Heraclio Bonilla / Revista Argumentos
Quisiera ratificar hoy, medio siglo después de publicado Metáfora y realidad de la independencia en el Perú (1971), las tesis centrales que ese trabajo sostenía con fuerza. La primera es que la independencia del Perú no hubiera sido posible sin la intervención de San Martín, al comienzo, y de Bolívar, después. La segunda, que la independencia no fue el resultado de un consenso social, es decir de un convencimiento general resultado del mestizaje, como lo afirmaba el profesor José Agustín de la Puente y Candamo en su trabajo clásico Notas sobre la causa de la independencia del Perú (Lima, Studium, 1964). La tercera, que la independencia no erradicó por completo las raíces del ordenamiento colonial. Y la cuarta, que el proceso de la independencia no tenía nada que ver con la pregunta ―única― de que si queríamos o no separarnos de España. Lamento decirles que hoy mantengo estas cuatro tesis escritas hace 50 años, a menos que alguien se atreva a pensar que San Martín y Bolívar eran peruanos y que alguien multiplique el número de combatientes peruanos que estuvieron en Junín y Ayacucho. La primera tesis ameritó el calificativo de ser un exponente del llamado “dependentismo”, según el cual todo venía de fuera y nada de dentro.
Ahora bien, ¿qué ha ocurrido después que se publicó el libro? Una nueva historia política se abrió paso en varias partes del planeta. En lo que concierne a América Latina, los dos exponentes más importantes son el profesor François-Xavier Guerra, quien reemplazó al profesor François Chevalier en la cátedra de Historia de América Latina en la Sorbona y cuyo libro más conocido es Modernidad e independencia: ensayos sobre las revoluciones hispánicas (Madrid, Mapfre, 1992) y Jaime Rodríguez, profesor de la Universidad de California en Irvine, con su trabajo The Independence of Spanish America, (Cambridge, Cambridge University Press, 1996). Según ellos, no se puede entender nada de lo ocurrido desde 1808 hasta comienzos de la segunda mitad del siglo XIX en esta parte del mundo, si no se toma en cuenta la invasión napoleónica de la península en 1808; la constitución liberal de 1812; la conformación de las Cortes; el regreso de Fernando VII, “el deseado”; la abolición de la constitución de 1812; el levantamiento de Riego en 1820, etc. Todo lo que ocurre en América Latina es una derivación directa de los acontecimientos de la metrópoli. Acontecimientos, por cierto, que fueron decisivos, pero no tan determinantes. Y frente a cuya afirmación los “dependentismos” más extremos se convierten en cándidas e inocuas afirmaciones.
Además, esa historia tradicional de la independencia, tiene un gravísimo defecto: tratar un acontecimiento como 1821, exclusivamente dentro del contexto del país. La independencia produjo lo que se llama la balcanización de América Latina, con lo cual, entre otras cosas, se dejó de pensar más allá de los límites del país. Por cierto, en el contexto del Tahuantinsuyo no se puede hacer eso. Tampoco en el contexto de la colonia, ya que se debe tener en cuenta Nueva Castilla, Nueva España, Río de la Plata, Nueva Granada como totalidades. Pero a partir de 1820, 1821, todo conocimiento es fragmentado, todo es local. Y creo que esto, en el caso de América Latina, implica varios riesgos para el conocimiento.
La independencia es un proceso continuo y concatenado. Lo que quiere decir que no se puede entender nada de lo que ocurrió si uno no empieza a mirar desde el norte hasta el sur, por ejemplo. Tampoco se puede entender lo que ocurrió en América Latina si uno prescinde de lo que ocurrió en el otro lado del Atlántico. Lo que sucede es que la geografía de la independencia plantea el siguiente problema: cómo explicar las disidencias tempranas ―Caracas y Buenos Aires―, por una parte; y las tozudas resistencias ―México y Perú―, por el otro. ¿Y qué decir de los casos extremos a fines del XIX en Puerto Rico y Cuba?. Entender el proceso de la independencia implica pensar ―repito― de manera conjunta este grupo de procesos que integraron la coyuntura más amplia de la independencia.
