Luis Guerrero Ortiz | EDUCACCIÓN
Un niño de 8 años de edad, al que llamaremos Miguel, estudiante de tercero de primaria en la escuela San Nicolás de Huamachuco, era molestado continuamente por dos de sus compañeros en razón de su discapacidad: le faltaba parte del brazo izquierdo. Un día, a Miguel le quitaron sus cuadernos y cuando fue a la casa del alumno que se los llevó a pedir que se los devuelva, la familia lo botó a correazos. Estas agresiones vinieron ocurriendo durante meses, siendo conocidas tanto por la profesora como por la directora del colegio, pero ninguna quiso hacerse cargo de la situación, según denunció la madre del niño. De otro lado, en una provincia de La Libertad, la directora de la escuela de Sartimbamba, agredió a una alumna de 10 años, a quien llamaremos Ester, cuando se encontraba jugando en el patio junto a sus compañeras. Sin razón aparente, les jaló el pelo a todas, pero a Ester le arrancó un mechón. La directora fue denunciada ante la policía y la fiscalía, pero nadie le dio importancia al incidente. Estos son solo dos de los once mil casos denunciados en los últimos dos años. Sabemos que no todos se denuncian ni llegan a la prensa. El ministro de Educación, Daniel Alfaro, ha informado que un promedio de 15 niños o adolescentes, alumnos de colegios públicos, denuncian a diario situaciones de hostigamiento, maltrato o abuso sexual, que implican a otros estudiantes o a sus mismos profesores.
Cuando el mundo replanteó la educación escolar a fines del siglo XX, declarando caduca su antigua función transmisora y asignando una nueva misión a los sistemas educativos, la docencia se vio emplazada a dar un giro de 180 grados en la manera de concebir su rol. La onda expansiva de este cambio, sin embargo, ha ido mucho más lejos. Una escuela que enseñe a pensar y no a repetir, una escuela que enseñe a convivir en el respeto al derecho de todos, así como en el acuerdo y la colaboración, también necesita reinventarse.
Inés Dusssel advirtió, hace más de una década, que hacer viables las reformas curriculares en América Latina suponía transformaciones profundas en la práctica docente. No obstante, más allá de los cambios producidos en las políticas, «lo que permaneció estable fue la forma en que pensamos que deben organizarse las escuelas, y lo que creemos que es una buena enseñanza. Esta manera de entender qué es una escuela sigue siendo bastante parecida a lo que se pensaba cuarenta, o incluso ochenta o cien años atrás». ¿Qué nos quiere decir Dussel con esto?
La célebre investigación de Francois Dubet sobre el carácter de las escuelas en la Francia de hoy, advirtió que las instituciones escolares con que inició su periodo republicano, a pesar de los principios de libertad, igualdad y fraternidad en que se funda, mantuvo «una tradición que considera que los niños y los adolescentes son seres incompletos, todavía naturales, a veces peligrosos», sobre la base de roles fuertemente jerarquizados. Aquí en el Perú, como destaca María Emma Mannarelli, «si bien los ideales republicanos estuvieron inspirados en ideas liberales, -que implicaban un conjunto de propuestas para la educación infantil y la vida familiar- los conflictos políticos post independencia inhibieron las posibilidades de desarrollarlas y plasmarlas en instituciones». Por eso no sorprende el escaso interés que se tuvo después por la educación de las mujeres y las poblaciones indígenas, ni la relación absolutamente vertical entre maestros y alumnos. La escuela republicana nunca llegó a ser una escuela democrática.
A pesar de la expansión progresiva de nuestro sistema educativo en los últimos sesenta años y la adopción de una política curricular dispuesta a formar estudiantes capaces de propiciar una vida en democracia, a partir del reconocimiento de sus derechos y responsabilidades, resulta indiscutible que la escuela que hoy tenemos refleja la discriminación y el autoritarismo que persiste en la sociedad peruana. Segregar a los niños en secciones de un mismo grado en función de su capacidad intelectual o de su temperamento, nos sigue pareciendo lógico y nadie estaría dispuesto a aceptar que esa es una forma de discriminación. También nos parece natural que, si una adolescente se embaraza, deba ser retirada del colegio, al igual que la niña abusada sexualmente. No es extraño tampoco encontrarnos con profesores acosadores o maltratadores cuyos directores se abstienen de denunciarlos, para no perjudicarlos ni poner en riesgo su «derecho al trabajo».
Ciertamente, si esto ocurre en las escuelas sin que nadie se escandalice o sin que el escándalo –si acaso se produce- implique un antes y un después, es porque así también ocurre en la vida social. Por ejemplo, una interesante indagación sobre el tratamiento que hace la prensa nacional sobre educación y género, realizada por Ana Luisa Burga, Vanessa Chiappo y Guadalupe Pérez, por encargo del proyecto FORGE, advierte la dificultad de encontrar en las abundantes noticias sobre abuso sexual, violación, feminicidio o discriminación, «una tendencia a profundizar, analizar, comprender los fenómenos que presenta», atribuyendo estos hechos de violencia por lo general a problemas individuales de personalidad, no a estereotipos sociales. Lo que esto comunica subliminalmente es que somos una sociedad supuestamente sana y que la discriminación o el abuso son apenas una patología excepcional, ajena al campo de la cultura y asociada más bien al de la salud mental.
El ministerio de educación ha hecho esfuerzos destacables en los últimos años por replantear el sentido de la gestión escolar, formando a directivos de escuelas públicas como líderes pedagógicos. Eso está muy bien. Ahora necesitamos identificar por dónde debe empezar su labor de apoyo a la mejora de la enseñanza. ¿Comprensión lectora y matemática? Los profesores de Miguel y Ester, los niños que protagonizaron los casos que relaté al inicio, son personas educadas, cuyas habilidades lectoras y matemáticas no pondré en duda. Su agresividad o su indiferencia ante el abuso, sin embargo, no surgen de su deficiente alfabetización, sino de su débil conciencia ciudadana, que los lleva a relacionarse con el otro más débil de una manera distinta a como lo haría con aquellos a quien percibe como iguales. Surge también de su inconsciencia del valor público de su rol profesional, pues su hostilidad hacia quien percibe como inferior o su desdén por el derecho ajeno, están formando a las jóvenes generaciones como ciudadanos autocentrados y desaprensivos con el bien común.
El presidente Vizcarra ha dicho el 28 de julio, en su mensaje a la nación, que necesitamos una educación que «contribuya a la formación de valores y pensamiento crítico, que sumen a la consolidación de una sociedad pacífica y democrática, libre de violencia y de discriminación de cualquier tipo». Lo suscribo. Sin embargo, tenemos que ser plenamente conscientes de que ese objetivo requiere otro tipo de docencia y otro tipo de escuela. Como diría Alberto Vergara, no podemos ser ciudadanos sin república. Aprender a construirla desde la escuela supone hacer de la democracia una experiencia, no un concepto. Ese es un reto que necesita hacerse mucho más visible en las políticas educativas.
Lima, 3 de agosto de 2018
Para citar este artículo en APA:
Guerrero, L. (2018). Ese cuerpo extraño llamado democracia. Educacción, Año 4 (44). https://bit.ly/2OlQ4hN