muchísima más exposición, y eso sigue incomodándome”.
¿Qué necesitás para escribir?
Una historia que me atraiga muchísimo, pero que no pueda terminar de entender. Mucho tiempo libre. El pelo atado y silencio.Lo que duele, sobre eso escribe Samanta “sobre lo que no puedo entender -reflexiona-, sobre espacios o sentimientos en los que necesito probarme. Así que pueden encontrarse todo tipo de miedos y angustias. Siempre rondan cuestiones de aislamiento, de relaciones humanas, de miedos sobre la pérdida y la muerte, de relaciones familiares y de violencia.”
Tus historias suelen explorar lo siniestro y suelen tener como punto de partida lo ominoso de las relaciones familiares responsables de la formación y la deformación.
Creo que todos los problemas con los que lidiamos como personas, como naciones, como humanidad, nacen o se curan en el entorno familiar. Por supuesto que son problemas sociales, económicos, de educación, pero la familia es la que más poder de acción tiene sobre una persona, al menos en su primer tercio de vida. Forma y deforma. Creo que tendríamos que prestar menos atención a cómo se compone una familia, y más atención al poder que cualquier unión, como familia, puede tener sobre un nuevo ser humano. Supongo que pienso mucho alrededor de estos temas, y eso hace que mucho de lo escribo, aunque no trate directamente sobre estas cosas, termine estando de trasfondo.
“Lola sospechaba que su vida había sido demasiado larga, tan simple y liviana que ahora carecía del peso suficiente para desaparecer [.] Quería morirse, pero todas las mañanas, inevitablemente, volvía a despertarse [.]. La lista la ayudaba a lidiar con su cabeza, pero para el estado deplorable de su cuerpo no había encontrado ninguna solución.” En La respiración cavernaria, del libro Siete casas vacías, la autora explora sobre uno de sus mayores temores: el Alzheimer.
“Hace varias generaciones que las mujeres de mi familia mueren con Alzheimer. Todas las muertes implican una pérdida progresiva de las distintas partes del cuerpo. Pero cuando lo primero que se pierde es la memoria, se pierde en realidad todo: la vida, los recuerdos, los afectos; lo único que queda es el cuerpo y su dolor. Y la angustia de la muerte, que es una muerte rodeada de desconocidos, todo es amenazante y desconcertante, incluso la persona que te mira del otro lado del espejo. Es una muerte a la que siempre le tuve muchísimo miedo. Evidentemente nos sigue costando mucho aceptar que, en algún punto de nuestras vidas, vamos a morirnos. Si no, ¿cómo puede ser que el mundo haya dado pasos tan grandes a nivel moral y tecnológico en tantas direcciones, menos en la de la muerte? “
En más de una oportunidad señalaste, sobre todo por uno de tus cuentos [Un hombre sin suerte, cuento con el que ganó el Premio Juan Rulfo], que la perversión no está en el relato sino en la cabeza del lector. ¿Cómo desafías y trabajas esos límites de perversión?
Bueno, también hay perversión y prejuicio en mi propia cabeza, sino no sería capaz de escribir estos relatos. Es algo con lo que todos cargamos. Reconocer lo perverso implica la oscuridad de conocerlo.
Ahora estás escribiendo otra novela. En una oportunidad comentaste que Distancia de rescate se transformó en una novela, porque primero fue un cuento imposible. ¿Está nueva historia fue un cuento imposible?
Bueno, en eso no hice grandes avances, esta nueva novela también tuvo algo de cuento imposible. Pero es una historia muy diferente de Distancia de rescate. Distinta en su tema, en su tono, en su extensión, en el tipo de personajes. Es un mundo completamente nuevo para mí. En Distancia de rescate sentía que, aunque con una extensión más larga, seguía moviéndome en un universo conocido y en una forma similar a la del cuento. En esta nueva historia que estoy escribiendo me siento en un terreno nuevo, quizá también porque tiene muchos personajes llevando adelante el relato, algo que siempre manejé con mucha austeridad en mis otras historias. Pero estoy muy contenta con cómo va marchando todo. Ahora estoy trabajando en los últimos capítulos, pero falta mucho todavía, mucha revisión, y reescritura y relecturas.
¿Qué te permite desarrollar el cuento y qué te permite explorar la novela?
Se parece a la diferencia entre un sprint (una carrera rápida), o una carrera de fondo. En las dos se trata de correr. Pero lo que uno ve y cómo lo ve, y el impacto de esa corrida sobre el cuerpo, es distinta. El sprint es como el cuento, la emoción está en la velocidad, la sensación de atravesar una ruta nueva con precisión y rapidez, y el fuerte impacto que tiene esa travesía en nuestro cuerpo, por el nivel de entrega que exige, por su intensidad, por lo rápido que puede llegarse a un estado de extrema exaltación en solo minutos. En la novela hay más tiempo para mirar, para entender, para hacer de ese recorrido un espacio reconocible. El cuerpo entiende que hay un ritmo tonal que mantener, se entrega, y la cabeza queda libre para otras cosas más allá de la meta. Quizás el impacto final no es tan fuerte, porque el cuerpo llega más distendido, pero el paseo dio tiempo a otro tipo de descubrimientos que no hubieran sido posibles en un sprint.