Perry Anderson intentó formular una hipótesis al respecto. Decía que estos procesos tan heterogéneos resultan del desenlace de una correlación de fuerzas específica entre las principales clases agrarias. Por una parte, los terratenientes y, por otra, los pequeños productores rurales, que además eran indios. También se sabe, desde hace mucho tiempo, que las resistencias de las élites de los virreinatos de Nueva España y Nueva Castilla, México y Perú, respectivamente, a cualquier veleidad de separación se debe a Hidalgo y a Morelos en el caso de México y a Túpac Amaru en el caso de Perú. A mí me causaba mucha gracia que cierta historiografía propusiera a Túpac Amaru como un prócer de la independencia, cuando se sabe que fue, justamente él, el mejor garante de la estabilidad colonial. Con él quedó claro el enorme peligro que la movilización independiente de la población indígena implicaba. Además, por cierto, del notable hecho que Túpac Amaru nunca quiso separarse. En el programa de Túpac Amaru no existe ninguna medida que afecte al nudo del vínculo colonial, es decir, al tributo de los indios. Pidió, como era obvio, la supresión de la mita; pidió que se cancelaran los obrajes y exigió la supresión de la esclavitud. Medidas, no obstante, que por sí solas eran más que suficientes para alienar un respaldo potencial de otros grupos. Como bien se sabe, él dijo: “¡Viva el rey, abajo el mal gobierno!”. A mí no me cabe la más mínima duda de que si el rey Carlos III hubiera venido al Perú tantas veces como lo hizo Juan Carlos de Borbón en el siglo XX, las jefaturas étnicas hubieran corrido presurosos a besarle el anillo de la mano. Ahora bien, Túpac Amaru no fue el único. En todas las rebeliones ocurrió lo mismo. Y el colmo de la paradoja: en su libro La república plebeya. Huanta y la formación del Estado peruano (Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 2014), al referirse a la rebelión de Iquicha, Cecilia Méndez afirma que los indios iquichanos se levantaron apenas tres años después de supuestamente sellada la independencia definitiva de América en las pampas de Ayacucho. Su arenga era: “¡Abajo la patria traidora y que vuelva Fernando VII!”. Tampoco fue el único caso, los indios de Pasto y la población negra del Patía en Colombia pedían lo mismo. De tal manera que, para ellos, este trastorno político, lejos de representar un avance, fue un retroceso. Entonces, si nos preguntamos qué implicó esta correlación de fuerzas, o cuáles fueron sus resultados, la respuesta evidente es que el peso de la población indígena era considerable y los resultados tradujeron este pavor de las élites criollas.
Por otra parte, sin embargo, las clases agrarias no tenían una importancia similar a la población indígena. En Caracas, las clases propietarias empezaban a despegar. En el caso de Buenos Aires, eran un poquito más fuertes, pero no mucho más. En el último caso, una diferencia importante que compensa esta carencia es que los llaneros, en algunos casos, y los gauchos, en otros, constituyeron una población móvil cuyo rol fue fundamental en el logro de esas independencias tempranas. Además, el estatuto colonial de Buenos Aires, a diferencia de las viejísimas Lima y México, había sido adquirido hacía poco tiempo. También, en 1805, Buenos Aires demostró su enorme fuerza al expulsar por sí solos a las tropas inglesas. Esto mostró, a su vez, que Buenos Aires no solo era capaz de defenderse a sí misma, sino que también podía defender a la metrópoli ausente y lejana. Entonces, es muy difícil encontrar algún sentido a estos procesos si es que no tiene en cuenta estas diversas correlaciones y si es que seguimos encerrados y obsesionados pensando en la independencia en términos tradicionales y en que lo único que quería esta gente era separarse de España. España era un pretexto que, francamente, no se tomaba en cuenta. A final de cuentas, las rebeliones de Huánuco en 1812 y de Cusco en 1814 buscaron separarse de Lima y no de España. Charcas, la actual Bolivia, no se separó de España; se separó tanto de Buenos Aires como de Lima. Además, en un contexto de fractura del poder colonial, cuando Pezuela fue derrocado y en su lugar ascendió La Serna. Paraguay se separó de todo el mundo. Rodríguez de Francia convirtió a ese pequeño centro en un refugio frente a los asedios del entorno. En 1830, la Gran Colombia se rompe y el gran dilema en Quito —espero que no haya un ecuatoriano acá—, era cómo llamar al nuevo país. La única solución salomónica era colocar el nombre de una línea imaginaria, el Ecuador, para un país no menos imaginario. Ecuador se mantuvo como país gracias a la ayuda inusitada del Perú. Velasco Ibarra, cuya historia atraviesa el Ecuador del siglo XX decía para contener el conflicto interno: “Compatriotas, ahí están las tropas peruanas, de manera que si ustedes no disuelven esa rebelión, los acuso de traición a la patria”. Firmada la paz en Brasilia, el disenso interno surgió de nuevo, al extremo que el Ecuador no cuenta con una moneda nacional, el símbolo de cualquier soberanía.Y así uno puede continuar describiendo estas coyunturas.
