Edición 46

La educación en el país del todo vale

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EDITORIAL

Intente usted cruzar una pista en París, Ámsterdam, Ginebra o cualquier otra ciudad europea y presenciará un espectáculo inimaginable. Los autos y aún los buses se detendrán para que usted pueda hacerlo. ¿Quiere comprar un diario? Solo saque el que desea de los expendedores que hay en las esquinas y deje una moneda. No hay nadie que cobre ni que vigile. Si entra usted solo a un restaurante y necesita ir al baño, puede dejar su maletín sobre la silla. Nadie se lo llevará. ¿Se le cayó un objeto camino a su hotel o departamento y no lo notó hasta después que llegó? Regrese sobre sus pasos. Es casi seguro que lo encontrará en el lugar de la calle en que lo perdió, pues nadie tomará lo que sabe no le pertenece.

¿Parece una broma? No, no lo es. Esto ocurre hoy en sociedades donde las reglas de juego básicas de la convivencia se respetan. ¿Y por qué se respetan? Muy sencillo. Porque cada uno tiene interiorizado que el otro existe. Y la convivencia social está basada en la confianza de que nadie hará nada que perjudique el derecho del otro. Umberto Eco decía que el reconocimiento de los otros es el fundamento de la ética, y que si eso hubiera sido evidente en los distintos estadios de la historia humana no habríamos llegado a la noche de san Bartolomé, a la hoguera para los herejes, a los campos de exterminio, a los niños en las minas ni a las violaciones en Bosnia.

Tampoco habríamos llegado, aquí en el Perú, al cinismo de postular a un cargo público no para servir al ciudadano sino para evadir la justicia o sencillamente para utilizar el cargo en beneficio propio. Según la prensa, más de dos mil candidatos en las recientes elecciones municipales y regionales tenían antecedentes penales por robo agravado, tráfico de drogas, lavado de activos, peculado, asociación ilícita para delinquir, mientras otros 213 tenían sentencia por violencia familiar. Más de 20 alcaldes y ex alcaldes provinciales y distritales están afrontando procesos o sentencias por delitos de corrupción en sus respectivas gestiones; 13 gobernadores regionales están involucrados en los mismos delitos; y al menos 16 congresistas presentan un variado historial judicial: sentencias por alimentos, peculado, colusión, difamación, o investigación por homicidio culposo, asociación ilícita, usurpación de funciones, entre otros delitos. Según cifras recientes del poder judicial, hay más de 27 mil funcionarios públicos procesados por corrupción a nivel nacional, sin mencionar a expresidentes ni los recientes casos que involucran a jueces, congresistas y empresarios.

En un contexto así, donde la percepción del poder como oportunidad de servicio es sumamente frágil y la noción de democracia tan borrosa, es inevitable preguntarse por la función que ha venido y viene cumpliendo la educación; por su obsesiva adhesión al mito de la alfabetización lectora y matemática como indicador suficiente de éxito y calidad de servicio público; por el rumbo instrumentalista que se le ha venido dando a la formación de maestros en lo que va del presente siglo, para no escarbar más atrás; y por la creencia de que nuestras escuelas, verdaderas fábricas de autoritarismo y relativismo moral, solo necesitan de un buen administrador que vigile al personal y cuide los recursos del Estado.

Es verdad que las actuales políticas educativas, en general, intentan soplar en una nueva dirección. Pero no es menos cierto que las creencias que han mantenido a la educación en una burbuja, ajena a los dramas y las prioridades del país e incluso a los dilemas generacionales mismos de nuestros estudiantes, habitan la mente de distintas capas sociales, así como de muchos agentes del propio Estado, que no pierden ocasión para desviar la ruta en dirección contraria.

Ludwig Wittgenstein decía que no es posible desligar las palabras de las acciones para las cuales se utilizan, y que el contexto en que se usan es el que nos sirve para comprender sus significados. Luego, si creemos que se trata simplemente de responder a esta situación con una educación en valores, recordemos a Wittgenstein: mientras el respeto y la inclusión del otro, la democracia como aceptación de la pluralidad y la disposición a la concertación, la consideración al derecho ajeno y la responsabilidad por nuestros propios actos, no puedan ser observados y hasta fotografiados en la vida cotidiana de las instituciones educativas, serán percibidos por nuestros estudiantes solo como conceptos vacíos de sentido.

Comité Editorial

Lima, 12 de octubre de 2018