Aún hoy, muchos creen que los cuentos están asociados a un período de aprendizaje.
Es común acercarse a la escritura asistiendo a talleres literarios, donde se escribe sobre todo cuento y creo que eso es bueno, porque se aprende mucho más sobre cómo funcionan las maquinarias narrativas en diez historias breves que en una novela larga. Pero el cuento también puede ser una forma muy compleja y encasillarlo en una instancia de aprendizaje sería tan ridículo como pensar que autores como Borges, Chéjov o Carver, fueron sólo principiantes.
¿Cambió tu manera de escribir al saber que hoy sos una autora muy leída?
No puedo escribir si hay alguien más metido en mi cabeza. Puede ser que el susto de la exposición me haya bloqueado varias veces, sí. Pero una vez que la escritura empieza, recupero mi soledad. Lo que sí cambió, y en el buen sentido, es que escribir siempre me hizo sentir un poco culposa. Muy pocos de mis amigos viven de lo que les gusta. Cuando escribir no era mi actividad principal era difícil perdonarme a mí misma tantas horas de escritura que no dedicaba a hacer dinero, o a ocuparme de otras cosas importantes que pasaban a mi alrededor. Ahora, la visibilidad cargó la escritura de una responsabilidad que me hace bien: todos los días me levanto y trabajo al menos seis horas alrededor de la escritura, y lo vivo sin culpas. Pienso “a esto me dedico”, tengo una profesión, soy una persona normal.
¿Te condiciona de alguna manera saber que te leen en distintas partes del mundo?
En absoluto. Me gusta saber que me leen en tantos otros idiomas, por supuesto. Pero así como soy muy controladora con lo que escribo, y me preocupa cómo se mueven mis libros en el habla hispana, me desentiendo completamente cuando se trata de otros idiomas. Ojos que no ven.
¿Escribís ya con la idea de lo que querés contar o te dejás llevar por lo que aparece frente a la página en blanco?
Necesito saber a dónde voy, porque me gusta ser concreta y directa. Pero si sé demasiado, me aburro, atravesar la historia pierde sentido. Así que necesito cierto balance entre esos dos extremos. Pero no me gusta atarme a las ideas. Si no funcionan, las aparto y paso a otra cosa, o regreso a ellas pero desde un lugar completamente diferente. Sobre la pared frente a la que escribo tengo colgada una frase de Daniel Clowes que ya me salvó más de una vez: “Hay que aprender a tirar a la basura una historia, y volver a usarla en la siguiente sólo como influencia”.
¿Cuándo sabés qué es la historia que querés contar?
Cuando se acerca a algo que todavía no entiendo del todo y, sin embargo, me conmueve.
¿Sos de corregir mucho? ¿Releés en la computadora o necesitás del papel?
Corrijo mucho durante la propia escritura, voy y vengo una y otra vez sobre un mismo párrafo. Cuando el texto empieza a cerrarse corrijo en la computadora, y ya hacia el final intento tomar distancia de él. Esto puede ser imprimirlo, leerlo en el kindle, leerlo en voz alta, cualquier cosa que me ayude a verlo de otra manera.
¿A quiénes confías tus textos antes de que lleguen al editor?
Amigos que son buenos lectores, o escritores. Y esa lectura es la más importante para mí. Es más, no sólo doy a leer las cosas antes de publicarlas, sino durante el propio proceso de escritura. Soy muy controladora con el lector, necesito saber dónde está parado en el texto todo el tiempo, dónde y cómo. Creo que justamente esa es una de las cosas más difíciles de la escritura: entender con toda precisión qué es lo que está contando tu texto, más allá de lo que uno quiso decir. Un lector de confianza y generoso, puede hacer un recorrido atento por tu texto y darte pistas muy claras de todo lo que podría no estar funcionando exactamente como uno quisiera.
¿Cómo recibís la mirada del otro? ¿Puede llegar a frustrarte?
Me frustra justamente que ese recorrido por mi texto no funcione como yo quisiera, pero eso es casi siempre culpa del texto, no del lector: es una frustración que tiene que llevar otra vez a la escritura, es parte del proceso.
La que escribe, la que lee
¿Cuándo sentís que una obra está terminada?