Pero, por otra parte, queda mucho por conocer acerca de la composición interna de la sociedad colonial. En el texto que la profesora Karen Spalding escribió conmigo se utiliza el lenguaje ritual: criollos, españoles e indios. Tal vez como primera aproximación esa clasificación sea útil. Como decía el amigo Parodi aquí: “ser obrero es algo relativo” (Ser obrero es algo relativo: obreros, clasismo y política, Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 1986). Igualmente, ser indio era y es algo muy relativo. Primero porque hay indios de todo tipo. Para comenzar, están los indios originarios. En segundo lugar, los indios forasteros, y sabemos, a partir del viejo estudio de Oscar Cornblit titulado Society and Mass Rebellion in Eighteenth Century Peru and Bolivia (Oxford, Oxford University Press, 1970), que políticamente más allá de ser indios, la condición de ser originario o forastero era determinante. Había indios de haciendas o indios de comunidades. Había indios pequeños propietarios independientes, había indios en las ciudades, había indios en el campo. Los españoles igual: había españoles burócratas, mineros, hacendados, comerciantes. Y los criollos, ¡qué extraordinario mosaico político y cultural representaban!. Esto se puede replicar en los otros estamentos de la sociedad colonial. Evidentemente, la conducta política de cada grupo y subgrupo era absolutamente distinta. De manera tal que confundirlos bajo un mismo rótulo me parece poco recomendable. Se debe precisar las diferencias.
Eso que se llama Perú, no existía y dudo mucho que la situación actual sea diferente. El Perú era un mosaico. Varios Perús; como decía Simpson, varios Méxicos. Por ello, se debe estudiar región por región: qué pasó en el contexto de 1820 en el sur y qué pasó en el norte; qué pasó en el centro, en Cerro de Pasco; qué pasó en Lima. A esto me refiero cuando abogo por la necesidad de formular coordenadas para tratar de integrar esta extraordinaria diversidad a lo que sucedió. Algunas de las preguntas que uno se debe formular tienen que ver con las principales fuerzas y los principales disensos y conflictos, cuyo desenlace final fue la independencia. El problema es que para elaborar una síntesis, se necesitan muchas investigaciones que en el Perú son escasas. Es necesario volver a la investigación, pero esta no puede ser sinónimo de amontonamiento de papeles. Habría que pensar, más bien, en una teoría del sistema colonial que aún no tenemos. Si no tenemos esa coordenada, ¿cómo vamos a explicar 1821 y la Independencia?.
También es necesario tomar en cuenta la cronología. Hay varios momentos muy sintomáticos. Creo que 1780 cierra un ciclo que, de acuerdo con los cálculos establecidos por la profesora Scarlett O’Phelan en Un siglo de rebeliones anticoloniales (Cusco, Centro Bartolomé de las Casas, 1988), empezó en 1720. En efecto, la gran rebelión de Manco Inca a mediados del siglo XVI junto con la última rebelión de los encomenderos liderados por Gonzalo Pizarro cerró toda resistencia por cerca de dos siglos. Sobre este silencio se levantó el estado colonial y un sistema patrimonial cuyas características han sido descritas por el profesor Cotler en su trabajo clásico Clase, estado y nación en el Perú (Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 1975). No obstante, de manera balbuceante, a partir de 1720, los primeros disensos aparecen. Estos llegan a su cúspide en 1780, bajo liderazgo indio, con un programa indígena. La derrota, que cierra esta primera etapa, no fue solo física, sino también simbólica. Luego se abren otras etapas, la de Huánuco y Cusco, que mencioné antes y me parecen las más significativas. En estos casos tenemos un liderazgo criollo, pero como eran tan pocos, no podían avanzar sin el respaldo de la población indígena. Sin embargo, era una alianza profundamente contradictoria. Esto termina en 1814 en las circunstancias que conocemos. Después comenzó una tercera etapa en la que la población indígena defendió a las fuerzas realistas. No hay que olvidar que las principales fuerzas de defensa del sistema imperial fueron reclutadas por La Serna, nada menos que del Cusco. Ellos fueron los garantes del orden colonial, pero la naturaleza de su participación fue totalmente distinta de lo que había sido antes.
