Fernando Bolaños / EDUCACCION
La maestra le dijo: “Salvador, estoy cansada que tengas tantos papeles desordenados en tu carpeta. Quiero que revises todo ello, guardes en tu folder lo que sirve y eches en la papelera lo que no sirve. ¿Entendiste?” Frunciste el ceño, hiciste un mohín y asentiste con la cabeza, pero no dijiste nada. Casi siete años en el sistema escolar te había enseñado que, para sobrevivir, debías acatar, aunque en el fondo siguieras decidido a seguir haciendo lo que te gustaba: dibujar. Porque eso es tu vida. Dibujar, dibujar, estar siempre dibujando. Tu cuarto está lleno de papeles y libretas que llenas con tus dibujos, con tus historias. A veces son los monstruos que te acosan en tu imaginación pero que mantienes a raya plasmándolos en una hoja blanca, con sus poderes intactos y sus mutaciones. También tus héroes, porque ¿no son los héroes la otra cara de la moneda de los villanos y los monstruos? Al fin y al cabo, todos son seres extraordinarios, con capacidad para volar, atravesar las paredes o controlar la mente. El Hombre Araña y el Capitán América habían sido tus preferidos, pero poco a poco comenzaste a inventar los tuyos propios, combinando poderes y debilidades como lo habías hecho antes con tus juegos de Lego. Cuando te compran un nuevo juego te demoras casi nada en armarlo según las instrucciones precisas y complejas que aprendiste a seguir, incluso antes de aprender a leer. Pero luego desarmas las piezas y las almacenas en las gavetas y cajones de tu cuarto donde están guardados los otros juegos y entonces se convierten en la materia prima para tus nuevas creaciones, esas sin manual pero que las imaginas primero en tu mente. Así son tus héroes ahora, combinación de muchos otros. Te has preguntado si los buenos pueden ser malos y los malos, buenos, porque, al final, son una mixtura de virtud y maldad, como somos las personas.
No te acuerdas cuando comenzaste a dibujar, pero estás seguro que fue cuando eras muy, muy chico. Tu mamá guarda algunas de tus libretas con tus creaciones seminales, que ahora te da vergüenza decir que son tuyas. Había un tiempo que conservaban todo lo que esbozabas, cada pedazo de tu creatividad, pero luego se cansaron. Era demasiado material y los estantes del librero de casa comenzaron a rebalsar. Muchas noches, cuando es hora de dormir, te llevas una libreta, tus lápices y una linterna, y te tapas con las sábanas para seguir dibujando un rato más metido en la cama. Hace un tiempo te prohibieron que dibujaras en el colegio, porque decían que no te concentrabas en lo que era realmente “importante”. Pero te las arreglabas para hacerlo en pedacitos de papel que escondías entre los libros y la ropa. “No para de dibujar”, te acusaban tus compañeras de mesa. Pero mientras más te lo prohibían, más insistías. Luego comenzaron a decir que tal vez serías un gran dibujante. Y tus compañeros te pedían que les ayudaras con los dibujos de las tareas, o simplemente pedían una de tus creaciones para sus cuadernos. “Salvador es un doer”- dijo una vez tu padre. “Lo leí en una parte; es un niño que siempre tiene que estar haciendo algo, siempre armando, siempre cortando, siempre dibujando”. Las terapias solo confirmaron que tenías que aprender a concentrarte. “Hacer esto me tranquiliza”, dijiste una vez en la terapia. Sí, porque vas a terapia desde hace tres o cuatro años. Sabes que tus padres o tus maestros la necesitarían más que tú, pero que estés en terapia deja a los adultos tranquilos, con la idea de que están haciendo lo correcto para ayudarte. Y no eres el único. Más de la mitad de tus compañeros están en alguna terapia. Algunos por ser muy traviesos e hiperactivos, otros por aprender lento; unos por expresar demasiado sus emociones, otros por no expresarlas. No conoces a ningún chico “normal”, y tal vez los que no van a terapia son los que han sabido escapar del sistema o porque sus familias no tienen suficiente plata para pagarla.
Además, las computadoras y el Internet: son parte de tu vida diaria, como de todos los chicos de tu edad. Has probado muchos juegos y preguntas por la clave de wifi donde vayas. Nadie te ha enseñado los programas; los aprendiste viendo videos. Recientemente, has aprendido a dibujar en la computadora y tú solo has instalado los programas que te permiten diseñar y llevar a tus héroes del papel a la pantalla. Pero, a diferencia de tus compañeros que se desesperan y no saben qué hacer cuando les quitan los aparatos o el Internet, tú nunca te aburres. Cuando no hay tablets o smartphones tu imaginación comienza a volar y basta un papel para tenerte animado y ocupado por horas. ¡Y pensar que tus profesoras dicen que nunca eres capaz de concentrarte por más de cinco minutos!
Despiertas, entonces, de la ensoñación que te llevó lejos por un momento. Tu maestra está en la otra parte de la sala, pero sabes que volverá por tu carpeta en cualquier momento para ver si has hecho lo que pidió. Así que, un poco resignado, comienzas a sacar todo lo que está dentro de tu carpeta y lo vas ordenando en dos grupos: en uno están los dibujos de X-Ray y su lucha galáctica con Superpez, y todos los borradores que elaboraste a lo largo de cuatro semanas; en el otro, las esquelas del colegio que nunca llevaste a la casa, las hojas de ejercicio de comunicación y matemática que hiciste de manera apurada, las fotocopias del curso de ciencia, con los gráficos sobre las fallas tectónicas y los terremotos, que debiste leer. Ahora sí, todo listo. Tomas tus dibujos y los guardas cuidadosamente en la carpeta; tomas las esquelas, los ejercicios y las fotocopias y las echas en la cesta de la basura. Y esperas con confianza a que regrese tu maestra. Has cumplido con la instrucción que te dio.
Lima, marzo de 2017