La igualdad como un derecho

Print Friendly, PDF & Email

EDITORIAL

En 1992 ya había caído el muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética anunciaba el final de la Guerra Fría. Hasta ese año, sin embargo, en Sudáfrica seguía prohibido el matrimonio entre negros y blancos e incluso el contacto sexual. Los negros no podían vivir en la ciudad y tampoco podían votar. En el Perú, desde el siglo XVI, las familias hacendadas tuvieron a los negros traídos del África trabajando como esclavos por cerca de 250 años.

Entre el siglo XVI y el XIX, los colonizadores españoles nunca consideraron a los indios americanos como seres humanos, los forzaban a la servidumbre, les robaban sus productos y bienes, les obligaban a entregar sus mujeres para que fueran sus concubinas y les tenían negado el acceso a la educación. Además, hasta principios del XX, ya en plena era republicana, sus comunidades fueron despojadas de sus territorios y arrinconados a las peores tierras. La justificación es que se les consideraba seres inferiores, debido a su ignorancia o a su supuesta degeneración por el alcohol y el consumo de coca.

Las mujeres nunca corrieron mejor suerte. A lo largo de la era republicana, la desconfianza hacia ellas era algo común, se les consideraba inferiores debido a su supuesta incapacidad cultural y su fragilidad. Hasta muy avanzado el siglo XX, las mujeres –como los analfabetos- no tenían derecho a votar, bajo el supuesto de que su participación en la política provocaría una anarquía en el hogar. En la década del 30 del siglo XX se les concedió el voto, pero solo a las mujeres ilustradas de clases medias y altas, y solo a nivel municipal.

Estamos en el siglo XXI, las leyes ya decretaron la igualdad, pero la sombra de esta historia oscura de exclusión y rechazo al otro distinto, no ha desaparecido. ¿Por qué un país mestizo discrimina a su gente?, se preguntaba un diario argentino en una ácida nota sobre la discriminación en nuestro país. Más allá de los derechos que consagran actualmente las normas, “lo que hay en el Perú es una gran mayoría mestiza que no se asume como tal y que está obsesionada por ver cuán cholo es el otro”, señaló alguna vez con acierto el escritor Jeremías Gamboa.

El mismo razonamiento podría aplicarse a las múltiples diferencias que existen entre nosotros y que son objeto de discriminación cotidiana: el género, la cultura, la edad, la discapacidad, el lugar de origen… en todos los casos, la diferencia –cualquiera que esta sea- se convierte en una buena razón para argumentar en favor de nuestra supuesta superioridad. La idea de la mujer como reina del hogar, piadosa, buena madre y buena esposa por encima de cualquier otra aspiración personal y, además, subordinada a su esposo, esconde el mismo desprecio.

La prensa ha dado cuenta reiteradamente de cifras escalofriantes de feminicidio, de niñas-madre abusadas sexualmente, de la reiterada condescendencia de autoridades policiales y judiciales con los maltratadores de mujeres y, más aún, de la agresiva oposición de un sector de padres de familia a que las escuelas eduquen a niños, niñas y jóvenes en la igualdad de género. A pesar de las evidencias de la historia, a muchos les cuesta aceptar que la manera de ejercer culturalmente nuestra sexualidad no está predeterminada para toda la eternidad y que ninguna creencia religiosa está por encima de la ley, ni puede prevalecer sobre el derecho de las personas.

En el diario de los debates que precedieron a la aprobación de la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño en las Naciones Unidas, representantes de algunos países argumentaron en contra del artículo 19, que establecía la obligación de los Estado de “proteger al niño contra toda forma de perjuicio o abuso físico o mental”, pues de acuerdo a sus creencias religiosas, los padres estaban autorizados a golpear a sus hijos para disciplinarlos. Por fortuna, el acuerdo fue otro. Esa es la senda del respeto a la dignidad humana y al valor democrático de la ciudadanía, en que la educación pública tiene la responsabilidad de educar.

Comité Editorial
Lima, 9 de abril de 2018