San Martín era muy cauto, él no quería imponer la independencia. Buscaba y esperaba una resistencia local al dominio español. Envió tropas al interior, demoró lo más posible su avance hacia Lima. Esperaba que las masas urbanas digan que sí querían separarse. Eso nunca sucedió y luego apareció Bolívar, quien no tenía los escrúpulos de San Martín, y decidió resolver el asunto a su manera. Sin embargo, después de 1824 aparece una nueva interrogante que requiere una investigación más cuidadosa.
La otra pregunta, y con eso quiero terminar, es: ¿qué significó todo eso? Es decir, ¿cuáles fueron las consecuencias de la independencia? En el corto plazo, no cabe la más mínima duda. Todas las economías, salvo la argentina, ingresaron a una profunda recesión que duró hasta 1850. Se recuperaron con el guano en 1850; con la plata en Bolivia en el último tercio del siglo XIX; con el cacao en el Ecuador en la última década del siglo XIX, etc. Los esclavos fueron reclutados bajo el señuelo de la libertad que nunca se les concedió. Con la población indígena ocurrió lo mismo. Durante esos años, la metáfora utilizada para referirse al estado de la economía peruana era la Venus de Milo. Decían que el Perú era como la Venus de Milo: le faltan dos brazos. Esos brazos son capitales, por una parte, y mano de obra, por otra. No por casualidad, las principales batallas en el interior del país se desarrollaron en los principales centros mineros como Cerro de Pasco. Entonces: ¿la independencia no cambió nada? ¿Todo sigue igual? Sí y no. Lo fundamental siguió siendo lo mismo. Las evidencias son contundentes: exclusión, marginación, una república y un Estado, supuestamente democráticos, reservados para el 1 % de la población. Este es el legado de la independencia.
Pero al mismo tiempo, hubo cambios. El primero, y más obvio, es que hasta 1800 América Latina fue exportadora neta de capitales; de oro y, sobre todo, de plata. De 1800 en adelante, los papeles se invirtieron de manera dramática. Los capitales comenzaron a venir de fuera con todos los problemas que ello implica, como el endeudamiento, la cesación de pagos, la bancarrota. Es decir, todo aquello que uno lee cotidianamente. Este es un cambio importante.
El segundo cambio tiene que ver con el libre comercio. La metrópoli no mantuvo el monopolio como norma todo el tiempo. Para comenzar, en 1772 estableció el libre comercio. No obstante, el comercio debía estar reservado a puertos españoles y los mercados, a la producción europea que pasaba a través de España. Ahora se trata de una política de apertura, como reconoce Paul Gootenberg, establecida con mucha reticencia y vacilación. De hecho, durante toda la primera mitad del siglo XIX, las barreras proteccionistas eran muy altas. Solo que no había, francamente, mucho qué proteger.
De la misma forma, se debe tomar en cuenta que la política fiscal no era una política de promoción, como se diría ahora; es decir, de industrialización por sustitución de importaciones. El tributo indígena era uno de los principales ingresos del fisco, que correspondía ―si Carlos Contreras no se equivoca en su libro La economía pública en el Perú después del guano y del salitre. Crisis fiscal y elites económicas durante su primer siglo independiente (Lima, Instituto de Estudio Peruanos, Banco Central de Reserva del Perú, 2012)― a aproximadamente el 30%. Sin embargo, un volumen considerable de esos ingresos provenía también de los impuestos a la importación de mercancías. En el Perú, nunca se pudo imponer ese tipo de impuestos a las exportaciones porque la correlación entre impuestos a las exportaciones y golpes de estado es matemáticamente perfecta. Además, qué mejor manera de incrementar los ingresos del fisco vía la contribución de indígenas, la renta de las aduanas y la liberalización del tráfico. En ese sentido, esta política fue completamente distinta a la que Bismarck estableció en Prusia y a lo que Roosevelt estableció en los Estados Unidos a través del New Deal.