Siempre hay cansancio y hartazgo, porque uno trabaja, y reescribe, y corrige, y saca, y la relación que uno tiene con el material va gastándose, va perdiendo algo de la intensidad emocional que tenía en su primer borrador. Pero ese trabajo, si va por buen camino, debería también delinear la historia con mucha más precisión, afilarla, llevarla hacia una zona todavía más interesante. Si después de todo ese trabajo, leo el texto y vuelve a provocarme esa emoción fuerte que en un principio impulsó su escritura, entonces confío otra vez en él. Es un texto que puedo publicar. Tener el libro en la calle me desembaraza al fin de esa obsesión, ya es un problema sin solución, y puedo pasar a otra cosa.
¿Qué es lo que te sorprende del lector?
Pueden ser muchas cosas, hay todo tipo de lectores. La sorpresa más linda es en realidad la más esperada, y es cuando un lector lee el tono, la emoción y la idea de un cuento tal como yo quería que se leyera. Es una sorpresa porque ese espejo exacto es también un milagro. Es como haber trabajado durante años para enviar una señal a otro planeta y de pronto obtener una respuesta. Pero a veces hay lectores que leen todavía más allá, y encuentran cosas que uno no había visto y son muy valiosas. También me gusta cuando los lectores me recomiendan libros. El mes pasado, en Bogotá, un chico muy jovencito se acercó con un libro. Era un libro de colección, de esos tan antiguos que se le quiebran las páginas. Lo llevaba envuelto en una tela, para que no se arruinara. Me dijo esto es para vos, y se emocionó, tenía los ojos llenos de lágrimas. Me dijo: “Este es un gran libro de un gran escritor colombiano que casi nadie conoce, y para mí es muy importante que lo leas”. El libro se llama Humo, de Augusto Morales-Pino, y es uno de los libros de cuentos más hermosos que leí el año pasado.
¿Cuánto aportó el cine a tu escritura?
Supongo que mucho. No sólo por un tema generacional, sino porque, llegado el momento de elegir una carrera, entre Letras y Cine me decidí por lo segundo, y creo que fue una buena elección. Siento que aprendí mucho más sobre cómo se cuenta una historia viendo decenas de películas por semana, escribiendo guiones y, sobre todo, editando noches enteras, que lo que hubiera aprendido en una carrera únicamente teórica, como era en ese momento la carrera de Letras. A veces podías pasarte horas discutiendo qué era mejor para la historia, si cortar una escena al minuto y medio o al minuto y cuarenta segundos. Podías entender porqué, a veces, era mejor que las mejores escenas quedaran afuera, o en qué momentos, aunque no había nada importante que mostrar, la historia necesitaba un silencio, un espacio para que el espectador pudiera respirar. Son procesos que tienen mucho que ver con la cocina literaria. Sí, creo que el cine me aportó mucho.
Como lectora, ¿qué es lo primero que buscás?
Me gusta entrar en un libro con la sensación de que algo verdaderamente importante está pasando, y que seguir leyendo me dará algo valioso a cambio, me ayudará a entender algo que podría cambiar mi modo de ver las cosas, atravesar una situación en la que nunca antes me había probado, descubrir en mí misma ideas, mundos o simpatías a las que no hubiera podido llegar sola.
¿Tenés pensado volver a instalarte en la Argentina?
No sé, es una pregunta que yo también me hago. Me gusta Buenos Aires, siempre pienso en volver. Pero también me gusta la aventura que implica vivir en un país que todavía no entiendo del todo, vivir lejos de casa sigue siendo algo muy disparador para la escritura y muy poderoso para seguir pensándome a mí misma.
También comentaste que Berlín te acercó a América latina. ¿Por qué?
Bueno, estar lejos siempre da más perspectiva y en Berlín la comunidad latinoamericana es cada vez más y más grande. En mi recorrido de casa al súper suelo contar la cantidad de veces que escucho el español en cada excursión, y el promedio no baja de dos o tres veces cada salida. Somos muchos, y el número sigue subiendo. Entonces, los amigos, los problemas de esos amigos y las noticias que se discuten con esos amigos, ya no son sólo argentinas, son latinoamericanas.
¿Qué cuentistas te sorprendieron en el último tiempo?
Este año tuve dos buenos nuevos descubrimientos: los cuentos de la norteamericana Kij Johnson, creo que no está traducida al español todavía, y los cuentos de Lucía Berlin, en boca ya de muchos, pero buenísima la verdad. También, acabo de terminar el último libro de cuentos de Federico Falco, Un cementerio perfecto, que me gustó mucho. Y si tengo que hablar de descubrimientos que realmente me sacudieron, entonces vuelvo al 2015, cuando leí por primera vez los cuentos de Amy Hempel y, paralizada de emoción sobre el sillón, me pregunté cómo iba a ingeniármelas para volver a escribir después de semejante lectura.
Fuente: La Nación / Buenos Aires, 5 de marzo de 2017