Ahora, una de las consecuencias del libre comercio fue que mercados pequeñísimos, que mal que bien existieron en el espacio peruano, fueron rápidamente capturados por la exportación de telas inglesas. El precio final de una yarda de tela inglesa valía cinco veces menos que una tela equivalente producida en algún obraje en Cusco o Arequipa, por ejemplo. Esos mercados nada tenían que ver con la producción interna. Sin embargo, esto no significa, como se ha dicho, que nuestra élite se caracterizara más por su propensión al consumo que a la producción. No, simplemente no eran bobos. Sabían que era inútil invertir su dinero en producir para el mercado doméstico cuando no podrían vender. Por eso, en 1860, cuando estalló la guerra civil en Estados Unidos, todos se enfocaron en la producción de algodón. Cuando una década más tarde, la producción de azúcar en el Caribe entró en crisis, todos se concentraron en producir azúcar. En eso, las élites eran extraordinariamente perspicaces. Lo que sucede es que nuestra economía estaba completamente fragmentada. Un poco más tarde, la construcción de los ferrocarriles acentuó esta dislocación. Pardo decía que una vez que se construyan los ferrocarriles, la masa indígena se despertaría al compás del sonido del silbato del tren. Contrariamente a lo que piensa mi amigo Ramón Pajuelo en su libro Un río invisible: ensayo sobre política, conflictos, memoria y movilización indígena en el Perú y los Andes (Lima, Ríos Profundos Editores, 2016), creo que las masas indígenas siguen durmiendo y el ferrocarril ha pasado ya varias veces por ahí. A la luz de esto, surge la pregunta de qué tipo de élite y qué política económica se tiene cuando, en lugar de erradicar las bases coloniales que sostuvieron este sistema, el programa más avanzado fue la modificación de las condiciones de transporte.
También en términos económicos, uno de los rasgos más visibles de 1821 en los larguísimos 200 años que han transcurrido desde esa fecha hasta ahora, es el papel central de la exportación de la renta natural y su venta en el mercado internacional. Por ejemplo, el costo de producción de un quintal de guano, al tratarse de una renta natural, no debió ser más de una libra esterlina. Por ello, aquella gente pensó que estas fortunas y este destino estaban asociados a la lotería y no al trabajo. Un ejemplo complementario es Venezuela. La Venezuela que producía tabaco era completamente distinta a la Venezuela que produce petróleo. Ahora en esas condiciones, cuando la apuesta hacia el mercado externo es absoluta, las economías son profundamente vulnerables. Los antídotos que se formularon para escapar de esa situación no eran completamente convincentes y produjeron, por lo tanto, los escombros sobre cuyas bases se levanta el neo-liberalismo en curso.
Mal que bien, durante 300 años, España controló a sus colonias sin un ejército. El ejército apareció después de Túpac Amaru, con milicias. Ahora, pedir que milicias controlen a sujetos coloniales es como si uno confiara al zorro que controlara al gallinero. Por lo tanto, la condición colonial se interiorizó desde muy temprano, sin necesidad de una coacción externa. La identidad de vasallo se construyó en el espejo del dominador, bajo la dialéctica del amo y del esclavo del cual habla Hegel. Por eso los más consecuentes con este orden colonial fueron y siguen siendo los supuestos ciudadanos de este país.
Yo pienso que no hay nada que celebrar en el bicentenario de la independencia del Perú. Para la población indígena es un día de duelo. También para la población negra. Pero podríamos, al menos, tomar estas efemérides como un pretexto para seguir conociendo y para seguir pensando, sobre nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro.
Fuente: Revista Argumentos-IEP / Lima, diciembre 2016